Desde temprano están con las muecas y el humor del invierno. No me llevo bien con los mayores, cuando no quiero hacer un mandado o alcanzarles las herramientas, enseguida empiezan con la historia de la mamá, a refrescarme que se desangró en el parto, que se quedó ahí mismo, sin mirarme ni ponerme a la teta, los ojos en blanco. Soy la última de su camada. Ellos se la pasan hablando de todos pero lo hacen bajito cuando maldicen a la tía Medarda, a la que nosotros no llamamos mamá aunque esté con el papá y sus hijos sean nuestros hermanos, además de primos. Repiten lo que escucharon del tendero, que a ella, a Medarda, se le estaba pasando el cuarto de hora, allá en la ciudad, que se estaba quedando ociosa y soltera, por eso la mandaron a que ayude con los hijos de la hermana muerta, a terminar de criarnos, y a ver si ponía algo de orden en la chacra. Que el papá estaba muy ocupado con el campo y la casa se le venía abajo. Pero qué iba a hacer, si Medarda recién terminaba de acomodar su ropa en los estantes y ya andaba con panza de hijo. Y claro, una vez que le nacieron los primeros bebés, el cariño y la atención se achicaron para el resto.
Con el crecer de la cría, los de la primera camada nos volvimos medio invisibles, los más grandes empezaron a usar las máquinas y ya salen con el papá a trabajar, el resto nos quedamos en la casa. Pero no quietos, eso no se puede. Para repartir las tareas se armaron camarillas, el grupo de los fornidos hace ordeñe, faena y preparaciones de la cocina. Otro grupo anda con los asuntos de la limpieza, la costura, la huerta, las compras; y así los días. Todos parecen dedicarse a cosas importantes, nosotros tratamos de ser invisibles.
Sita me lleva un año e Hilario dos, más o menos, las edades exactas no las sabemos. Él es medio enclenque y bastante vago, por eso se junta con nosotras para pasar el rato, porque le esquivamos al esfuerzo, robamos, nos escapamos. Lo que más nos gusta es sentarnos en un tronco al costado del río. A veces comemos dulce, otras veces fumamos tabaco o las hojas de lechuga salvaje que secamos a la sombra del alero. Pero antes, tenemos que sacarnos de encima esas tareas bobas: tirarle maíz a las gallinas, juntar sus huevos con muchísimo cuidado, sacar los yuyos de la huerta, o salir al almacén por pilas o alcohol cuando los mayores se olvidaron. Si nos distraemos, también se nos quieren pegar los bebés nuevos porque a Medarda se le van de los ojos, los pierde en todos lados. Ella dice que no da abasto y sabe andar con uno colgado en la teta y otro de la mano.
De todas las tonteras que tenemos que hacer, acercarme al chiquero es lo que menos me gusta. Los chanchos me dan desconfianza, gorditos, resbalosos, chillones; parecen mansos pero no les creo, tienen esa mirada así, chiquita para su cara. Mirada escondedora. Un día vi a uno comerse la cría de otro, un asco. Bien blanditos y rosados, se parecen a los bebés desnudos, si hasta les gusta ensuciarse y llorar igual que ellos.
Hoy fue uno de esos días. Amaneció fresco, filoso pero despejado, terminamos el mate cocido caliente y ya teníamos que sacar las sobras de ayer que habían quedado en la cocina. Dos tachos con cáscaras de zanahorias y zapallos, semillas, huesos de gallina, afrecho y barbas de choclo. Era algo para despachar rápido, había que tirarle eso a los chanchos y cargarles el bebedero. De pasada, Sita manoteó un pan a escondidas y se lo metió en el bolsillo, parpadeó fuerte porque todavía no aprendió a guiñar el ojo. Recién hecho el pan, podíamos olerlo. El agua había que cargarla afuera, de la bomba, eso significaba otra ida y venida hasta el bebedero.
No la sentimos detrás, no sabíamos de dónde ni en qué momento nos había seguido. Tampoco nos explicamos cómo llegó sin hacer ruido pero ahí estaba: la última bebé que gateaba se había trepado al bebedero. A medio cuerpo, en el borde, hacía un equilibrio sin gracia, con ese cuerpito rechoncho y lleno de mugre con el que se arrastraba por toda la casa, resultaba indistinguible del resto de los cerditos que tomaban agua. Con Hilario nos miramos apenas. Sita resopló y comenzó a alejarse. En cuanto la vimos enfilar para el camino, la seguimos.
Atrás sentimos un chapoteo en el agua, llantos y esos grititos que tanto molestan a toda hora. Los chanchos se pusieron como locos y se sumaron al quejido. Con ese lío, dijimos, alguien en la casa se iba a preguntar qué pasaba. Para nosotros ese coro ruidoso se apagaba, y molestaba cada vez menos, en lo que masticábamos el pan y olfateábamos la cercanía del río.
Emilia Vidal