Joel Fernández
La Habana, enero de 1967
Quizá sea porque soy un hombre que ama los colores desde que tengo uso de razón. El motivo, tal vez, se encuentre en que vivo en un país lleno de matices: el turquesa del mar cubano, el rojo y el naranja de las frutas, el verde de las palmeras, o el dorado del sol cayendo sobre el Malecón. Quizá, también, porque los colores nunca han dejado de ser importantes para mí, porque ellos siempre han logrado despertar en mi interior la llama creativa y me han hecho sentir vivo de una u otra manera, aun en los momentos más duros, esos en los que creía que moriría de tristeza o de dolor, porque no hay una vez que no haya untado el pincel en la paleta de colores o que mis dedos no hayan asido mis lápices con pasión y poniéndome a dibujar o pintar no me haya emocionado. Tal vez, por todo esto, la vida siempre se me ha antojado un vaso de vidrio lleno de agua límpida, un recipiente repleto de líquido transparente donde cada tanto una mano extraña y poderosa sumerge un pincel cargado de pintura, a veces amarilla, otras roja, o azul, o verde, y de tantas otras gamas como uno pueda imaginarse. Por momentos, a veces efímeros, esa mano tiñe nuestra existencia de diversas tonalidades y la carga de colores inimaginables. En algunas ocasiones, son bellos y luminosos, como una naranja recién cortada; y en otras, oscuros, tenebrosos, como nubes de negras tormentas. Porque así son los momentos que nos tocan vivir en esta vida: a veces, resplandecientes como mañana de verano en la playa, dulces como miel, y otros, oscuros como tarde lluviosa y amargos como hiel. Pero por suerte, aun en los tiempos en que el susto nos embarga por lo negro del tinte que impregna nuestra existencia, y durante el terror más espantoso por lo oscuro de ese colorante, descubrimos justo a tiempo que, mientras estemos vivos, siempre habrá esperanza de que el pincel, tomado por la mano poderosa, se sumerja en la paleta para sorprendernos con una hermosa y mágica tonalidad que transforme nuestro mundo en claro, colorido y vivaz.
Amo los colores aunque ahora haga años, más precisamente desde 1959, que sólo los mire y ya no los use. Muchos comienzos de año han pasado desde que toqué mis lápices y mis pinturas por última vez. Tantos que ya ni sé bien dónde han ido a parar los elementos que me mostraban como el artista plástico que fui. Poco queda de esas épocas en que me consideraba un creativo. Tal vez haya alguna escultura hermoseando un paseo público, o algún que otro cuadro expuesto; ahora, por estos tiempos, he aprendido a desquitarme con mis otras pasiones, esas que me siguen acompañando desde siempre: la música y mis escritos. Por las noches, cuando regreso a casa, me zambullo en ellas y en la más completa soledad doy rienda suelta a lo que tengo dentro. Mi máquina de escribir me acompaña, y en ella dejo fluir mis ideas. Esas que se plasman en la carpeta verde repleta de hojas, hojas que algún día serán un libro, como ese que ya escribí, también, hace varios años. Nada ha sido fácil en los últimos tiempos, pero algunas noches, aquellas en las que llego más cansado, o aquellas en las que me arrastro por la casa herido de melancolía, tomo mi guitarra y mis manos la acarician como si fuera la mujer querida que alguna vez tuve.
Entonces, allí, en medio de los acordes, me siento viejo aunque en mi cabello castaño recién hayan aparecido mis primeras canas y aún no cumpla los treinta y seis. Me pesan todas las vidas que he tenido y las que no pude tener: la del artista que dejé en suspenso, la del revolucionario que soy pese a tener un corazón demasiado blando para cargar un fusil; la del padre que no fui, aunque tenga un hijo; y la del hombre enamorado que dejó partir su amor. Ahora, cada día me levanto y me centro en la lucha que me trajo hasta donde he llegado, esa que he llevado adelante buscando cambiar mi país, transformar la sociedad para hacerla más justa. Pongo mis ojos en esta cruzada y así siento placer y fuerza; pienso sólo en ella y vuelvo a sentirme invencible.
De esta forma escapo del peligro de ser atacado mortalmente por mis recuerdos; porque, es justo decirlo, en la revolución no hay lugar para ellos.
