Piacenza, diciembre de 2008
«Todos los jóvenes se parecen, pero los viejos lo son cada uno a su manera», meditó Benito Berni sentado en la fastuosa sala de su castillo. Llegaba a esta conclusión mientras miraba en un estante de la biblioteca el libro de Tolstói y el portarretrato de plata antigua que descansaba a su lado y lo mostraba jovencísimo. La idea de que cuando se es joven hay cientos de cuadraditos en el calendario por llenar y una historia por ser vivida, le hacía creer que esa expectativa por lo que vendrá era lo que igualaba las vidas de pocos años vividos; pero que, ahora, al llegar a los setenta y cuatro años, la historia propia que acarreaba sobre sus espaldas lo convertía en un viejo a su manera. Concluyó: «Se es viejo como se puede, cargando con la existencia que se tuvo y recordando la esencia con que uno impregnó los años».
Se levantó del sofá y una mueca de malestar se grabó en su rostro. La última década también le había traído el dolor de rodilla. Se acercó a la biblioteca. La tarde ya casi acababa y por la ventana ingresaban los últimos rayos de luz. Tomó su foto entre las manos. La imagen le mostraba su mechón de cabello rubio en la frente que volaba al viento, vestía botas altas de cuero y saco de nobuk; estaba en la puerta del castillo y un poco más allá se alcanzaba a ver un camión de mudanza. Recordaba ese día como uno de éxito; sin embargo, lucía serio y su mandíbula, apretada. En realidad, si lo pensaba bien, no tenía fotos que lo mostraran sonriendo. Las únicas que lo revelaban alegre eran dos o tres de su vida de niño; más precisamente, de su vida hasta los nueve años. Hasta septiembre del año 1943.
Así de sencillo y así de complicado: una fecha y un antes y un después en torno a ella. Una jornada que determinó con qué llenaría él los cuadraditos de su propio calendario. Acomodó nuevamente la foto en la biblioteca atiborrada de libros cuando la voz de la mucama lo sacó del ensimismamiento.
—Signore Berni, la cena estará lista en media hora. ¿Le pongo la mesa en el comedor diario? —interrumpió Saira, la joven mujer de color, vestida con delantal y cofia de encaje blanco. Lo hizo desde la puerta, parada junto a la escultura de dos niñas hecha por el maestro Francesco Mochi.
—No… Dispóngala en el comedor dorado —ordenó. Saira supo que el señor aludía a la sala cuyo techo estaba coronado con una moldura pintada en oro, el lugar destinado para atender a las visitas. Sin embargo, nadie había comido allí en los últimos años; al menos, nadie desde que ella trabajaba en el lugar.
—Como usted diga, signore… ¿Le prendo las luces? ¿Le corro las cortinas?
—No, lo haré yo —dijo terminante.
La empleada se retiró sigilosamente. Había ocasiones en que era mejor no molestar a su patrón; interrumpir a Berni en uno de sus momentos de introspección podía desatar su cólera, la cual ya había sufrido en un par de oportunidades. Pero el sueldo que pagaba, lo compensaba; trabajar en la casa de la nobleza italiana requería cierto tacto y paciencia. Y ella, con tal de recibir su pago y no tener que regresar a África, lo consentía.
Benito encendió las luces y las arañas de cristal desplegaron su brillo sobre la bella sala, los muebles antiguos, la cristalería y las pinturas costosas relucieron. Luego, fue hasta el ventanal y cerró los cortinados de terciopelo rojo. La noche ya casi caía por completo. Caminó hasta su escritorio y de uno de los cajones sacó un sobre abierto del
que tomó la misiva que comenzó a leer, tal como lo había hecho una decena de veces desde que había llegado.
Roma, 3 de diciembre de 2008
Estimado Señor Benito Berni:
Nos complace comunicarle que, al fin y tras siete años de intensa búsqueda, nuestros esfuerzos han sido coronados con el encuentro de la pieza que usted nos encargó. Finalmente, el jarrón de la dinastía china Ming está en nuestro poder. En quince días, contados a partir de la recepción del depósito bancario, recibirá la pieza en su residencia.
Lo saludamos muy atentamente y le deseamos que pueda disfrutar de tan bella obra de arte. Ha sido un placer hacer negocios con usted. Y quedamos a su disposición para lo que desee.
Señor Paolo Cerezo
Galería de Arte Mancini
Volvió a meterla en el sobre. Su secretario había hecho el pagoesa mañana, por lo que la cuenta regresiva de los quince días comenzaba en ese momento. Cumplidas las dos semanas, alcanzaría la meta que se había propuesto hacía muchos años. No podía creerlo. El día estaba llegando, se sentía extraño. Miró a su alrededor y se emocionó al ver todos los objetos queridos que lo rodeaban. Allí estaban todas las cosas conseguidas a través de los años: muebles, alfombras, obras de arte. En apenas quince días, ingresaría a la casa la última pieza anhelada. Toda una vida consagrada a lograr esto, a armar la casa tal como se veía en el fatídico día de septiembre de 1943. Y ahora, que estaba a las puertas de cumplir con su viejo deseo, tenía ganas de llorar. ¿De alegría? No, el sabor de su boca era amargo. ¿De tristeza? Tampoco, él siempre supo que, cuando lo lograra, ya no habría ninguna razón por la cual vivir. Las lágrimas eran de emoción. Miró otra vez a su alrededor: allí estaba el palacio tal como lo veía él desde su niñez, tal como lo había tenido su familia hasta la nefasta mañana en que su existencia se partió en dos. Y él había sido el encargado de recuperar cada objeto. La vida le había dado la revancha de poder hacerlo. Pero ese logro, lejos de darle consuelo, lo llenaba de rabia y dolor. No sentía la plenitud que había creído que sentiría. Las lágrimas se agolparon en sus ojos y el miedo a que sus sentimientos se descontrolaran lo hizo revestirse de una coraza,como siempre lo había hecho. Tragó el gusto salado ante la negación del llanto y se tranquilizó.
