La Mama

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Mis primos y hermanos éramos la cuarta generación, la última, o sea “la ropa tendida”. Eso significaba que no se nos explicaban las cosas porque mucho no entendíamos. Uno de esos temas –de los que no se hablaba– era nuestra bisabuela, la Mama. Lo que le pasaba a la Mama: se estaba muriendo. 

La verdad es que no nos unía una relación muy afectuosa. Para cuando mi memoria empezó a guardar sus mentiras y baratijas, ella era una viejita intransigente que andaba con la paciencia en números rojos. Si apenas habíamos dejado de gatear y ya nos chamuyaba con historias que no entendíamos, que la tenían de reina de la milonga, de incendiaria o de justiciera urbana. Bastante seguido nos mandaba a la reputísima madre que nos parió, o sea su nieta, cuando se avivaba de nuestras jodas. Todas bromas inofensivas, por ejemplo, cuando nos pedía que cambiemos el canal en la Hitachi –la perilla tenía unos doce canales y hacía un tracatraca estridente cada vez que se giraba–, si ella nos pedía que le pongamos el diez íbamos hasta el once y le preguntábamos ¿ahí mama? Nooo, el diez, el diez te dije nene. Ah, bueno, tracatraca al nueve, ¿ahí? ¡El diez!, ¡el diez te dije, te pasaste! Y volvíamos al once y luego al siete y así hasta que se hartaba y nos mandaba a todos a la mismísima mierda, mocosos insoportables.

En los últimos tiempos no se levantaba de la cama y a nosotros ya no nos hacía tanta gracia hacerla rabiar así que la agarramos de cómplice para joder a la abuela, le enseñábamos cosas para que las repita a la hora de los medicamentos o de las comidas. La mayoría eran tonteras del tipo achalay my brother con tonadita del pago o rapear el tema de MC Hammer, que ella cantaba cantachdis, cantachdis. Con eso lográbamos que la abuela deje de  fruncir la cara, haga un paréntesis en su enojo crónico y por dos segundos se ría. Fuera de esas pausas, la cosa andaba un poco tensa, tomate esto mamaá, pero mirá lo que hiciste, tiraste todo, te dije que no lo limpies, ¡dejá!

Una vez nos pasamos un poco de la raya y la abuela se enojó feo. Habíamos conseguido un video de La Chicholina, pero le pusimos una etiqueta con el título “Oscarcito en la bandera” y se la dejamos en la mesita de luz de la mama. Ella nos miraba y aplaudía. Le dijimos que en cuanto venga la abuela le pida ver eso. Siii, claro mijo, ¿vos quién sos? Otra vez, nos lo preguntaba a cada rato y siempre le contestábamos lo mismo: Juan, Oki, Beto, el colo y Sebas. ¿Se acuerda de pedirle eso, mama? Sí, sí, claro. De ahí salimos a pelotear al patio. Cuando escuchamos la puerta de entrada, con Juan nos metimos en el cuarto para escondernos detrás del biombo de mimbre, los demás tuvieron que esperar afuera. Nunca pensamos que la abuela se iba a atragantar así con la tostada. En cuanto escuchó nuestras risas, se descalzó la chancleta de goma celeste y entendimos que había que correr con lo que nos quedara de aliento.

En lo que la Mama se iba apagando, la abuela empezó a arrastrar más los pies y a resoplar más seguido. A nuestro modo de ver, ella también estaba perdiendo la gracia. 

Una mañana, vino la ambulancia y entraron dos tipos de uniforme con una camilla con rueditas; fueron al cuarto de la Mama. Nosotros nos asomamos con los ojos, de lejos, para no estorbar. Para eso teníamos un sensor de precisión, sabíamos muy bien cuando el clima estaba caldeado y cuando el castañazo se disparaba solo. Estábamos calladitos y con las caras largas, un poco por miedo a la chancleta de la abuela y otro poco se nos había contagiado el ánimo. Cargaron a la Mama en la camilla, no se movía mucho, tenía la boca entreabierta. Corrí junto a los tipos de uniforme, me intrigaba saber cómo era una ambulancia por dentro, me la imaginaba con máquinas relucientes y vaporosas, botones con luces, tubos de colores, pantallas y bips neumáticos. 

Durante el tramo hasta la calle, el cuerpo de la Mama se zangoloteaba sobre la camilla que pasaba entre las baldosas desparejas. Pensé que se iba a romper. Los tipos pararon junto a la parte trasera de la ambulancia, uno de ellos abrió las puertas de par en par y subió para acomodar algo. Ahí pude, cabeceando, mirar para adentro. Fue una gran desilusión. La parte de atrás de la ambulancia tenía un piso acanalado con la pintura levantada en varias partes, había objetos de metal pintado de blanco y otra camilla con la cubierta rajada en la que se podía ver algo de goma espuma seca y oscurecida. El resto era un desorden de papeles, bolsas y unas mangueritas transparentes. 

En ese momento, justo antes de que la suban, la Mama me miró como si me reconociera y me sacó la lengua. Se la devolví e hizo una mueca. Lástima que la abuela me pescó riéndome ahí parado, frente a la ambulancia en la que recién cargaban a su madre. Me cazó de una oreja y me mandó a que entre a la casa, a los tirones, no tienen respeto por nada, decía. Luego volvió para irse con la Mama al hospital. 

Después de unos días, la abuela volvió a la casa, sola y –creo– un poco más chiquita. Era eso o que nosotros habíamos crecido.

Emilia Vidal

Emilia Vidal
Emilia Vidal
Nació en Mar del Plata, en 1979. Es licenciada en Ciencias Biológicas.Algunos de sus poemas y relatos fueron premiados y/o seleccionados como finalistas en concursos literarios (Conurbana Cult 2016, N° 23 de revista Boca de Sapo 2017, Biblioteca Popular Babel 2017, Ciclo de Lecturas De amor locura y muerte 2017, Concurso Literario Gonzalo Rojas Pizarro 2018 y convocatoria de Una Brecha “Cuentos a la calle” 2018). En 2018 publicó el poemario Algunos Absolutos Medibles.Su libro La desnudez de los huesos se encuentra próximo a ser publicado con la editorial Azul Francia.

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