Mi padre y yo estamos parados frente al nicho donde están los restos de mi tío abuelo, Carlos Goycoechea. Es el panteón de Argentores de la Chacarita. Murió hace unos seis meses de una insuficiencia renal a los 88 años. Las veces que lo vi, o estaba con un vaso de whisky en la mano o en pijama en su cama escribiendo alguna obra de teatro, o las dos cosas juntas. Hubiera querido ir a su velatorio pero no me llevaron, escuché decirle a mi madre que no era conveniente para un chico de nueve años, mi padre insistió pero lo ganó la tristeza y se fue sólo. Sé que hubiera querido llevarme, presentía que yo debía estar cerca de aquel cuerpo que aunque muerto tenía algún mensaje para mi. No sé qué cosas se imaginaba mi padre atrapado en el dolor de la muerte de este hombre que lo había cuidado como un hijo después de la muerte de su madre.
Es invierno en Buenos Aires y un chiflete helado entra por la puerta entreabierta del panteón y recorre el espacio a la altura de las rodillas. No dan ganas de permanecer allí por mucho tiempo, sin embargo, no me disgusta el paisaje.
Tengo puesto un sobretodo gris, que cae pesado hasta cubrir las rodillas. O por lo menos, así me veo hoy a la distancia de los años, con aquel sobretodo gris con el que aparezco en algunas fotos. Porque no sé si cuando recordamos nos vemos exactamente con la ropa que teníamos o si lo hacemos imaginándonos con algún atuendo extraído de fotos anteriores o posteriores en el tiempo.
Mi padre, que tenía una nariz bastante grande, mira hacia arriba. Me distraigo en su cavernosa presencia, imagino que la vejez es ese descuido de la naturaleza, una nariz enorme y moteada, un cabello cano, un pelo irreverente asomando de la oreja y la piel, las deformaciones, arrugas, depresiones, lunares, ampollas de grasa de la piel.
Estiro mi mano a la altura de mis ojos y me quedo mirándola. La piel joven de mi mano. Mi padre cree que no quiero mirar las hileras de nichos y me agarra la cabeza y la lleva contra su cintura. Debería decirle que no tengo miedo, que el lugar me gusta, que puedo imaginarme acostado en uno de esos ataúdes, que puedo ver el rostro del tío durmiendo la eternidad, pero verlo exactamente como estaría hoy, a seis meses de su muerte. No me da nauseas pensar que me deslizo junto a él. Pero prefiero que papá sienta que me resguarda, y que soy yo y no él el que se muere de miedo. ¿Y si fuésemos un solo órgano? La piel, una unidad, una continuidad de un solo órgano que ahora se hace mano, uña, pelo. ¿De qué daño a la piel habrá muerto mi tío abuelo?
Mi padre hace un movimiento casi imperceptible, suficiente para que me percate que quiere irse, que para él ya es suficiente. Se asombra cuando lo detengo de la manga del saco, pero más cuando le clavo la mirada en sus ojos que se han puesto acuosos por la aparición de incipientes cataratas. Mi expresión es adulta y eso lo hace trastabillar y casi caer por las escaleras, lo sostengo con energía. Baja su cabeza y parece agradecerlo. Levanto la vista y leo las letras de bronce que terminan con un Q.E.P.D. El nombre de Carlos Goycoechea parece moverse. En ese instante la tapa del nicho se vuelca hacia adelante y cae. El ruido al chocar contra el piso es atroz. Toda la vida es un segundo. Todo el aire de los pulmones cabe en la respiración de ese segundo. Mi padre me aprieta tan fuerte el hombro que tengo que morderme los labios para no gritar. Somos dos hombres asustados. El hueco, liberado del ocultamiento, deja ver la punta de madera pulida del ataúd de mi tío abuelo.
No sé qué le pasó a mi padre ese día, nunca lo hablamos, a decir verdad nunca supe muy bien que le pasaba a mi padre en la vida, era como si al haber muerto su madre el día de su nacimiento eso lo hubiera dejado fuera de la historia, del acontecer. Nuevamente yo tomé la delantera y lo conduje afuera del panteón. Nos sentamos enfrentados, como dos amigos que se disponen a jugar a las cartas pero han olvidado el mazo. Sentí que nacía en él un respeto por mi totalmente infundado, que me miraba como si yo fuera poseedor de un arcano que me ponía por sobre él. Por un instante sentí que César, mi padre, era el niño y yo su padre, hasta estuve tentado de reprenderlo por tener la bragueta abierta de su pantalón. Cómo podía ser tan tonto de no darse cuenta lo mal que quedaba y cómo lo miraban los otros niños que pasaban con sus padres por las calles de la Chacarita. ¿Qué haría de ahora en adelante con ese padre niño? ¿Cómo volveríamos a nuestra ciudad dos niños tan pequeños?
Hasta llegar a Mar del Plata, prácticamente no hablamos, o si lo hicimos, fueron lugares tan comunes que no hay memoria posible que los recuerde. Me veo sentado en el vagón del tren, pero veo mi imagen a través del espejado que provoca el vidrio por la oscuridad de la noche cerrada sobre la llanura de los campos de Buenos Aires. Escribo poemas en una libreta muy pequeña que me obliga por economía del mismo papel a una síntesis que mejora los versos. Mi padre me mira de reojo, con temor y admiración, sé que imagina que el suceso de la Chacarita no es casual, que algo de ese tío muerto, de ese tío dramaturgo y alcohólico, se ha metido dentro mío.
Durante toda la vida y hasta que se fue mi padre de este mundo sé que creyó que ese día yo había dejado de ser yo para compartir el alma de mi tío. Me daba tanto placer asustar a mi padre con falsas poses que finalmente me lo terminé creyendo, y hay veces, cuando sobre todo bebo y no puedo levantar la vista de la página en blanco, que siento que hay una presencia en mi que no soy yo y que me domina.