Ensimismado como estoy, sentado frente a mi escritorio, leyendo la lista de los cien artistas e intelectuales más selectos del mundo, algunos a los cuales he admirado por mucho tiempo, y teniendo ahora la oportunidad de verlos en vivo, y en mi país, no alcanzo a decidirme si esta vez la mano poderosa ha untado uno de los colores luminosos o sólo es un morado muy oscuro. Porque sé que verlos en acción y en mi tierra será una de las más grandes experiencias en mi vida; pero no sé qué traerá el reencuentro con Brisa. Sólo de una cosa estoy seguro: de que con sólo ver su nombre en la lista ha puesto mi rutinario mundo cubano patas arriba. Al final de la página, junto a otros nombres rutilantes, leo: «JEan SchuStEr, escritor, poeta y periodista francés; laSSE SödErbErg, escritor y poeta sueco; MarguEritE duraS, novelista francesa; MichElinE catty, pintor y escultor francés; piotr KowalSKi, arquitecto y escultor polaco; briSa giuli, fotógrafa y poeta francesa».
Ese nombre de mujer fulgura ante mis ojos: «Brisa». Brisa… Shika, para mí.
Sé que es ella, aunque se hayan tragado una ele y diga «Giuli» y no «Giulli». Sé que es ella aunque diga «francesa», y Brisa sea más argentina que el Che… Claro, hace ya más de cinco años que vive en París, y habrá adoptado esa ciudadanía.
—Shika, Brisa… —repito en voz alta.
Nombre suave para designar el ciclón que ella significó en mi vida. Aunque buena parte de la decisión de que vengan los cien artistas pesa sobre mí, no son los noventa y nueve nombres selectos los que me ponen ansioso, sino la posibilidad de que me reencuentre con Brisa.
Resolver si todos esos famosos entrarán a mi tierra se supone que es el botín que me ha quedado por ser el artista que alguna vez he sido en este país.
La voz del cabo Daniel López me saca de mi mundo.
—¿Y…, señor ministro? ¿Qué hago?
Levanto la vista. Sus palabras no logran penetrar en mi cerebro.
Mis espesos pensamientos no me lo permiten. Sólo lo miro.
López observa mis perdidos ojos, e insiste:
—Oiga, ministro, pregunta el comandante Castro si ya estudió los nombres.
El hombre pone énfasis en el apellido y de inmediato logra su cometido.
—Llévele mi informe —le digo extendiendo una carpeta. Allí, con palabras sencillas, explico las razones por las cuales yo acepto que el grupo de los cien intelectuales que propone Wifredo Lam venga a La Habana para participar del Salón de Mai.
Me pongo de pie y saco del archivo otra carpeta más gruesa.
—Entréguele esto también; dígale que son los antecedentes de todas las personas que están propuestas. Sólo faltan dos… Recién los tendré mañana.
Daniel López se cuadra, me saluda con la mano en la sien y se marcha contento. Lleva en sus manos lo que ha pedido «el Comandante». Yo me quedo absorto en mis pensamientos. La siesta calurosa de La Habana ha tomado la forma del rostro de Shika, su cabello claro, sedoso y lacio lo llena todo. Sus enormes ojos marrones parecen mi- rarme y su sonrisa dulce, perseguirme.
Historia del Salón de Mai
En 1967, el Salón de Mai, la gran exposición de arte moderno y contemporáneo que tiene lugar anualmente en París desde 1945, se celebraría en Cuba. La muestra de arte ya había sido invitada a Suecia, Suiza, Yugoslavia y Japón, pero esta era la primera vez que se realizaría en América.
Wifredo Lam, artista plástico cubano radicado en Europa, había sido su entusiasta gestor. Lam había estado representado en el Salón de Mai desde 1954 y tenía excelente contacto con su presidente, Gastón Diehl, y con las autoridades de su país. En 1963 fue invitado para celebrar el Día Internacional de los Trabajadores, y en la Plaza de la Revolución, ante una multitud que lo aclama, Lam es promovido como pintor nacional. Su contacto con la isla se vuelve regular hasta que, en 1966, tras una larga estadía en la que creó la pintura «El tercer mundo», nace la idea de que La Habana reciba al Salón de Mai durante el año siguiente.
Desde un principio, en París, el plan entusiasmó a todos los artistas e intelectuales, ya que existía un gran interés en la Revolución cubana. La admiración iba en aumento tras la publicación de los artículos en los que Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre relataban sus experiencias durante la estadía en Cuba, en 1960.
Luego de aceptar la realización del Salón de Mai, el gobierno cubano aprobó íntegramente la lista de los cien intelectuales que participarían del evento. Lo hizo a pesar de que esos pintores, escultores, escritores, periodistas, fotógrafos, editores y especialistas museísticos profesaran las más variadas tendencias artísticas e inclinaciones políticas.
