Las vecinas

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Mariana ordena apurada los libros, la ropa, las botellas; limpia las cenizas dispersas sobre la mesa. Duda un instante antes de tirar esa tuca que fumó anoche, ese remanente rugoso de la madrugada, y finalmente decide guardarla también, junto a los demás despojos del sueño. Se dirige a la entrada sin titubeos, casi como si supiera quién se encuentra del otro lado de la puerta. Con cada paso siente el pecho un poco más ligero, como si supiera de antemano quién espera. Conoció a Benjamín hace menos de dos meses; primero lo había visto rondar por el edificio, siempre con una Coca-Cola en la mano. Luego, poco a poco, empezaron a charlar sobre banalidades, como quien tantea la orilla antes de entrar al agua. Hablaban del supermercado, de las series, de los turnos del portero. Una tarde él le dijo, entre risitas tímidas, que la próxima la invitaba una Coca, pero con un poco de Fernet. “Así nos animamos a hablar de verdad”. Mariana pensó entonces que quizás la verdad ahora sería eso: sostener un vaso y decir lo justo para no mentir del todo.

Desde entonces, lo imagina en cada movimiento cerca de su puerta. Es el único por quien limpiaría el departamento.

Pero no es él.

Un golpe de aire frío le dio en la cara, de esos que corren por los pasillos altos de los edificios cuando alguien abre una puerta. Mariana mira, extrañada, unas pupilas negras y dilatadas que se confunden con la totalidad del iris. Es Nelly, la vecina de enfrente, que aunque parece bastante mayor, siempre guarda energía para ofrecer algunos planes nocturnos insospechadamente divertidos. Últimamente le tocaba el timbre más seguido de lo normal para invitarla a cenar, pero Mariana siempre encontraba una excusa. A veces, en cambio, aceptaba cuando Nelly se ofrecía a lavarle la ropa. Le daba pudor, pero también alivio: había días en que ni siquiera podía juntar fuerzas para llevarla al lavadero.

—¡Marilinda! —la saluda Nelly con voz radiante y un gesto de bienvenida—. Hoy vienen las chicas por la noche, hace un montón que no te veo… ¿te prendés al torneo de Burako?

El suspiro suave de Nelly y esa sonrisa cálida infunden tranquilidad en la Mariana atropellada de hace dos segundos. Su vecina no atestigua el desorden que ella había querido ocultar segundos antes. Nelly añade con guiño generoso y decidido:

—Ah, y si tenés ropa para lavar, traela también, ¿sí? Venite a las nueve.

Mariana sólo puede asentir con una sonrisa dubitativa mientras Nelly cierra la puerta de enfrente tras de sí. Sabe que algún día tendrá que devolverle a su vecina alguna de sus generosidades, más por encontrar un orden propio que por la invitación en sí. Hoy, el día parece más tranquilo. La luz entra por la ventana y cae sobre la mesa, tiene un tono tibio. Afuera, el ascensor sube y baja con su ruido de siempre, pero esta vez no la irrita. 

Con el corazón todavía agitado, se dirige a la cocina y mira con desgano los platos en la pileta. Ahí están otra vez. Le gusta abrir la canilla y sentir el fluir de los pensamientos inconexos mientras lava los restos de lo que hubiera deseado compartir. Aún no tiene lavarropas; se le rompió hace unos cuantos meses, por lo que la propuesta de Nelly alivia solicitudes que Mariana nunca llega a concretar. Piensa que los deseos siempre suceden en el mismo orden, aunque sus cumplimientos se nos presenten como timbrazo repentino. Después de colocar la vajilla blanca y reluciente en el escurridor —esa que antes estaba impregnada de costras difíciles de despegar—, junta el montoncito de ropa que se sacó y dejó en el piso antes de meterse en la cama.

Hay que abrir las ventanas, recoger los almohadones, aspirar los sillones, tender las sábanas lavadas a mano, recargar cada una de las botellas de agua sobre la mesita de luz. Son las cinco de la tarde; tiene cuatro horas para prepararse, tomar unos mates, salir a comprar. Suspira. Hay tiempo. No sabe quiénes son las chicas, aunque se las imagina.

Supone que Susana es una de ellas: la ha visto un par de veces salir del departamento de Nelly y meterse en el ascensor a horas tardísimas. Conoce su nombre por conversaciones casuales en el hall de entrada; no la cruzó más que unas veces paseando su perro viejo.  Alguna que otra vez se sorprendió escuchándola nombrar a García Linera, le cae bien; sabe que vive en el piso 4, aunque no cuál es su puerta. La casa de Mariana siempre fue la misma y, sin embargo, nunca se había preguntado hasta entonces quiénes serían los vecinos que podrían asistirla en caso de accidente. Con los años, aprendió a leer las actitudes de muchos de ellos: sabe que el del 1° C es medio ortiva; la del 2° D hace tortas decoradas excelentemente, aunque es media sucia —se nota por los pelos de gato en el tapado polvoriento que siempre usa—; la del 9° B es esa solterona un tanto loca que cuida de su hermana minusválida y a quien Mariana ve con afecto.

