Chiche Urquijo, el director técnico del equipo de fútbol del Club Social y Deportivo Copetonas, entró al almacén de Ramos Generales y pidió los cien de salame y cien de queso necesarios para acompañar el mate cocido de todas las tardes. Mientras giraba la cortadora de fiambre, el almacenero Don Galo Fernández recomendaba:
—Los hermanos Sayago, en el medio, ¿no le parece? —Urquijo lo miró con resignación—, el gordo Manrique, de dos. Y el rengo Pérez, entre los titulares. Al rengo lo tiene que poner. Cómo le pega el rengo. Lo pondría de cuatro para proyectarse por la derecha.
Galo acumulaba las fetas de salame y Urquijo, con un suspiro, murmuró:
—¿Usted también, Galo?
Galo sabía poco de fútbol. Sin embargo, mientras Urquijo se alejaba del almacén con el paquete de queso y fiambre bajo el brazo, no podía dejar de pensar en las opciones que Galo y casi los dos mil habitantes de Copetonas le sugerían. Manrique de dos, Pérez por la derecha, e infinitas variantes más.
La fiebre del fútbol había alcanzando niveles inéditos. Eran los años sesenta; por primera vez, Copetonas llegaba a la última fecha del torneo de la Liga Tresarroyense de Fútbol en el primer puesto de la tabla. Compartía esa posición con Huracán de Tres Arroyos. Ese domingo de setiembre, en Copetonas, se jugaba el partido decisivo entre los dos punteros. La localía alimentaba las esperanzas de los copetonenses y en cada rincón del pueblo no se hablaba de otro tema. Sobre el viejo mostrador de madera del Hotel de Reynaldo Vega rodaban los dados arrojados por representantes de la colonia dinamarquesa, los Gundensen, Pedersen o Kristensen. Mientras jugaban al yule, comentaban las formaciones de los equipos e imaginaban posibles desenlaces del partido del domingo. Lo mismo hacían los vascos, en los boliches del Galleguito Alonso y el de Rivora, jugando al mus o al tute cabrero, y bebiendo cinzano con fernet y soda.
La Liga Tresarroyense se caracterizaba por el predominio de Huracán de Tres Arroyos, y aún hoy lo hace. Los sesenta fueron años de bonanza para la zona; el tren de trocha ancha pasaba, por supuesto, por Tres Arroyos, y también por Copetonas, en una intrincada red que cubría toda la provincia. Huracán contaba con mayor poder económico y, por lo tanto, con los mejores jugadores. La población de Copetonas era veinte veces menor que la de Tres Arroyos. Eran David y Goliat. El Social y Deportivo Copetonas nunca había pasado de mitad de la tabla. Su plantel se componía de jugadores que Huracán había descartado, ya mayores y gastados, y de los pocos jóvenes copetonenses que podían pegarle con algún criterio a la redonda. El presupuesto del club se conformaba por lo que se recaudaba de los bailes anuales de egresados y por las colaboraciones de los chacareros del pueblo, que solían donar, cada uno de ellos, una vaquillona.
Pero en aquella ocasión pasó algo fuera de toda lógica: el Social y Deportivo Copetonas tenía posibilidades de ser campeón. Podían hallarse razones en aciertos de Urquijo, en inspiración de los jugadores, en errores ajenos o en golpes de suerte, o en una combinación de todos estos factores. Lo cierto es que ese domingo el torneo se definía en cancha de Copetonas, contra Huracán de Tres Arroyos. Ambos equipos empataban en puntos y en goles a favor.
Elpidio Rolón tenía la cancha de Copetonas, como siempre, hecha un billar. Comenzó temprano pintando con cal las líneas del campo de juego. Al mediodía desplegó las cortinas, hechas con bolsas de arpillera, a lo largo del alambrado que rodeaba la chancha. El cortinado buscaba evitar, con poco éxito, que los espectadores reacios a pagar la entrada vieran el partido gratis. Pero ese domingo todo el pueblo quería ver el partido bien de cerca, así que desde temprano se armó la fila en la pequeña garita de ingreso donde el tuerto Duval cobraba y entregaba las entradas. Unos pocos, sin embargo, lo miraron desde arriba de un par de camiones y otros, más osados, subidos a los silos de cereal de Peregalli, que se ubicaban al costado de la cancha.
