Medianoche en Palacio

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Decidió que matar ya no sería su oficio.

Difícil decisión, tratándose de hijo y nieto y hermano de sicarios, y habiendo nacido en Medellín, Colombia.

Tomó la decisión esta misma noche y al momento siguiente salió de su casa.

Besó antes a los hijos –tres varones y una niña sol radiante por las mañanas cuando despierta gritando papá vuelve, no te vayas a tu trabajo que quiero tenerte.

Como si supiera, siempre, como si en sus sueños breves lo viera internarse por las calles de los barrios designados en cada caso, estacionar el auto en la esquina de los elegidos. Y esperar. Tan a su lado está la pequeña que más de una vez creyó verla allí, jugando a que era la Cenicienta y él, el príncipe que la transforma en princesa para bailar juntos el vals de los últimos minutos antes de la medianoche en palacio.

Cuando decidió que matar ya no sería su oficio escribió la nota a Cendelia, la madre de sus hijos. Cendelia dormía mientras él escribió la nota, la oía respirar como se oye el rumor sin tiempo de alguna lejana orquesta, de la música de un baile sin secretos, tal vez el mismo con el que la niña sueña y en donde él es príncipe y nadie le exige que mate para serlo.

Porque cuando se es príncipe hay otros matando para la corona, disparos lejanos, cuerpos que se desangran sin salpicar a estos cuerpos resplandecientes de la felicidad que sólo encarnan los príncipes y sus princesas.

Sale de la casa, después de escribir la nota de despedida a Cendelia en la que explica todo en pocas palabras. Después de haber espiado el sueño de sus hijos pero sobre todo el de la niña, ese sueño de ventanas abiertas a la noche estrellada de las princesas que se repite y en el que ella baila con él, su padre, y le ruega que se quede a su lado.

Cómo decir que no puede esta vez quedarse porque no quiere seguir matando.

Ella le preguntaría por qué, si lo ha hecho siempre, si lo han hecho sus hermanos, su padre, el abuelo que besó sólo una vez a la niña antes de que otro sicario lo borrara por encargo.

Sube a su auto y conduce despacio por las calles de la tardía ciudad de Medellín. Enciende la radio, canta Gardel.

A los operadores de radio Caracol les gusta desenterrar a Gardel cuando se acerca la medianoche, hablan de él como si viviera, sólo un muerto que canta puede entonar con tanta melancolía las estrofas de “El día que me quieras” –anuncia con voz engolada el locutor de turno, después de cerrar con dos boleros por Chucho Valdéz y una habanera que invita a pasear desnudos por la playa, música para amar los cuerpos antes que a las palabras y los vientos.

Otro auto lo sigue.

Despacio, viene tras él.

Podrían los dos autos ser partes de un viaje pactado de antemano a los cementerios.

No apaga por eso la radio y acepta las estrofas y los compases del día que me quieras. Se pregunta qué sueño habitaría las medianoches de Gardel, qué melodía fue su mortaja cuando el avión en el que abandonaba Medellín se estrelló antes de levantar vuelo.

El auto que lo sigue mantiene la distancia, dobla en las mismas calles y cuando él frena en las esquinas, frena a mitad de la cuadra respectiva.

 

Tomó su decisión esta noche porque fue esta misma noche cuando se enteró de cuál sería su siguiente trabajo. Lo eligieron porque él es quien podría hacerlo sin riesgos de fallo, porque “el encargo” –uno de tantos nombres que en este oficio recibe la víctima- estaba cerca, a su alcance, y había urgencia por quitarlo de en medio.

Los negocios, todos, exigen mucho talento y ningún escrúpulo si no se quiere perderlos. Nadie se hace rico por el simple hecho de matar pero sí puede lograrse tenerlo todo en una sola noche con el abrazo, el gesto, la sonrisa y el disparo exactos.

Le dijeron tú o nadie, y si nadie, despídete de los tuyos.

Eso hizo, si bien se mira: despedirse para que nadie.

Acelera. No demasiado, lo indispensable para perderse en la siguiente esquina doblando por el callejón que trepa a los barrios altos, a los más elegantes de la ciudad insumisa, de la brumosa y fría noche que me quieras.

Pero este trabajo, no.

 

Nació para vivir matando como sus hermanos, su padre, el abuelo, y nunca pensó en que llegarían este trabajo y esta noche. Como si fuera posible elegir, alguna vez treparse a las cornisas y buscar el amor en otro lado como dicen que hacen los gatos, como si hubiera amor con sólo trepar y saltar desde los acantilados tan lejos del mar, correr por las medianeras de los palacios que cuelgan de las barrancas y desde donde puede observarse a toda Medellín titilando, todo el firmamento sin soles ni planetas.

