Fui sacerdote de los antiguos dioses. Mañana ya no seré o sólo seré en esa región donde los hombres ya no son carne y coyuntura, sino parte del Dios.
Mi atributo era la magia de los viejos hombres que no adoraban más que la luna y el fuego. En mi pueblo era uno de los más poderosos y mandaba sobre el gran ejército del rey, que cuenta más guerreros que los dedos de un hombre y casi iguala el número de los dioses, que son treinta. Pero, un día, mi poder acabó, porque fueron la revelación y el escarnio.
Todo empezó cuando hacia oriente un cazador vio el humo. Nuestro saber enseña que el humo es hijo del fuego y el fuego hijo del hombre, pero también enseña que nadie habita el oriente y que nadie puede cruzar el desierto hacia oriente sin ser visto. El rey, entonces, preguntó y yo encontré la respuesta en las vísceras del tigre y en las cenizas que dejó al arder la lanza que mató al tigre. Y dije a mi rey y a mi pueblo que nuevos seres, hijos quizás del sol, nos acechaban, que eran seis (como las formas del fuego) y que su deseo estaba oculto al propio saber de los dioses. Y así, el rey me ordenó emprender el peligroso viaje y atrapar a los hijos del sol.
El viaje duró tres veces el sol y ya temíamos que el oriente terminara, cuando les dimos caza. Eran seis, como habían predicho los dioses con el tigre y la lanza, pero los dioses no habían predicho que eran monstruosos. Eran un poco más pequeños que un hombre y mucho más débiles: apenas resistieron nuestro ataque. Aunque iban vestidos, eran sin duda bestias y su cara estaba poblada de pelo, como la de un chacal. Lo más extraño en ellos (lo más repugnante) era que toda su piel era del color de la palma de un hombre, e incluso más clara. Los guerreros, que no notaron sus manos (invisibles para ellos) los obligaron a andar al modo de las bestias.
Mientras volvíamos a casa, noté que los seres eran más débiles de lo que había pensado y que no podían ser hijos del sol, porque su piel no podía tolerar su rigor. Sin su ropa (de la que los habíamos despojado por considerarlos indignos de su uso) su piel se encendía como el carbón, lo que les provocaba un gran dolor, pero no había magia en su voz y sólo gruñían o sollozaban ante el castigo.
De nuevo ante mi pueblo, nuestra victoria fue aplaudida y nuestro ejército gozó del favor de las mujeres y bebimos el jugo fétido que produce la torpeza y la risa y bailamos y cantamos para agradecer las artes y la amistad de los dioses y, acabado el fervor, el rey decretó la esclavitud de las bestias y me señaló como al más sabio de los tiempos.
Pero mi destino no sería la gloria. Fue tres veces el sol y en la noche tuve el más extraño sueño y en el sueño la revelación del dios, que habría de condenarme. El dios apareció ante mí, bello como ningún otro dios. Con horror, vi que su cara no era la de un chacal o un búho, sino la de un hombre y que no tenía color alguno ni hablaba usando los labios. El antiguo secreto de los sacerdotes, que yo había heredado de mis sucesores, hablaba de un dios detrás de los dioses, cuya cara era humana y cuyo saber era entero, pero su culto estaba vedado al vulgo, y yo mismo lo había olvidado. Sentado en un trono de luz, el dios me habló y sus palabras me horrorizaron porque, sin ser una orden, la implicaban.
Entonces desperté.
El piso de tierra estaba humedecido por mi sudor y debí contener el grito que el miedo había puesto en mi boca. Tenía que actuar rápido y sin despertar a nadie. Me vestí y salí de mi choza en silencio.
La noche era negra como la piel de un hombre.
En la oscuridad, con la ayuda del dios, dije el hechizo más poderoso que haya dicho un hombre y las cuerdas se despedazaron como atacadas por el fuego.
Fui encontrado por un cazador. Indigno de la lanza de los guerreros y de morir en la noche, mañana seré lapidado al alba por los ancianos. Me río de ellos y del rey y de la muerte, porque el dios detrás de los dioses me permitió, sólo a mí, al humilde, al tan poco ante él, ver su grandeza en los ojos de los que liberé en la noche; porque sólo a mí me dejó ver, en las caras de los seis, en cada una de sus blancas caras, la cara de un hombre.