Muertos los ojos

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Hacía semanas que había rumores de que Tada San estaba por jubilarse, y cuando me ordenaron acompañarlo a Mar del Plata y hacer un informe detallado de cada paso de la inspección, pensé que sí, que Tada estaba por irse y debía ser reemplazado.  

Me acerqué con un poco de temor a decirle que iba a acompañarlo.  

Hacía años que lo conocía, pero era muy poco lo que podía decir de él. Nos cruzábamos en los pasillos y habíamos compartido alguna reunión y varias comidas, pero no sabía casi nada sobre él.  

“Bueno”, dijo y miró hacia abajo.  

Debíamos estar en la planta de elaboración de Mar del Plata antes de las diez para poder elegir algunos bloques al azar.  

Acordamos encontrarnos a las cinco cuarenta de la mañana en la estación de servicio de la subida a la autopista. Él prefirió que fuéramos en mi auto.  

Llegué más temprano y él ya estaba ahí. Me saludó inclinándose amablemente y acomodó su bolso en el baúl con prolijidad. Detrás de sus gestos estaba su forma de considerar que él era hombre y yo mujer: me dejaba pasar, abría y cerraba las puertas. Después de cerrar el baúl, subió al auto, se sentó y se abrochó el cinturón mirando hacia delante.  

“No sé si es tarde o temprano”, dije intentando una broma. “Es temprano”, dijo mirándome con seriedad. “Es verdad”, dije y puse en marcha el auto.  

La salida de Buenos Aires por el sur tiene una curva suave que hace que a medida que uno sube todo vaya apareciendo con majestuosidad. Enormes grúas miran el río como perros guardianes, perros de hierro, perros esqueléticos que miraban hacia el lugar por donde iba a aparecer el sol.  

La belleza industrial parecía venir a decirme algo a mí, que siempre creí que la belleza proviene de la naturaleza.  

Aún estaba oscuro, algo en el cielo parecía a punto de quebrarse. “Salir de la ciudad es siempre bueno”, pensé.  

Tada miraba al frente. “Usted puede dormir”, dije. “Muchas gracias”, dijo él, “no tengo sueño”.  

Habíamos pasado el primer peaje cuando le pregunté cuántos viajes había hecho. Empezó a hacer cuentas, cuántos por año, por cuántos años. El número me sorprendió. Y en ese momento lo dijo: “Este es el último”.  

No pude encontrar ninguna frase de consuelo. Todas me parecieron inútiles. Él no dejó de mirar hacia delante en las siguientes tres horas y yo no logré encontrar en mi cabeza algo bueno para decir. Parecía una gran conversación aquel silencio: él pensando yo no sabía qué, yo pensando qué se le dice a alguien que está a punto de salir del sistema que lo ha acogido toda su vida como si fuera una casa. Sentía eso, que Tada estaba a punto de ser arrojado no sé a dónde y que el hecho de que así fuera haría que cualquiera se preguntara por el sentido de lo que había dado a lo largo de su vida.  

Encendí la radio, la apagué. 

No podía dejar de pensar en una escena trivial: mi perro estaba muy viejo y su cadera ya no se sostenía sola. Yo lo sacaba pasándole una especie de faja por debajo de la barriga y le sostenía la cadera para que pudiera caminar. Una vez mi vecino nos vio y me preguntó dónde estaba mi perro. “Es este”, respondí, y mi vecino con tristeza lo miró y me dijo “Ya no es él mismo”. Y pensé que eso era, después de todo, la muerte, ya no ser uno mismo.  

Le pregunté a Tada varias veces si quería parar, para ir al baño, para tomar café. “Si paramos, vamos a llegar más tarde”, decía cada vez.  

A las nueve y cuarto llegamos a la planta. Esperamos en la cabina de seguridad un rato, luego atravesamos un gran patio en el que había varios camiones y fuimos al frigorífico.  

Tada saludó a las personas de una pequeña oficina vidriada y regresó a donde yo estaba, un gran espacio techado. Luego nos fueron trayendo pallets con cajas en las que estaban los bloques de calamar congelado.  

