Después de un día de trabajo pesado, me senté frente al televisor a tomar una cerveza mientras en el noticiero pasaban lo mismo que habían estado pasando toda la semana y que, por afectar a la población en su conjunto por decirlo de algún modo, parecía tener preocupados a los gobernantes de turno. Los recolectores de basura estaban de paro en reclamo de un aumento salarial y todo indicaba que, de no llegar a un acuerdo con el gobierno de la ciudad, seguiríamos así hasta que terminara el año.
Yo trabajaba por mi cuenta y, aunque con lo que ganaba podía comprar cada vez menos cosas, no tenía derecho a huelga, a diferencia de los basureros. Es decir que, aunque la inflación era un problema colectivo, los recolectores estaban en una mejor situación que la del resto; primero, porque tenían derecho a gritar y, segundo, porque cuando la basura nos llegara hasta el cuello, todos saldríamos a la calle a gritar con ellos.
En lugar de seguir mirando televisión, me puse a navegar con el teléfono, y como si una cosa llevara a la otra, terminé mirando videos de mujeres desnudas. Más miraba más mujeres aparecían. Estuve así un buen rato, acumulando ansiedad dentro de esa espiral obsesiva, hasta que me levanté para ir al baño donde dejé de ser un animal peligroso.
Seguro de que el agua se había llevado todo lo que resbala y a veces no, salí del baño, fui hasta la heladera y volví a sentarme frente a la pantalla del televisor con otra lata de cerveza, pero desinteresado en las noticias. Entonces me puse a pensar, de ese modo bastante superficial en que suelen pensarse cuestiones de este tipo, acerca de los que estaban peor. Esto no era nada nuevo porque, antes que una rutina conformista, lo consideraba una especie de mecanismo eficiente cuando convenía mirar el presente desde cierta perspectiva.
Apagué el televisor y, por un extraño efecto visual, la pantalla sin vida me devolvió la imagen en blanco y negro de un hombre solitario con una lata de cerveza en la mano.
Así, mientras la tarde también se apagaba, entre sorbo y sorbo, experimenté una sensación de hundimiento, de descenso, de estar respirando debajo de la superficie. Como si solo de una manera subterránea, habitando un sótano o el interior de una cueva, fuera posible acceder a una visión más humilde, por no decir fidedigna, del mundo.
Si hubiera sido mi propio testigo minucioso, una cámara encargada de filmar todas y cada una de mis acciones, habría dicho que lo único que había hecho durante todo el día había sido trabajar, mirar televisión, tomar cerveza y masturbarme, un poco por necesidad, un poco intempestivamente, sin dejar de preguntarme, mientras se hacía de noche, acerca de las cosas que les pasaban a los demás hasta que un día, bueno, ya saben.
En medio de esos desvaríos, llegó mi mujer. Ella también venía de trabajar y me preguntó, después de haber encendido la luz y antes de decirme hola, por qué estaba tomando cerveza en la oscuridad, si se había roto el televisor. La miré y dije que no estaba roto, solo apagado.
– Apagado -repitió con cierta perplejidad, como si la confirmación de ese dato agravara aún más la situación en la que me había encontrado.
Aunque probablemente en su interior estuviera sonando algún tipo de alarma, dijo a modo de comentario:
– La ciudad está hecha un asco.
Alquilábamos un departamento bastante modesto en el microcentro y la realidad de los recolectores de basura nos tocaba de cerca.
Sin soltar la cerveza, me levanté del sillón y seguí a mi mujer hasta la concina. Ella abrió y cerró la heladera. Después abrió la alacena. Se quedó mirando algo ahí dentro, sin pronunciar palabra, más tiempo de lo normal. Con tal de romper esa barrera de silencio, estuve a punto de decir una obviedad; pero ella se me adelantó.
– Hay que ir al supermercado.
Metí la mano en el bolsillo, saqué una moneda, que lo decidiera la suerte. A pesar de que era la primera vez que proponía una cosa así, debió pensar que el azar podía favorecerla. Ella eligió cara, yo seca, y finalmente arrojé la moneda, que dio varias vueltas en el aire antes de caer. Salió Seca.
Ella empezó a dictar y yo a hacer la lista. Anoté cosas como café, leche, pan, aceite, manteca, arroz, fideos, salsa de tomate, queso rallado, papas, zanahorias, cebollas, bananas, huevos. Cerveza era algo que no necesitaba anotar. Ella seguía dictando, pero yo me detuve. Entonces dije:
– Es suficiente. Hay que llegar a fin de mes.