Brisa Giulli París, febrero de 1967
«Clic», dispara la Kodak y el lente capta la imagen de una mujer de treinta y cuatro años que lleva minifalda a cuadros y botas altas de cuero blanco. El cabello rubio le llega a la cintura, como dicta la moda, y en su regazo tiene un sobre que le quema las manos y el corazón. La delatan la expresión de su rostro y el temblor de sus dedos al abrirlo. Un segundo y sus ojos marrones quedan prendados en las letras de la carta.
Esa soy yo, hoy, ahora, y esa es mi cámara; pero no hay foto, sólo la imagino, como siempre, como casi siempre me gusta hacer con mi propia imagen cuando algo importante sucede en mi vida.
Quizá sea porque las fotografías siempre me han atraído. O, quizá, porque los retratos jamás han dejado de ser importantes para mí. Mi máquina me permite plasmar en imágenes el mundo de sentimientos que mis ojos descubren. Al revelar la película, puedo mostrarlo, compartirlo, que otros vean el universo —mi pequeño mundo— a través de mi cámara. Y eso me da un inconmensurable placer.
La vida siempre se me ha antojado como un enorme álbum de fotos, un libraco con muchas hojas en blanco que, a medida que pasan los años, cubrimos con imágenes memorables, las instantáneas que conforman nuestra existencia. Páginas y páginas vacías que, desde nuestro nacimiento, esperan quedar atiborradas de imágenes. Pero lo más tremendo de esta idea que tengo desde muy niña, lo más grandioso de esta conjetura, es que pienso que, sumadas a las fotos propias que pegamos en nuestro álbum de vida, también se van sumando otras que son colocadas por las manos de personas ajenas, hombres y mujeres que comienzan a aparecer y a cobrar importancia en el álbum de nuestra existencia. Y esas fotografías armarán, junto con las propias, nuestro álbum de vida.
Y hoy, que mis manos sostienen el sobre que contiene la invitación para participar en el Salón de Mai que se realizará por primera vez en Cuba, siento que una fotografía extraña acaba de colarse en las páginas de mi álbum, porque alguien que yo casi no conozco ha planeado realizar el Salón de Mai en la isla y ha decidido que yo debo estar allí. Dicen que fue Wifredo Lam; sin embargo, con él sólo he charlado dos palabras la mañana que me lo presentaron en el barcito de Montmartre donde suelo desayunar. Me emociona que una de las expresiones más importantes del arte mundial se haga por primera vez en América y no en Europa porque, a pesar de vivir hace varios años en París, las capas más profundas de mi corazón siguen siendo latinoamericanas y argentinas hasta el dolor, hasta no terminar nunca de extrañar y de añorar, hasta soñar con volver a vivir allá, aunque sea de vieja. Pero, sobre todo, me emociona saber que el Salón de Mai se hará en la isla, porque ese lugar ha sido el país más importante para mí.
Leo nuevamente la invitación y el nombre del país donde se realizará el salón vuelve a saltar a mi vista llenándome de las más variadas y fuertes emociones: Cuba… Cuba…
—¡Cuba…! —digo en voz alta y la boca se me llena con la palabra de gusto dulce y amargo al mismo tiempo. Y esa ambigüedad rebasa mis pensamientos y mi alma porque no puedo terminar de decidir si esta fotografía que hoy acaba de agregarse al álbum de mi vida y que tiene forma de invitación al Salón de Mai es una de las felices y luminosas o una gris y dramática. Las ideas se me confunden y no puedo saberlo. Ese país encierra sentimientos y recuerdos demasiado caros para mí.
Camino hasta mi equipo de música, donde suenan los Beatles y lo apago. Hoy necesito silencio.
A través de la ventana de mi departamento veo a mi hijo Doménico de ocho años, que está en la vereda jugando con otros niños a lanzarse bolas de nieve. Es que en este invierno ha caído una nevada tras otra y París está blanco desde hace semanas. Observo su carita roja de frío y sus manos en alto lanzando nieve mientras les grita algo a sus amigos. Con la bola en el aire, pienso que él, sin lugar a dudas, es la más bella y luminosa imagen que ha ingresado al libro de mi vida. Mi calidad de madre sola me permite pensar esto y mucho más.
Porque Doménico es mío, y yo lo crío. Su padre está, vive, pero muy lejos de este frío de nieve y muy cerca del sol rasante de La Habana, ese lugar que hace años mis pies no pisan. Y que, tal vez, pronto pisarán.
Viviana Rivero