Estaban apilados formando un cubo de un metro por un metro. Tada dio vueltas, miró por todos los costados y sacó dos bloques de cada pallet.  

Ocho bloques en total, que pesamos en la balanza que estaba a un lado y dejamos en cunitas de plástico descongelándose.  

Tada sacó de su bolso una carpeta en la que tenía las planillas en blanco. Anotamos el peso del bloque en la parte de arriba de cada una, junto con la fecha que decía la etiqueta de cada bloque y el nombre del barco. Después anotamos el porcentaje de piezas oscuras por bloque y el porcentaje de bloques oscuros por pallet.  

Casi no hablamos. Me dijo que anotara, como dándole importancia a la tarea. “Doce con veintitrés”, me decía y yo anotaba. “Once noventa y ocho”. “¿Anotaste todo?”. 

“Sí, señor Tada”. Yo miraba el lugar y pensaba cómo lo vería si fuera la última vez. Era un lugar oscuro, muy frío y grande, todo metal y cemento, sin gracia, pero tal vez se había vuelto bello para él.  

Cuando nos fuimos nadie nos despidió. El hombre de la cabina de seguridad apenas asintió con la cabeza cuando Tada le dijo que íbamos a volver al día siguiente.  

Fue indicándome cómo llegar al hotel. En un momento señaló otro hotel y me dijo que allí solían alojarse los inspectores de la competencia. “Es un poco mejor”, dijo, “pero mucho más caro. Un cinco por ciento mejor y un veinte por ciento más caro”. “¿Qué quiere decir un cinco por ciento mejor?”. “Las habitaciones son un poco más grandes”.  

Cuando llegamos al hotel, él habló durante un rato con el conserje. Yo preferí subir a mi habitación.  

Después de media hora bajé y encontré a Tada todavía en el lobby. Me dijo si quería ir a almorzar al puerto y le respondí que sí. Esa era, después de todo, la mejor parte del viaje, comer algo que en Buenos Aires es difícil de encontrar.  

Almorzamos sin hablar. Él estudió mucho el menú y pidió una combinación del plato del día con algo de la carta. Después me dijo que tenía que pasar por otra planta unos minutos. Supuse que querría despedirse. “Lo acompaño”, dije.  

Era una planta chica, a la que en realidad no entramos. Nos quedamos en un cuartito de unos dos metros por dos en el que dos hombres tomaban mate y escuchaban la radio. Había una ventana chiquita y alta como las de los baños. Los hombres recibieron a Tada como a un viejo amigo y le preguntaron qué tenía esta vez. “Nada”, dijo él. No tomó mate y casi no habló. Después de unos minutos dijo que nos íbamos y yo asentí. Antes de salir le preguntó a uno de los hombres si tenía cupones. El hombre se rio y sacó de un cajón unos papelitos celestes y se los dio.  

Volvimos al hotel y acordamos salir al atardecer a comer algo.  

En mi habitación casi todo era de color beige. Me senté en la cama y pensé que seguramente en la cena iba a desahogarse.  

Caminamos hasta una cantina. Pedimos. Tomamos vino, pero Tada miraba el menú aun después de haber ordenado y nuevamente comimos en silencio. Hice algunos comentarios sueltos, como quien raspa la cabeza de un fósforo contra el borde de la caja. Él me respondía siempre con una amabilidad fría, como si todos los fósforos estuvieran húmedos.  

Regresamos al hotel y nos despedimos acordando la hora a la que íbamos a encontrarnos por la mañana.  

Las sábanas parecían, como siempre en los hoteles, nuevas. Todo parecía o era nuevo y al mismo tiempo que disfrutaba eso, pensaba que para Tada era la última vez. Pensé que tampoco iba a volver a ver a los hombres a los que habíamos ido a saludar.  

A la mañana siguiente nos encontramos en el bar del hotel a la hora acordada.  

Estaba vacío y los empleados aún estaban acomodando las cosas del desayuno en las mesas largas. Tada tomó de la caja del té dos o tres saquitos y se los metió en el bolsillo. Hizo lo mismo con unos sobrecitos de azúcar.  