Siente alivio por no tener que apilar otro montoncito de ropa mañana ni el día que sigue. Con la limpieza terminada y la nostalgia barrida de los rincones, respira hondo y toca el timbre del 10°A. Lleva en las manos una botella de su vino favorito —un Malbec ligero, de esos que explotan con notas de frutos rojos maduros y dejan un regusto suave y dulce en la lengua. Desde el pasillo llega ya el aroma caliente del tuco burbujeante: sabe que un plato de pastas la espera al otro lado de la puerta. Cuando ésta se abre, la mesa ya está casi lista. Nelly acomoda la fuente con canelones todavía tapados por un repasador, y suelta un “¡al fin!” que resuena en todo el departamento. Susana corta salamines y queso sin dejar de hablar; su risa ocupa los huecos entre las palabras de las demás. Beatriz, del 9°B, se inclina sobre el sacacorchos con una concentración minuciosa, como si abrir el vino fuera un arte que sólo ella conoce. Marcela —la pastelera del 2°D— entra desde la cocina con un plato de aceitunas y las manos enrojecidas por el calor del horno.

Somos cinco en total, piensa Mariana, y la palabra “cinco” queda flotando como una pequeña certeza que no sabe aún si es compañera o destino: cuatro mujeres que se mueven con la naturalidad de quien ya conoce el ritmo de esas cenas, y ella, Mariana, la más joven del grupo. Varias levantan la vista con una curiosidad amable, esa mezcla entre sorpresa y simpatía que despierta ver a una chica de veintipico compartiendo la mesa con mujeres a quienes los años parecen juzgar. Titubea con cada una de sus posibles historias a contramano y por un momento olvida las suyas para imaginar las de ellas. Intenta sacar los pensamientos intrusivos de su cabeza, distender los brazos, ayudar con las servilletas rosas, cada una en composé con las otras. Pregunta, para romper el hielo:

—¿Hoy es noche de chicas?

Infiriendo por su edad que todas han dejado su familia de lado para buscarse en otra parte. Sabe de todos modos que la pregunta es banal, abierta, y que deja a la libre respuesta a quienes habitan sus muecas enigmáticas. Pero suena rara la pregunta, se sentencia a ella misma y sospecha estar replanteándose por otras cosas. 

—Para mí siempre es noche de chicas —dijo entonces la vecina del 9°B con voz firme, con total superación. 

Nelly reparte salamines y queso en una tabla de madera. Las copas ya están servidas y el aire huele a tuco y a varios perfumes dulcísimos que se entremezclan. Mariana se sienta en una punta, con su copa en mano y observa los movimientos del grupo: Susana habla con naturalidad como si todo le hiciera gracia; Beatriz escucha y asiente con la paciencia de quien cede la palabra por costumbre; Marcela corta un trozo de pan y lo moja en la salsa con gesto tímido. El mantel ya tiene migas, manchas de vino, un orden que se deshace sin culpa. Entre bocado y bocado, Nelly cuenta una anécdota del edificio —un corte de luz, un vecino que se quedó encerrado afuera en bata— y todas ríen. La risa de Nelly domina la mesa: fuerte, contagiosa, desinhibida. Mariana la observa y, por un segundo, imagina que esa energía podría sostener cualquier derrumbe. Imagina desde la disociación tambaleante: ¿cuántas tortas habrá decorado Marcela antes de que aparezcan las primeras arrugas en sus sienes? ¿cuáles habrán sido las primeras? ¿a quienes se las habrá dedicado? Nota, por ejemplo, un rastro casi borrado de labial rojo en el borde de una copa; las manos de Beatriz, temblorosas y delicadas, moviéndose con la torpeza tierna de quien ha aprendido a bailar con el tiempo. Fija la mirada en Susana, que ríe despreocupada al otro extremo de la mesa. Quizás, piensa Mariana, cada una de ellas ocultan secretos que ninguna lograría desentrañar del todo. Como si el silencio también guardara su propia narrativa. Pero, en esa mesa, rodeada de mujeres que la doblan en edad, el peso de sus propias historias se vuelve liviano, casi etéreo. 

