Estaba por cumplir 6 años, Para ese entonces íbamos a la playa a Punta Iglesia. Algo ocurría en la calle. Las cortinas del Club Mar del Plata desaparecían de abajo hacia arriba. Nos llevaron de raje a casa. Aquel 10 de febrero seguimos el incendio desde el balcón de nuestro departamento, a varias cuadras. No recuerdo haber entrado alguna vez a aquel edificio que ahora se iba desplomando por partes. Los chicos hacíamos vidas paralelas a la de nuestros padres. Con algunas excepciones no compartíamos los mismos escenarios. Otros tiempos.
De Punta Iglesia, salvo unas pocas fotografías blanco y negro que todavía conservo, mis recuerdos son borrosos. Mi cabeza vuelve una y otra vez a los pilares del espigón de Gancia que cruzábamos por debajo entre la arena y la orilla del mar. Era vivir el revés de la trama, el back stage de la postal marplatense. Un poco me asustaba. Me resultaba un escenario tenebroso, intrigante… y acaso por eso algo magnético.
Habrá sido por aquella época que mi padre nos mudó a la Bristol. Nadie de mi familia estaba muy de acuerdo con el cambio, pero mi viejo integraba la comisión directiva del Centro Tisiológico al que le habían adjudicado el Balneario 4. Era un imperativo moral alquilar carpa ahí. También estaban Cerenil y otras entidades de bien público.
En esa playa los usuarios se conocían. Había muchos marplatenses. Una chica amiga de mis hermanas de una de esas familias me encerró un día en la cabina (además de la carpa se alquilaban cabinas para cambiarse) y me obligó a dar unas pitadas a un cigarrillo. Ahora si llegás a contar que nosotras fumamos vamos a decir que vos también, fue la advertencia. Funcionó.
En los barcitos la fauna era muy definida. Algunos fulleros, vedettes en ascenso, pendeviejos, pseudo playboys y alguna que otra celebridad del deporte se enganchaban en tenidas de generala o cartas, habitualmente acompañados de enormes jarras de clericot o sangría. Recorrer esas mesas era una obligación para los enviados que cubrían la temporada marplatense para los medios porteños.
Una vez me perdí. Seguí a un primo mío de mi misma edad, más corajudo y aventurero que yo. De pronto desapareció y yo no sabía volver. Al verme mi vieja no se alegró. Más bien le surgieron instintos asesinos.
Y hablando de mi madre… nos formateaba la cabeza de de tal manera para que no se nos ocurriera pedir nada que cuando alguien nos ofrecía una coca o un helado primero decíamos que no y enseguida la mirábamos serios a ella para ver si decía que sí con un imperceptible movimiento de su cabeza.
Otra de Tocha, mi madre. De tanto en tanto y no sé qué era lo que lo disparaba, decidía ir a una playa lejos. Hoy les decimos El Sur. Pero antes, y especialmente ella, la llamaba playa lejos. Había hecho una carpa cuadrada a la que había que entrar agachado. Los preparativos y menesteres llevaban horas y el equipo a transportar hubiera requerido un tráiler. Bajábamos con todo eso por una huella a cuyos lados había pajonales. Yo lo vivía como si fuéramos a una aventura transoceánica.
Ya de adolescente independiente la playa elegida era Playa Grande. La gracia era nadar hasta el Navarchos, ese barco griego que se hundió a la salida del puerto y que un verano inundó la playa con un olor nauseabundo surgido de su podrida carga de cereales.
En una de esas incursiones oí algo así como un estornudo muy cerca de donde yo estaba nadando. Al mirar vi la cara más grande que imaginarse pueda. Era un lobo marino de mal aliento. Si no he muerto de un infarto es que tengo un corazón a toda prueba. Si, ya sé… son buenos, no atacan y corre la leyenda que acercan a la playa a los que se están ahogando. Nada de eso es posible recordar cuando se es juguete inerme de semejante bicho.
Ya de adulto trabajador no me asilaba en carpa ajena. Me bancaba la propia, y con cabina. Llegaba trajeado y así me iba. Hasta una pequeña biblioteca había armado. Santa Teresita era mi refugio para almorzar y Don Horacio el perfecto anfitrión. Para mí esa playa tiene el mejor mar para bañarse. Sigue teniéndolo, pero todo cambió. Al menos la evocación de tiempos pasados transforma la subjetividad con la que vemos todo y ya esa playa no es más la mía.
Me acuerdo que en épocas complicadas un profesional del Derecho -fuera de eje por decir algo- gritaba en el Yacht Club, que vendría a ser algo así como el brazo civil de la Armada como todos sabemos, imprecaciones contra Massera. Por suerte para él no lo tomaron en serio.
Últimamente he vuelto a la playa lejos pero sin sabor a aventura. Las arena me atrae menos. El mar mantiene sí un atractivo intacto para mí, aunque cada vez más desde el deleite contemplativo.
Puedo volver a Mar del Plata. Lo que no puedo hacer es volver a sentir el éxtasis de hacer esa cola en Lombardero o Leone para tomar el primer helado de pretemporada. Tampoco puedo volver a la confitería Paris antes de terminar las clases, refugio de todos los rateros… ni juntarnos con amigos en los barcitos en noviembre cuando todavía estaba libre de turistas… sentir el despertar de otros ímpetus juveniles…
Ahora mis vacaciones son todo el año. Es decir… se trata de un placer que ya no me es dado.