A las 13 estaba todo listo. El partido de reserva arrancaba a las 14 y el de primera a las 16. Horas antes, Machuca ya estaba debajo de cuatro chapas improvisando un chiringo y tirando sobre la parrilla unos chorizos y unos pedazos de vacío para audaces con buena dentadura. La cancha ya estaba llena en el partido de reserva; eran unos mil espectadores y no entraba ni uno más. Cada uno se ubicaba en el sitio donde había seguido al equipo en sus partidos de local; no era el momento de hacer cambios. Los camiones del Gordo y Caito Musso estaban detrás del arco más cercano a la entrada. Sobre los camiones, la muchachada de los Sayago, Bacca, Manrique, Bardelli y otros, con campanas, matracas y silbatos, eran algo así como la barra brava. Quien organizaba y dirigía los cánticos era el Negro Blanco, cuyo apellido entraba en contradicción con el color de su piel. Al costado de la cancha, al lado de los vestuarios, acodada al cerco estaba firme la gorda Duval. Según ella, ése era el lugar justo para insultar al árbitro, pues cierto fenómeno acústico permitía que él escuchara su voz con notable claridad en cualquier punto de la cancha.
Casi todos en Copetonas tenían apodos. Podían ser ingeniosos, descriptivos, cariñosos o crueles. En cualquier caso, son un dato necesario para completar el cuadro de este relato. Muchos se originaron al pasar frente al taller de Scosia, a quien a su vez apodaban el “cura gaucho”, porque bautizaba a todos sin cobrar.
A las 13:30 se vio llegar a Vicente Restaño, el árbitro asignado. Venía desde Tres Arroyos conduciendo su citroneta 3 CV estampada con la publicidad de las pastillas D.R.F. Restaño era conocido no solo como árbitro, sino también como repartidor de golosinas en la región durante los días de semana.
El partido de reserva terminó 7 a 1 a favor de Huracán. No era un buen inicio, pero la gente estaba ilusionada de tal forma que ese resultado no importó. Había que ganar el campeonato y nadie podía imaginar otro final para ese día. De hecho, el festejo ya estaba programado. Esa noche había baile en el club con dos orquestas contratadas. Había promesa de tango y paso doble para los más veteranos con la banda de Chico Nito y su Conjunto. Para los más jóvenes, avanzada ya la noche, se presentarían los famosos Terrón de Azúcar, algo más meloso para que pudieran “quedarse con algo”. No era extraño que, a esa altura, surgiera alguna pequeña gresca. El origen de las disputas se podía encontrar, con frecuencia, en el método usado por entonces para sacar a bailar a una dama. La dama se encontraba sentada a una mesa, en general acompañada por sus padres, a cierta distancia; el interesado la invitaba a bailar con la técnica del cabezazo. Si dos muchachos cabeceaban a la misma dama, al mismo tiempo, y la dama se ponía de pié, surgía la disputa, que comenzaba con alguna palabra fuerte y podía seguir con algún sopapo. En este último caso, los muchachos debían continuar su discusión fuera del local y la dama, algo desilusionada, volvía a sentarse junto a sus padres.
A las 16, como estaba programado, Restaño pitó para comenzar el partido. Los equipos arrancaron jugando a no perder; la tensión en el aire los refrenaba. Sin embargo, los visitantes pronto se atrevieron a más y dominaron el juego durante los primeros 45 minutos. En ese tramo, los de Huracán estrellaron dos tiros en los palos y obligaron a lucirse al arquero Luisito Casabone, descolgando dos pelotas del ángulo y ahogando los gritos de gol del banco visitante. Por su parte, Copetonas no pisó el área rival y, además, tuvo dos intervenciones fuertes, casi para la expulsión, de su número 5, el Rey Pelé, apodado así no por su calidad de juego, sino por su color de piel, y porque el apodo “Negro” ya se usaba para Blanco. A los 45 minutos, sin tiempo adicional, Restaño pitó y mandó a los jugadores al descanso.