El encargo sale de su mansión.

No va solo, nunca está solo ni lo estará precisamente esta noche en que la muerte ha pedido hora para visitarlo. Sube a un auto estacionado entre otros dos y arrancan los tres en caravana, despacio mientras maniobran para encarar la calle y acelerando luego, lo que obliga al sicario a una maniobra que no tenía pensada: clava el acelerador, el alarido de los neumáticos sobre el asfalto sobresalta a los custodios del encargo y ya es demasiado tarde, los autos se despliegan delante del suyo, el que lo seguía se adelanta hasta ponerse a la par mientras el coche que traslada al encargo lo pone a salvo de la balacera que se descarga sobre el auto del sicario.

Pero él ha rodado antes por el asfalto, se ha desprendido del auto y ha eludido apenas la llegada de los otros.

 

Se interna en el parque donde se produjo la encerrona como animal salvaje que busca el monte.

Sus perseguidores demoran un par de minutos en convencerse de que han acribillado sólo a un montón de chapas y ninguno de ellos gana lo suficiente como para correr tras él para arriesgarse a caer fusilados. Todos en Medellín saben de su puntería, del poder de fuego que nace de sus manos quebradizas, fulleras, nicotínicas, de cómo cuando todo parece condenarlo él se escabulle entre las grietas de la sorpresa que siembra con sus movimientos y sus disparos que como cartas de amor llegan siempre al corazón.

Cruza el extenso parque, ya al trote y por fin caminando, busca el aire como un jardinero los brotes tempranos de la primavera, respira la noche intensa de Medellín, se adentra en ella como en el cuerpo de la mujer más amada, de su memoria intacta y caliente.

El auto del encargo está sencillamente allí, estacionado junto al lago artificial que sirve de excusa al parque. Esperando, el encargo, a que los mastines vuelvan a él con la presa entre sus dientes y la dejen caer al pie del coche.

Lo único que tiene que hacer es lo que sabe: acercarse y descargar el cargador contra los cristales del auto del encargo. Después se irá como vino, caminando por los senderos de grava, silbando muy bajo y grave como los pájaros nocturnos, agradeciendo a Dios que lo acompañe.

Pero no lo hace.

Pega la vuelta, desanda el sendero de grava, los arbustos cerrados por la floración incipiente, cruza el parque sin detenerse a dudar, sin permitirse recuperar ya el aire que fue sembrando, como el labriego al que no le importa morir cuando ha hecho su tarea.

Llega de regreso al lugar de la encerrona y está allí el cuerpo sobre el intenso lago de sangre, junto al auto acribillado.

Hace apenas un par de horas decidió que matar ya no sería su oficio.

Fue cuando alguien entre sus tantos empleadores circunstanciales equivocó el número, marcó los siete dígitos y dio detalles del objetivo. Supo de inmediato que de nada valdría aclarar el malentendido, que a esa misma hora a él le habían señalado otro encargo y estaría ausente.

Fue inútil, como suponía.

Inútil salir de su casa, despedirse de Cendelia y de los niños, adentrarse en la noche elegida para no matar más.

Buscó al hombre que unas horas antes le habían ordenado matar mientras lo buscaban a él. No quiso descubrirse cobarde, que mañana o pasado se hable de él como del sicario que ante la necesidad de matar para seguir viviendo, eligió al encargo equivocado.

Se acerca al cuerpo tirado sobre el asfalto, el cuerpo en la tinta roja que han volcado para desdibujarlo, quitarle los contrastes que toda vida, aún la más pequeña, revela contra el fondo blanco de la muerte.

El cuerpo está boca abajo. Con el pie, lo pone cara al cielo.

 

-Papá, quédate en casa por lo menos hasta la medianoche.

Lo dice la niña, la pequeña, que sueña cada noche con bailar en palacio y despertar en sus brazos.

Guillermo Orsi
Guillermo Orsi
Nació en Buenos Aires, Argentina, el 8 de noviembre de 1946. Su carrera literaria se ha centrado en la novela negra. Orsi ha ganado premios tan importantes como el Emecé de 1978 por El vagón de los locos, el Umbriel de la Semana Negra por Sueños de perro (2004) o el Ciudad de Carmona por Nadie ama a un policía (2007). BIBLIOGRAFÍA El vagón de los locos 2000 Sueños de perro 2004 Buscadores de oro 2007 Ciudad Santa: En Buenos Aires no hay vida para todos 2009 Fantasmas del desierto 2014 PREMIOS Premio Emecé 1978 Premio Umbriel de la Semana Negra 2004 Premio Ciudad de Carmona 2007 Premio Hammet 2010 Premio Novelas para cine 2014.

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