Me harté de enganchármelo con el peine, me harté de hacer siempre la raya para el mismo costado y no peinarme nunca para atrás para que no se vea ese cuerpo marrón que excede los límites de mi cabeza. Así que decidí ir al médico, mostrarle lo que ese infecto globo endurecido le hacía a mi personalidad, a mi autoestima y exigirle que me liberara del yugo antiestético que me aplastaba.
Nunca me hubiera imaginado que tendría que convencer a un profesional con los más inusitados argumentos para que me saque un lunar. Una bola áspera y peluda en la zona donde nace el pelo, fino y descolorido, porque se ve que ese volumen debilita toda la piel alrededor, los poros, la sangre. Un lunar horrible.
En mi infancia, me daba mucha vergüenza cuando, hablando con compañeros de la escuela, me decían: “pará, tenés algo en la cabeza”. Mi tía, la más querida, cuando me revisaba para corroborar la presencia de piojos cada vez que la visitaba, lanzaba grititos agudos cuando, por accidente, lo tocaba: “Ay, esa garrapata”.
Mi lunar, esa presencia endemoniada en la cima de mi cabeza tenía que irse. Cuando planteé a mis padres la necesidad de erradicar de mi humanidad la bola endurecida y pilosa, descartaron que se tratara de un problema real. Y esa entidad marrón creció conmigo.
Hasta hace unos meses que finalmente decidí, o supe, mejor dicho, que esas tan anheladas facultades adquiridas en la adultez incluían la posibilidad de elegir sobre mi cuerpo y ese cuerpo que se me adicionaba desde que tenía memoria. Fue una noche en que, en el azoro por la idea de deshacerme finalmente de ese infame botón que activaba mi propia desidia, no conseguí pegar un ojo en las más de siete horas de oscuridad. Lo sentía cada vez más presente, sin tocarlo, sin mirarlo en el espejo, sabía que desde su punto panorámico también el globo marrón era consciente de mi propia presencia, debajo de su masa turgente y áspera.
Creí que llegaría la locura antes que el amanecer. Era una amenaza, lo sentía latir en la cima de mi persona, lanzando agujas a través de mi cabeza, recorriendo desde el cuello hasta la punta de los pies como una red de relieves que sobresalen de la piel. El globo marrón se apropiaba de todo mi cuerpo.
No esperé a que el sol saliera. Me armé del coraje suficiente para tomar las llaves de la casa y caminar hasta la clínica ubicada a pocas cuadras. “El doctor Brusco atiende a partir de las nueve”.
Durante más de dos horas esperé en silencio en el pasillo blanco y frío, donde los ruidos empezaban a crecer de a poco hasta volverse incómodos en la propia reverberación de las paredes despobladas. El doctor Brusco llegó unos minutos tarde a su consultorio, pero obviamente yo tendría el primer turno.
Tuve que explicarle detenidamente todo el daño que esa presencia anónima me causaba en la vida cotidiana, la noche que me había hecho pasar por la sola idea de sentarme en su camilla recubierta con el plástico de la asepsia, el poder que esa masa amarronada ejercía sobre mí.
“Pero no es una condición médica, usted me entiende”. ¿Por qué tenía que entender yo? Mi cuerpo me exige emanciparse de esa antena montada para captar miradas de asco, miradas de asombro, de duda. Mis dudas, mi asombro, mi asco. “Sáquelo”. Y sentí que en una palabra ejercía toda mi adultez. Y mi libertad.
El doctor Brusco hizo alarde de su apellido. Con extraña ligereza desinfectó con alcohol, roció con un aerosol, tomó un bisturí de mango blanco y cortó. Sentí cómo se separaba entonces todo mi cuerpo del yugo que lo aprisionaba. Dolió, como todo acto de libertad. Luego el doctor contuvo con un algodón lo que fuera que quisiera escapar de mi cabeza, ir tras de ese cuerpo amorfo que ahora se hundía en un líquido transparente contenido en un pequeño frasquito de vidrio.
“Esto se va a sentir un poco caliente, no se mueva”. Tomó una graciosa pistolita y aplicó una fuerza moderada sobre el nacimiento del cabello. Quemaba, es verdad. Pero no me moví. Cauterizó el orificio al que dejaba paso esa nueva ausencia y en el mismo acto me lanzó una gran cantidad de palabras como si el aire en la habitación se fuera a terminar en pocos minutos.
En un instante estaba en el pasillo blanco y sombrío con un papel verde agua firmado por el médico en una mano y el frasco que ahora latía en la otra. Y me quemaba en la cabeza. Supe entonces que la conexión seguía intacta, aun cuando con todos mis sentidos podía corroborar la independencia física.
Y todavía lo siento. Ya no lo engancho cuando me peino, pero cada vez que rozo el punto ciego que es ahora la antena derrocada me recorre el mismo escalofrío y siento en las palmas de las manos el dolor electrizante de aquella presencia.
Nunca me deshice de ese lunar.
Triana Kossmann