Urquijo sabía que, si seguían jugando de esa forma, no tendrían posibilidades. Impartió una fuerte arenga durante el entretiempo. Nadie sabe con certeza qué les dijo en el vestuario pero, fuera lo que fuese, funcionó. Los jugadores salieron al campo más decididos. Peñalva y Sayago se pararon mejor en el medio y el chueco Chimenea estuvo más movedizo en el frente de ataque. Tanto fue así que, a los 25 minutos del segundo tiempo, quedó solo frente al arquero y erró un gol debajo del arco.
A los 28 minutos, Urquijo pensó que, aunque el equipo había mejorado, era necesario hacer un cambio. Quizá recordó los consejos de Don Galo, el almacenero, y mandó a la cancha al rengo Pérez que, paciente, esperaba en el banco. Fue una decisión que hizo de ese domingo un día extraño y sublime en la historia del fútbol. Pero aún faltaban varios minutos para el final, y Huracán insistía. Tuvo su gran oportunidad con un cabezazo de Tito Alonso que se fue al lado del palo derecho.
La oportunidad para Copetonas llegó a solo dos minutos del final. El petiso Cereso avanzó por la banda derecha, se perfiló para definir frente al arquero… y recibió una patada criminal del Laucha Perrone, el central del globo. Los dos afuera; el Laucha por roja directa y el Petiso por fractura de tibia y peroné. Hubo tumulto, agarradas y algún cachetazo entre los jugadores. Luego de un rato, Restaño logró calmar los ánimos lo suficiente como para reanudar el partido. Debía ejecutarse el tiro libre para Copetonas, a dos metros del área y esquinado hacia la derecha. Ideal para un derecho por fuera de la barrera, la especialidad del rengo Pérez.
Se armó la barrera de Huracán. Sonó el silbato de Restaño. Pérez inició su larga carrera. Llegó hasta el balón y le asestó un fierrazo. Fue en ese momento cuando ocurrió lo insólito de esa jornada.
Es necesario un paréntesis histórico sobre las características de una pelota de fútbol en los años sesenta. Las pelotas estaban hechas con gajos de cuero, grandes o pequeños, cosidos con hilo de bolsa por dentro, y con una cámara de goma en su interior. Cuando las pelotas se pinchaban, se descosían algunos gajos, se sacaba la cámara, se la emparchaba y se la volvía a coser e inflar. Cabecear una pelota de cuero, impregnada de humedad, dejaba marcas en la piel. Por otro lado, los palos y el travesaño de los arcos no eran cilindros, eran de madera y de sección cuadrada; las aristas de los palos tenían peligrosos filos que los jugadores sufrían cuando las circunstancias del juego hacían que se golpearan contra ellos.
El disparo de Pérez pasó por encima de la barrera. Si alguno de los que estaban ahí pudo saltar y desviar la pelota con su cabeza, es probable que su instinto de supervivencia se lo haya desaconsejado. La pelota, ya maltrecha por la patada recibida, se estrelló contra el travesaño, se descosió al dar contra el filo de la arista y se partió de modo que cuero y cámara bifurcaron sus trayectorias. El cuero de la pelota quedó sobre el techo de la red y la cámara ingresó en el arco.
Hubo un momento de perplejo silencio, que duró poco. Enseguida se desató la locura. El rengo Pérez, sus compañeros, el banco de suplentes y la cancha entera explotó en un eterno grito de gol. Mientras todo Copetonas festejaba, todo Huracán reclamaba.
