Estamos en la rambla, sentados en unas sillas de mimbre de color naranja desteñido. El mar está demasiado cerca y lleno de corderitos, pienso que debe ser la marea. El mozo que nos toma la orden se parece a un hipocampo, tiene algo equino en el rostro pero delicado. Nos pregunta qué vamos a comer, así sin carta ni nada y sabemos que vamos a pedir lo de siempre, picada con caracoles fritos y vermú con soda. Aunque parece temprano para el almuerzo y tarde para el desayuno, nuestro mozo anota el pedido y se aleja bamboleando su vientre redondito.
Los platos de la picada se vacían predeciblemente, primero se acaban los caracoles y el maní, el pan nos sobra sin importar qué comamos. Pasó mucho desde la última vez que lo vi. Quiero escucharlo, saber dónde estuvo, qué hizo estos años. Me cuenta otra vez sobre aquél año en Delhi, sin teléfono, cuando al fin pudo terminar su libro porque era la única forma de no tener que escucharse, porque era escribir o salir al bullicio de los carros, al llamado de Jama Masjid y a los bocinazos. Que lo mejor eran esos samosas o idlis al paso, alzar unos licores horribles en algún Wine & Beer Shop e internarse en el cuartito de nuevo. De ahí salta a Buenos Aires, dice que cuando volvió la encontró más gris e indiferente que nunca, que ni bien pisó Ezeiza se desmoronó, la luz le lijaba los ojos como una tortura, tal es así que estaba a punto de confesar lo que sea.
Tan absorta estoy en la conversación que no sentí la llegada del agua. Parece que se acercó sin hacer ruido, se tragó la playa y los escalones ya, la cosa nos toca los pies. Él sigue hablando y comiendo con esa manera muy suya de masticar de costadito bocados pequeños sin perder el estilo, quizá no le importe que el agua suba y moje sus mocasines lustrados o deje un borde de espuma en las botamangas de su pantalón. No quiero cortarlo, cada segundo con él es un tesoro que quiero guardar, plastificar al vacío y encerrar bajo llave.
Lo dejo seguir con sus cuentos aunque ya me sé de memoria las historias de sus hermanos, la del loco del magnesio, la de mis abuelos que eran primos y que por eso él llevaba los dos apellidos del padre, para no ser redundante, y la de los jarrones Ming a los que renunció por la guita que se patinó en los burros. Las consonantes cristalinas, los che, el clic del encendedor, todo es una música conocida para mis oídos. El agua nos sube hasta las rodillas pero igual nos pedimos otro vermú. Nuestro hipocampo tiene que chapotear para llegar a la mesa, nos deja dos vasos llenos y se lleva dos vacíos, sonríe con una mueca dulcificada por su mirada de pez. Todavía quedan un par de salamines por terminar, y algunas aceitunas y pan, como no puede ser de otra manera.
Lo interrumpo solo para decirle que había recibido su mensaje esa vez que estaba asustada. No hace falta que le aclare el día ni la circunstancia, él sabe porque asiente con la cabeza y sonríe. El agua continúa su ascenso mientras se enciende otro Le Mans. No sé por qué le digo que me hace mucha falta. Él cierra los ojos por un segundo, cuando los vuelve a abrir me parece ver en ellos una humedad de pena. Baja la vista hasta el agua que ahora le llega a la cintura, luego la desvía hacia las arcadas de la rambla y el cielo, cosa que parece decidirlo a tirar el cigarrillo sin terminarlo. Nunca lo había visto hacer eso. Estira la mano y me dice: agarrate fuerte, y una vez que cierra sus dedos alrededor de mi mano, el agua nos trepa al cuello.
El mozo desaparece y en el esfuerzo que hago por mantenerme a flote alcanzo a ver unas olas densas que pistean en el horizonte, sé que avanzan porque crecen. Maldita perspectiva. Me doy cuenta que el agua sólo irá para arriba sin posibilidad de un crol o pecho salvador. Como sea, me alegra su mano salvavidas. A nuestro lado resisten dos mesas como camalotes desesperados, el respaldar de una silla me golpea el hombro y veo cómo los últimos pedazos de pan que flotaban en el agua se hunden por su peso. Me hundo con ellos también. Alguien grita cerca de mí y suena igual a cuando era chica, me pasaba horas en la bañera jugando a aguantar la respiración porque quería convertirme en sirena. Mamá me llamaba desde la cocina, creo que decía que salga, que ya estaba arrugada, que me iba a enfermar.
Siento que me aprietan el brazo y me sacuden. Siento un dolor fuerte en el pecho, que me golpean varias veces, que gritan más de cerca. Creo que vomito, que algo sale de mí. Abro los ojos al sol y veo a mi hija arrodillada al lado mío. Llora y se ríe al mismo tiempo, hace unos rebajes raros hasta que al final la risa le gana al llanto. Me sostiene la mano y me señala a un tipo fornido de mallita roja, me dice que él me sacó. No, le contesto entre carraspeos. Toso y me raspa la garganta. No, vuelvo a decir con la voz ronca, él no me salvó.
Emilia Vidal