Cuando estaba por guardarme la lista en el bolsillo del pantalón, ella agregó:
– Y un árbol de navidad.
La miré como preguntado muchas cosas, pero sobretodo porqué un árbol de navidad nos ayudaría
-Este año vamos a armar el árbol -dijo con una determinación que no admitía réplica-. Vamos a festejar la Navidad como se debe.
El contexto la autorizaba: estábamos en vísperas de Nochebuena.
– ¿Qué tipo de árbol?
– Usá la imaginación.
Terminé la cerveza y salí a la calle.
Faltando poco para llegar al supermercado, di un mal paso, resbalé y caí. Debo haber cerrado los ojos, esperando el golpe; pero no fue eso lo que ocurrió. De pronto me encontré tirado sobre un colchón de bolsas de basura que amortiguaron la caída; ya que de lo contrario podría haberme roto algún hueso. Como en un sueño, el paisaje resultaba de lo más extraño -montañas y valles de nylon negro y nauseabundo-, mientras era tomado de los brazos por un Papá Noel que, a pesar del olor a podrido que se respiraba, me ayudó a levantarme.
La gente pasaba, miraba la escena, seguía de largo. Llevaban tan bien oculto su espíritu navideño que, aunque los hubieran desnudado para revisarlos entre las piernas y debajo de las axilas, nadie lo habría encontrado. Solo el hombre disfrazado de Papá Noel se mantuvo a mi lado, demasiado cerca, respirando mi aliento. Tal vez pensó que era un borracho, alguien sin casa. No me hubiera importado ser un borracho, pero me dio miedo no tener una casa.
Entre confundido y avergonzado, le di las gracias. Papá Noel, todavía aferrando uno de mis brazos, ofreció venderme una rifa. El premio era lo de menos: la organizaba una ONG que recaudaba fondos para pacientes -niños y niñas, aclaró Papá Noel- oncológicos. Mi primera reacción fue decir no.
– ¿Usted no tiene hijos? ¿No tiene sentimientos? -preguntó como si fueran la misma cosa. Había una especie de desafío en su voz.
Podría haberle respondido, porque sabía muy bien de lo que estaba hablando, que esa era la clase de ayuda que nunca llega.
Supongo que advirtió cierta vacilación en mí, porque dijo:
– No es la salvación, pero es la esperanza de otra oportunidad.
Comprendí, a lo mejor por el modo en que me sujetaba, que si no le compraba la rifa no me dejaría ir. Pensé que podía ser un basurero intentando llegar a fin de mes, un voluntario trabajando ad honorem, el padre de uno de esos chicos enfermos. Todo podía ser. Era verano y debería estar muriéndose de calor debajo del disfraz. Eso seguro. Con el cartón de la rifa en el bolsillo, continúe mi camino, mientras escuchaba como ruido de fondo el tintinear de una campana y a Papá Noel gritar:
– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Feliz Navidad!
Entré al supermercado con las manos vacías y salí con cuatro bolsas llenas de comida y un árbol de plástico que ya venía decorado dentro de la caja. También con una lata de cerveza que tomaría a continuación, ni bien llegara al departamento y dejara las bolsas que pesaban cada vez más, recuperando el aire y, a lo mejor, el ritmo de la historia. Porque si bien el plan consistía en retomar cuanto antes el hilo del relato, primero debía guardar todo lo que había comprado y presentarle el árbol a mi mujer.
– Sale armado de la caja -constató como si ese dato la hubiera decepcionado.
Abrí la lata de cerveza, le describí la mecánica del accidente, al hombre disfrazado de Papá Noel levantándome entre bolsas de basura y de qué manera algunas cosas, sin conexión aparente, se conectaban con otras cosas. Mi mujer enchufó el cable verde que salía de la base del tronco y pequeñas luces cálidas que colgaban de las ramas le iluminaron la cara. Que el árbol, adornado con diminutas bolas rojas, culminara en una estrella que también brillaba de manera intermitente pareció compensar la decepción inicial. Pensé poner el cartón de la rifa al pie del árbol, pero conocía a mi mujer lo suficiente -¿realmente la conocía?- para saber que eso la entristecería. Ella todavía era joven, era una mujer sana, era un misterio; había que seguir intentando, había tiempo todavía.
– Voy a pedir un deseo -dijo y cerró los ojos.
Hice lo mismo. Nos merecíamos otra oportunidad. Supongo que eso estábamos pidiendo.
Jorge Chiesa