El hombre se alejó del Bajo y concurrió a un cumpleaños por el barrio de Saavedra, pasó una noche tormentosa y terminó quedándose dormido sobre un sofá. Se despierta, sale a la luz del mediodía y se orienta buscando una avenida. Mientras avanza tiene la impresión de estar pisando sobre rodillos de goma y en movimiento. Descubre un pequeño restaurante y se dice que tal vez le vendría bien comer algo, aunque es probable que su único deseo sea huir del sol. Lo atiende un tipo moreno y fornido, evidentemente el dueño del negocio. Plato del día: tallarines caseros. El hombre acepta. Pide una cerveza, teniendo en cuenta la vieja teoría de que es lo mejor para componer el estómago después de una noche pesada. Toma el primer vaso, respira aliviado y estudia el ambiente. El gran retrato de una anciana (dos metros por metro y medio) domina el mostrador. Abajo, un letrero: Mamma. El hombre deduce que se trata de la madre del fornido, probablemente fallecida. La clientela está compuesta exclusivamente por obreros. Hablan en voz baja y cuando terminan de comer limpian los platos con trozos de pan hasta dejarlos lustrosos.
El fornido retira los platos vacíos gruñendo de satisfacción. Desde alguna parte llega la voz de Beniamino Gigli repitiendo siempre la misma canción: Mamma.
Aparece la fuente de tallarines, una porción que alcanzaría para tres personas. El hombre se sirve y después de un par de bocados decide que, pese a la cerveza y a la teoría, su estómago sigue en muy mal estado. Por lo tanto desiste de la comida y pide otra botella. Cree advertir que el fornido, por alguna razón, se ha puesto un poco nervioso y no deja de observarlo. Paga y, cuando está levantándose para irse, el fornido lo llama y le ofrece un café. Más por indolencia que por otra cosa, el hombre se acerca al mostrador. El propietario, sonriendo, luciendo sus grandes dientes cuadrados, lo convida también con una copa de coñac. Sirve abundantemente. El hombre no tiene suficientes fuerzas como para negarse. Y todo el tiempo siente que el otro, mientras va y viene, lo estudia con un solo ojo.
El fornido le pregunta si le agrada la música italiana. El hombre contesta que sí. El fornido:
—Pero seguramente no le gusta la comida italiana.
El hombre se apresura a explicarle que todo lo contrario. El fornido lo ilustra acerca de las diferentes especialidades de la casa, generalmente pastas, siempre caseras. Le dice:
—Venga, quiero mostrarle la cocina.
El hombre, llevando su copa de coñac, lo sigue. Pasan a una habitación grande y en penumbra. Entonces el hombre descubre a la anciana del retrato, doblada sobre una mesada y amasando. Un haz de luz baja desde una claraboya y va a dar sobre la cabeza de la mujer, iluminándole la frente y haciendo resaltar los pómulos y la nariz. El hombre piensa que esa imagen, el juego de luces y sombras, imprimen al lugar cierto aire antiguo y sagrado. Es como un templo.
El fornido aclara:
—Ella hace todo, amasa, cocina, se encarga de las compras, lava, zurce, plancha, mantiene limpios el restaurante y la casa, y cuando le sobra tiempo inventa recetas nuevas.
El hombre vuelve a asentir. El fornido:
—Es una santa y usted le despreció los tallarines.
Tomado de sorpresa, el hombre intenta una protesta. El fornido lo interrumpe con un gesto:
—Hable bajo.
Y señala a la anciana que sigue amasando en su rayo de luz e ignorándolos.
El hombre percibe que el tono de la voz del otro ha cambiado levemente, aunque todavía no llega a ser amenazante. Advierte también que el fornido está parado entre él y la puerta, impidiéndole toda posibilidad de salida. Oye:
—Usted hizo sufrir a la mamma.
A esta altura, lo único que el hombre distingue es el brillo de los cuchillos que cuelgan de las paredes. Ve a su lado, sobre otra mesada, la fuente de tallarines que despreció. Cautelosamente, estira el brazo derecho, toma un tenedor y comienza a comer los fideos que ya están fríos. Los va empujando con breves sorbos de coñac. Es una tarea dura y dolorosa. Termina con la fuente y mira a su verdugo buscando aprobación. El fornido no hace comentarios y se va. El hombre queda solo con la anciana y duda. Por fin se anima y abandona la cocina. Se retira caminando hacia atrás y cuando llega a la puerta se despide de la mamma con una reverencia. Inestable, sintiéndose mal, el estómago como una roca, cruza el negocio y se lanza hacia la luz del sol, acompañado por Beniamino Gigli que sigue cantando lo mismo y la voz del fornido que lo invita a regresar cuando desee.