-¡Hola, Pepe!
-¡Hola, niño! ¿Ya de vuelta por aquí? ¡Pero cómo pasa el tiempo y usted cada vez más hombre!
Pepe, como su sobrenombre lo indica, debía llamarse José. Pero quién va a andar chequeando semejantes obviedades. Pepe era Pepe y punto. Un asturiano enorme, fortachón, peludo como un yeti, con una sola ceja de visera bajo la frente amplia… Leyendo “Mafalda” descubrí, entre tantas otras cosas, que Pepe podía ser, tranquilamente, el papá de Manolito. Claro que Pepe no tenía un almacén: era el portero (nada de encargado, “el” portero) del edificio de Entre Ríos 2018, esquina Moreno. Así de fácil se simplificaban allá lejos y hace tiempo las cualidades múltiples de quienes, como Pepe, además de tener base de operaciones en el portal de entrada, la espalda contra la pared revestida de mármol rojizo, sabía de plomería, electricidad, gas, carpintería, pintura y, por supuesto, limpieza, además de las reglas básicas de la cortesía, eso de saludar a cada quien con gentileza y sonrisas y, a los más chicos, con un leve coscorrón o una ligera palmadita en la nuca.
Ese edificio era de Pepe.
Merecía serlo, quiero decir.
Ir a Mar del Plata era como ir a España. Primero, porque el Citroën 3CV de papá le ponía doce horas por la vieja Ruta 2, con rigurosa escala en Dolores. Segundo, porque ya desde fines de noviembre la radio Spica y la tele blanco y negro nos avisaban que se podía viajar a Mar del Plata sin valijas, ya que “tienda Los Gallegos tiene de todo”. Tercero, porque al llegar siempre estaba Pepe. Y, por fin, porque en el 5º “A” vivían Paco y Nieves, mis abuelos maternos, salmantino de Ciudad Rodrigo él, Francisco “Paco” Gallego, empleado de comercio jubilado; hija de sastre lucense, ella, Nieves Sara Lodeiros. Cuando los visitaban sus amigos Miguel y María (boina él, pañoleta ella, canosos los cuatro), la ilusión transatlántica era completa. Mis labios conocieron el jerez a los 7, una mojadita nomás. Lorca era algo más que calor en lunfardo, alvesre. De Falla no fallaba. Los callos iban a la olla (y también en los pies, cómo que no). El tabú de la Guerra Civil, que lo descubriría con los años y el abuelo Paco y su entrañable Miguel que murieron sin llegar a revelarme nada de aquello.
Nieves se quedó en Mar del Plata, sola.
O ni tanto, porque María estaba en pie y Pepe se volvió institución.
Pasé mil y una noches con la abuela Nieves.
Cuando, esfumado el sol, mis dos hermanos mayores huían por su lado a descubrir la juventud y acaso el debutante ardor de algún cuerpo bronceado y mis padres lo hacían por el suyo, a ver a la Tana Rinaldi en “Magoya” o al casino o donde fuesen, algunas veces la abuela se vestía de salir, bien peinada, con cartera y zapatos de taquito para llevarme a “Sacoa” y, siguiendo por la peatonal, hacerme probar el café de “La Fonte D’Oro”. Me hizo fanático de Les Luthiers, que copaban la parada teatral. De su mano supe quiénes eran Toquinho y María Creuza y “vocé abusou, chiró parchidu chi mí, abusou…”. Los cornalitos en las antiguas vermuterías de la rambla eran un premio merecido una vez al año. La inolvidable pizza de “Principale”, ahí enfrente, cruzando Entre Ríos, el aviso implícito de una cena en al balcón, ideal para jugar con las palabras de los carteles luminosos.
-“Hotel Po”… ¿Qué quiere decir Po, abuela?
-Po es un río de Italia… Y aquel otro hotel se llama “Flamingo”, ¿viste?
-Sí… ¿Por qué?
-Porque a Mingo le gusta el flan…
Pero era más de las natillas, Doña Nieves (se hacía la enojada si yo la llamaba Doña), o de acercarse misteriosa con una mano atrás:
-Cerrá los ojos y abrí la boca…
Dulce de batata. Los recuerdos de mi abuela Nieves saben a dulce de batata. Y la mejor soda del mundo siempre será “Parodi”. La de botella con tapón-resorte, obvio.
Sabía jugar a todo esa mujer. Escoba de quince. Chinchón. Canasta. Generala. Dominó. No miento si les digo que aprendí a contar sin usar los dedos con ella.
Hablando de dedos: nadie me ha rascado la espalda con semejante paciencia, ternura y las uñas tan cuidadas.
Pocas veces la visitamos en invierno. Una fue en julio del ’75. Nevó.
-Nieves de Mar del Plata -se me ocurrió decirle, asomados al balcón.
-¡¿Pero a quién se le ocurre?!
Eso.
¿A quién se le ocurre?
Si jamás fuimos juntos a la playa.