Restaño se quedó parado, inmóvil durante unos minutos, sin saber qué hacer. Pensaba en sus opciones: avalar o anular el gol. Por supuesto, nunca había visto algo así. Si anulaba el gol y cortaba esa felicidad, ponía en riesgo su integridad física. Sabía de colegas que vivieron momentos desagradables por pitar jugadas dudosas contra la localía copetonense. Tomó, finalmente, la decisión más saludable: no decidir. Al minuto 44 del segundo tiempo dio por suspendido el partido, llamó a los capitanes y les comunicó que reportaría la situación a la Liga Tresarroyense para que sus autoridades tomaran la decisión que correspondiera. Luego de un mes de debates, la Liga no pudo resolver la situación y decidió elevar una consulta, con un pedido de pronto despacho, a la AFA, la Asociación del Fútbol Argentino, para poder resolver de manera correcta el campeonato. Ya se avecinaba el nuevo año y, aún sin resolución, la AFA envió un comunicado oficial de su comité ejecutivo declarándose incompetente y elevando el caso con una interconsulta a la FIFA, la Federación Internacional de Fútbol Asociación, a su sede central de Zúrich, Suiza. Las comunicaciones se realizaban por correo postal, y una carta a Europa podía tardar alrededor de un mes. Las demoras de los largos debates y del correo postal hicieron que hubiera que esperar hasta mediados del año siguiente para recibir la tan esperada carta de la FIFA que, imposibilitada de remitir el asunto a una instancia superior, se vio obligada a tomar una decisión. Finalmente, tras tanta incertidumbre y ansiedad, había un veredicto. La FIFA, luego de consultar a varios especialistas internacionales, decidió que el resultado del partido debía adjudicarse al Social y Deportivo Copetonas por medio gol a cero.
Ese medio gol le bastó a Copetonas para coronarse campeón por primera y única vez en su historia. La copa se exhibe con orgullo, hasta el día de hoy, en la vitrina del hall de entrada al club.
Esa noche hubo baile. Los primeros en salir a darle coreografía a un paso doble fueron el tuerto y la gorda Duval. También se vió al petiso Cereso, ya recuperado de su doble fractura buscando a quien cabecear y por supuesto a Machuca, como siempre, atendiendo la barra del Club. El más solicitado por las chicas del pueblo fue el rengo Pérez, que en la pista demostró ser mejor pateador que bailarín.
***
Dictaminar desde la FIFA, la institución de máxima autoridad del fútbol internacional, que Copetonas había ganado por medio gol a cero estableció un antecedente curioso en el conteo de goles. Lo natural siempre había sido usar los números llamados, justamente, naturales: 1, 2, 3, …, incluyendo, por supuesto, el 0. El gol existe o no existe, y el árbitro se encarga de decidirlo en caso de dudas. Pero el árbitro no pudo decidir cuando Pérez pateó, y la FIFA tuvo que intervenir. Fue lícito usar fracciones en lugar de números naturales. Dada la confección de las pelotas modernas, es improbable que vuelva a verse algo parecido. Por este motivo, lo sucedido en Copetonas es probablemente un evento único e irrepetible en la historia del fútbol.
Lo que hizo el rengo Pérez se puede comparar con los experimentos para conocer de qué están hechas las partículas más pequeñas. Los científicos las hacen colisionar contra algún objetivo y analizan qué sale de esos choques. El estudio de las esquirlas indica de qué estaba hecha la partícula. El rengo Pérez hizo colisionar la pelota contra el travesaño y reveló, de esta manera, su naturaleza oculta. Quedó expuesto que se trataba de un objeto formado por dos partes: el cuero y la cámara. Ambas partes, de tamaño similar, eran imprescindibles para formar la pelota, por lo que se podía pensar que media pelota era cámara y la otra mitad, cuero. Razonamiento que llevó a la FIFA a resolver que el resultado fue medio gol a cero. En tiempos recientes, el rengo Pérez ha recibido otros apodos, como “Gran Colisionador de Balones” o “Máquina de Dios”.
Miguel Hoyuelos y Martín Eguaras
Miguel Hoyuelos
Nació en 1965. Es doctor en física, profesor de la Universidad Nacional de Mar del Plata e investigador del CONICET. Ha publicado cuentos en distintos medios, como Axxón y Próxima, y en la antología Más acá (2015). Escribió la novela de ciencia ficción Siccus (2014), que obtuvo le mención especial del UPC 2004, y su continuación, Oshjam (2017). Publicó los libros de divulgación Física manifiesta y Ciencia y tragedia, los griegos y sus herederos (2013), y una parodia de la astrología: Astrología Argentina (2012).