En la pesquera, el guardia de seguridad nos hizo pasar enseguida y fuimos a ver las cunitas en las que habíamos dejado descongelándose el calamar.  

Tada había traído guantes y un guardapolvo también para mí. Le dije que era muy amable. 

Sacamos la primera cunita y volcamos los calamares sobre una mesa de acero inoxidable. Separamos las piezas que tenían algún defecto. Pusimos los calamares uno al lado del otro, paralelos como soldados muertos. Los que tenían defectos, perpendiculares a los otros. Tomamos fotos. Los calamares estaban muy fríos y se resbalaban de nuestras manos. Era frío y agradable. Hasta que en un momento noté sus ojos. Tenían grandes ojos redondos debajo de los tentáculos. Grandes ojos abiertos. Salidos y blancos con el iris en el medio y a veces torcido.  

Tada había marcado los centímetros en la bandeja de la balanza. Yo agarraba el cuerpo resbaladizo de un calamar, lo ponía en la bandeja y le decía cuánto medía y cuánto pesaba. Los cuerpos brillantes y blandos a veces se deslizaban en la bandeja como queriendo caer.  

Después volvimos a ponerlos en las cunitas. Amontonados, desordenados, los tentáculos enredados unos con otros. Hacíamos todo con los ojos muertos mirándonos. Pensé que nos verían como si fuéramos nosotros los muertos, como si los ojos muertos no pudieran ver más que todo muerto.  

Cuando terminamos nos lavamos las manos, nos quitamos los guardapolvos, guardamos las planillas y nos fuimos.  

“¿Qué hora es?”, dijo él. Había dicho que a las once terminábamos. A las once y cinco estábamos en el auto.  

Al salir de la ciudad, Tada me dijo que quería pasar por un lugar que no estaba previsto. “¡Por supuesto, señor Tada!”, dije y le pedí que me indicara el camino. Fuimos a una fábrica de sweaters en donde usó los cupones de descuento que le había dado el hombre de la planta. Compró cuatro sweaters iguales. “Es un descuento importante”, dijo cuando salíamos. 

El viaje de regreso también fue en silencio.  

De a ratos yo lo miraba y me parecía que estaba pensando en algo, hasta que en un momento me dijo que quería hablarme. Me dio alegría. “Por fin”, pensé. “¿Podemos parar en la estación de servicio y tomamos un café?”, dijo. Quería que conversáramos sentados, mirándonos.  

“Más adelante hay una estación de servicio”, dije. Pensé en la vida de Tada y en la mía y que tal vez un día yo iba a estar en el lugar en el que él estaba.  

Había poca gente. Estacionamos y pedimos en el mostrador dos cafés. Nos sentamos en las sillas fijas y él sacó un pequeño attaché que llevaba siempre con él.  

“Quiero decirte algo”, dijo.  

“Sí, señor Tada, dígame”, dije y me incliné hacia delante.  

Sacó un fajo de facturas y me dijo que no tenían fecha, que me las podía vender para que yo las pasara en las rendiciones, que me cobraba la mitad de lo que yo podía sacar por cada una.  

Me eché hacia atrás. Creo que le agradecí cuando le dije que no, y no tomé el café que se enfrió en el vasito de plástico.  

En lo que quedaba del viaje tampoco hablamos.  

Los perros esqueléticos seguían mirando hacia el río, pero el sol ya había pasado sobre la ciudad y se iba, justo cuando nosotros entrábamos. 

Alejandra Kamiya

Alejandra Kamiya
Alejandra Kamiya
nació en Buenos Aires en 1966. Publicó una trilogía de libros de cuentos: Los árboles caídos también son el bosque (2015; Eterna Cadencia, 2024), El sol mueve la sombra de las cosas quietas (2019; Eterna Cadencia, 2024) y La paciencia del agua sobre cada piedra (Eterna Cadencia, 2023). Recibió los premios Universidad Católica Argentina-SUTERH (2007), Feria del libro de Buenos Aires (2008), Fondo Nacional de las Artes (2009), Max Aub (España, 2010), Horacio Quiroga (Uruguay, 2012), Fundación Victoria Ocampo (2012), Unicaja (España, 2014).

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