Cuando los canelones se destapan desde el centro, el aroma espeso del tuco llena el comedor. Nelly sirve las porciones con destreza y orgullo maternal. Mariana agradece, prueba un bocado y siente el sabor dulce de la ricota mezclado con el vino. La cena se mantiene tranquila, de a poco, parece haber soltura y entre las partícipes empiezan a hacerse preguntas. Mariana sabe que es el blanco, quizás, por esconder posibles sueños proyectados en los que cada una podría verse reflejada. Porque los deseos siempre suceden en el mismo orden, piensa. Cuántas ganas tiene Mariana de que le digan qué es lo que se supone que tiene que hacer para no tener que juntar la ropa amontonadita en el piso que suelta cada noche antes de entrar a la cama. Mira a Nelly, no comprende cómo la envuelve tanta vitalidad; siempre habla con fuerza, con entonación, con dulzura. El comentario de los demás vecinos cuando la ven es siempre el mismo: 

—Esta sale a pasear, aunque se caiga el mundo. 

Pero ella, por el contrario, parece sostenerlo, piensa. Susana es la que le sigue todos los chistes, aunque es más calmada y parece detenerse con mayor esfuerzo que el resto en seguir el hilo conversatorio. Cada tanto le hace a Mariana una revoleada de ojos, saliéndose del espectáculo que le ofrecen. Mariana sonríe con una mueca tímida, pero muestra estar agradecida por recibirlas. Beatriz, en cambio, no participa demasiado de los chistes, se la ve más preocupada porque no se derramen las copas. 

—¿Y vos nena? ¿Estudiás algo? —Sí, le responde Mariana mientras Beatriz abre la segunda botella de vino. —Estudio filosofía. –Ah,mirá qué lindo, es muy importante que los jóvenes estudien, yo lo hubiera hecho de haber podido. ¿Y tenés novio? Bueno, o novia, a esta altura da lo mismo. 

Mariana esboza otra sonrisa tímida y piensa que aún no ha llegado a ese escalón en el camino de los deseos, aunque cree estar a un paso. La pregunta queda flotando en el aire, no pesa, se disuelve entre las risas amables de las demás, como si hablar del amor fuera tan cotidiano como comentar el clima. «Todavía no», piensa, pero no lo dice. Las palabras se le antojan demasiado definitivas, como si al pronunciarlas tuviera que decidir algo que aún está en el horno. Beatriz le sonríe con un gesto que guarda complicidad. Tal vez ella también supo, en otro tiempo, lo que es pararse en el borde de los deseos, mirando hacia un futuro que se estira como un espejismo, brillante y esquivo. Susana, mientras tanto, corta un pedazo de pan, como si el acto mismo de compartir lo que hay sobre la mesa bastara para sellar una complicidad momentánea.

—Bueno, no tengo novio… pero algo hay —dice finalmente Mariana, respondiendo casi entre dientes, con suavidad y a la vez con firmeza, sin mirarlas a los ojos.

—¡Beatriz! —salta Marcela, llevándose una mano a la boca, confundida por la respuesta—. Esas preguntas están medio fuera de lugar en estos días, ¡no todo es andar buscando novio! —le reprocha divertida—. ¿Y vos qué, te creés la moderna ahora? ¿Me ves limpiando los calzoncillos de algún macho?

Mariana rompe a carcajadas ante esa pulla. Beatriz entiende la gracia de seguir el juego de la provocación: exagera su papel de mujer renegada, poniéndose un poco dramática con los brazos en jarras, cruzando la cara en un mohín. Marcela intenta aguantar la risa a la espera del siguiente chiste.

Susana levanta la copa.

—Por nosotras —dice.

Cuando terminan de cenar, el aire queda espeso, lleno del olor a salsa y a pan caliente. Nelly se levanta enseguida a juntar los platos y las demás la siguen con movimientos que parecen coreografiados de memoria. Mariana intenta ayudar, pero Beatriz la detiene con un gesto amable: “Vos quedate, nena, sos visita de honor hoy.” La mesa queda apenas despejada, con migas y copas vacías que brillan bajo la lámpara.
—Bueno —dice Beatriz, sacudiéndose las manos—, ¿qué hacemos?

—Bueno, chicas —anuncia Nelly—, parece que llegó la hora del Burako.

El murmullo se transforma en expectación. Mariana observa cómo Nelly abre la caja y vuelca las fichas sobre la mesa: una cascada de colores y números que se mezclan y tintinean como dientes sueltos.  Beatriz empieza a ordenarlas de a once; Susana cuenta, separa, apila. Mariana se queda quieta, viendo cómo ese ritual las emociona a todas. Beatriz acomoda el cenicero, Marcela limpia el mantel con la mano, Susana sirve un poco más de vino. El ambiente se calma, como si toda la tensión de la cena se hubiese trasladado al tablero.

Nelly reparte once fichas a cada una, con una precisión cirujana. Los muertos correspondientes a cada una quedan a un costado. 

El primer turno arranca en silencio. Las fichas chocan entre sí con un sonido hueco, y por un instante Mariana siente que la casa respira con ellas. Las fichas repiquetean y la partida empieza con una concentración casi litúrgica. Mariana mira las manos de Nelly moverse con una seguridad que impone respeto. Le fascina cómo cada ficha que baja parece tener un sentido oculto, una estrategia invisible que sólo ellas entienden.

Afuera, la noche avanza sin ruido. Adentro, el vino, el tuco ya frío y el humo del cigarrillo forman una capa espesa que vibra con cada risa que se cuela ante las miradas desafiantes. De vez en cuando, Nelly la mira con complicidad, como si buscara incluirla en una coreografía secreta.

—Buena, nena —le dice cuando logra bajar la primera escalera.

Los muertos correspondientes a cada una siguen a un costado.

Las demás asienten sin hablar, y Mariana siente una pequeña corriente de aprobación recorrer la mesa. El juego continúa. 

Los muertos siguen cerrados, intactos, pero sabe que todas se desesperan por alcanzarlos.

Cuando finalmente a Beatriz le toca abrir el suyo, lo hace despacio, con una solemnidad ceremonial. Las fichas nuevas caen sobre la mesa y el aire se vuelve más denso, cargado de una desconfianza difícil de nombrar, como si se murieran de ganas por denunciar un crimen del que quisieran estar seguras. Pero no pueden. Aunque Beatriz varias veces intente hacer trampa para que se armen situaciones que favorezcan la puesta en escena de su personaje y así Mariana se ría. Algunas excepciones esta noche están permitidas y Nelly solo exclama un “¡uuuy la que se viene!” entre risas mientras Beatriz acomoda las fichas de un mismo color y con números consecutivos. 

—Esta hace trampa, seguro le vino todo armado, mirá que va a bajar todo tan rápido. Siempre hace lo mismo, sigue las fichas que junta y se arma los muertos como le gustan —sostiene Marcela. 

De pronto, aquella frase parece resonar con doble filo en la cabeza de Mariana. “Armarse los muertos”, piensa para sus adentros. En el Burako, el “muerto” es simplemente ese pequeño montón de fichas extra que uno levanta cuando se queda sin piezas en la mano; es un término técnico inocente para esas fichas reservadas. Pero en la mente de Mariana, el término no suena tan inocente. Piensa en los suyos, en los que también tuvo que “armar” para seguir adelante. Quizás todos, de algún modo, hacemos eso: acomodar nuestros muertos, darles forma, ponerlos a un costado para poder jugar otra vez. 

Mientras nadie mira, Mariana intenta recoger las últimas cinco fichas de su tablero y colocarlas en fila, pero el orden se le pierde como los deseos que no sabe nombrar.

Por varios segundos mira su tablero fuera de foco: las fichas se confunden, los colores se disuelven, el sonido de las risas se aleja. Poco a poco se le nublan los ojos hasta que las lágrimas brotan sin aviso, pesadas, inevitables. Beatriz queda inmóvil, con una ficha suspendida entre los dedos, sin entender qué falló en su personaje. Susana, que está a su lado, se inclina para arrodillarse junto a ella y comienza a acariciarle la espalda con palmaditas tranquilizadoras, murmurándole unas palabras que sólo Mariana puede escuchar. Marcela intenta romper la solemnidad:

—Está muy bien llorar, nena —dice—. Sacalo del cuerpo, sacá todo ahora.

Mariana intenta responder con voz temblorosa, a pesar del nudo que le sube por la garganta, pero no puede porque los deseos, al contrario de las fichas, no obedecen filas. 

—Perdón… es que hace mucho que yo…

Nelly la interrumpe, con su tono maternal y práctico de siempre mientras le acaricia la espalda:

—¿Trajiste la ropa para lavar?

—Ahora no, Nelly —la reprende Marcela, con fastidio—. Estamos hablando de otra cosa.

—No —responde Nelly, sin levantar la vista del tablero—, estamos hablando de lo mismo.

El silencio se instala de nuevo. Las fichas quedan quietas sobre la mesa, los cigarrillos consumidos hasta la mitad. Afuera, un viento leve se cuela por la ventana entreabierta y hace vibrar la cortina. Nadie se mueve. Mariana observa la ficha que tiene entre los dedos —un cinco rojo— y siente que late, apenas, como un corazón diminuto.

Stefanía Zambelli

Stefanía Zambelli
Stefanía Zambelli
Nacida en Mar del Plata en 1995, Stefania Zambelli es docente de Letras y amante de los gatos —Malbec y Pelusa, sus fieles cómplices de escritura—. Coordina talleres en el Club de Lectura A Viva Voz, un espacio que impulsa la reflexión y el diálogo desde una mirada crítica y situada, vinculada a los estudios de género y las problemáticas sociales. Este es su primer cuento publicado.

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