Un instante y ya había pasado. Había sido un momento de debilidad, uno de humanidad. Miró el reloj de la pared; marcaba las ocho de la noche.
Se sirvió una copa de su vino preferido, un ortrubo de la zona, y comenzó a consumar el ritual que realizaba cada noche antes de la cena: con la bebida en una mano y un lápiz en la otra, repasó el listado y punteó uno a uno los objetos con los que convivía. Por fin, tildó también el que acababa de conseguir. Sus ojos se posaron sobre las primeras palabras de la lista: mesa antigua de nogal, reloj de pared traído de Suiza por sus padres, escultura de Neptuno con tridente, cuadro de Boldini. Y continuó el repaso. Cuando lo terminara, cenaría, ya que hacerlo le llevaba exactamente veinticuatro minutos. De tanto repetirlo, lo tenía cronometrado.
Esa noche quería cenar en el comedor de oro porque era un día para festejar. Bebió el último sorbo de vino y lo decidió: cenaría en ese comedor cada una de las veladas que le quedaban hasta la llegada del jarrón porque —ya estaba resuelto— serían las últimas quince cenas de su vida. Con la llegada de la única pieza que faltaba para que la casa de los Berni recobrara aquel esplendor que tuvo hasta el día de su cumpleaños número diez, todo acabaría, incluida su propia existencia. Porque él se quitaría la vida; ya no habría razón por la cual vivir. Lo haría con la pistola Beretta que fuera de su padre.
La soledad era demasiado pesada; y la venganza, amarga. Habiendo cumplido su cometido ya no quedaba ningún deseo en su interior, reconoció fríamente.
Minutos después, mientras iba rumbo al comedor, se detuvo frente a las pinturas ubicadas junto a las escaleras de mármol blanco. Eran tres, las únicas que no habían ido a parar al salón de los cuadros ubicado en la planta alta. Habían sido puestas allí porque eran imágenes humanas de tamaño natural hechas con gran realismo. Las contempló con detenimiento. Esas figuras lo habían acompañado a lo largo de los últimos años. Eran las únicas que habían visto sus cavilaciones, sus dudas, su soledad; incluso, hasta podían atestiguar la emoción que le provocaba la llegada de cada objeto conseguido. Allí estaban las tres imágenes majestuosas: La pastora, concebida por Luca Donatello; El carpintero, por Manguardi, y El maestro Fiore, pintado por Gina Fiore, su mujer. Les sonrió sintiendo que los tres —la pastora y los hombres retratados— entendían que la despedida se acercaba. Luego, con paso lento, se marchó. La cena estaba servida.
Pero mientras se sentaba a la mesa, una nueva y férrea melancolía se asió a él: por un momento, la presencia de sus padres, Aurelia y Mario Berni, se le hizo palpable. Estaban allí y parecían acompañarlo. Sólo quince días más y se reencontraría con ellos. Los recuerdos de esa familia feliz que algún día había formado junto a sus hermanas, Lucrecia y Lucila, lo embargaron… Apretó los ojos con fuerza y pudo ver la imagen de su padre: vestía de militar, con la pistola pegada a su cintura…
Italia, septiembre de 1943
Mario Berni observó el bosquecillo que tenía enfrente y, al encontrarlo familiar y cercano a su casa, se apretó la gorra contra su cabeza en un intento de esconder su cabello rubio. No quería que nadie lo reconociese por ese camino de montaña, aunque por su altura y tamaño no era fácil pasar desaparecido. Unos kilómetros antes se había cruzado con un par de desconocidos que le habían sostenido la mirada de mala manera. Por las dudas, palpó el bulto que tenía en la cintura y comprobó que la pistola Beretta estuviera lista para ser desenfundada. Por esos días, el ambiente en Italia estaba enrarecido; ya no se sabía quiénes eran del bando propio y quiénes, del ajeno. Hacía una semana que deambulaba por las rutas, camino a Piacenza, donde estaban su casa y su familia. Desde que había salido de Salerno, gran parte del trayecto lo había hecho en un camioncito, pero la locura de los acontecimientos hizo que tuviera que bajarse, montarse en otro y, ahora, hacer el último trayecto a pie. Italia estaba en guerra. Y Alemania, la otrora aliada, ahora era su enemiga. En un primer momento, ni él, ni su compañía, habían podido creer que los alemanes, que estaban apostados en Italia, podían convertirse en sus adversarios. Pero la firma del armisticio del 8 de septiembre con los aliados así lo había instituido. No había dudas; a él le había quedado más que claro. Sobre todo, después de la situación vivida a la orilla del mar, en la caverna de Salerno, lugar donde se hallaba instalada su compañía el día de la firma del pacto. Recordar la imagen de lo sucedido lo llenó de horror: mientras su grupo se encontraba reunido allí, estudiando los mapas para un ataque, los alemanes irrumpieron con violencia. Tras unos minutos de caos y descontrol, los antiguos aliados les exigieron la rendición. Pero su compañía, que todavía era fiel a Víctor Manuel III, el rey de Italia, se negó y desató una ráfaga feroz de las metralletas. El primero en caer fue su amigo Ferrante Gonzaga que, al grito de «¡Un Gonzaga nunca se rinde!», se desangró frente a sus ojos. Que él estuviera vivo y hubiese podido escapar, era un verdadero milagro. Una explosión fuera de la caverna había distraído a los alemanes y le permitió escabullirse. Aunque gustoso hubiera dado la vida, porque su fidelidad era para el rey, quien les había ordenado que defendieran su posición en la gruta. Durante el último tiempo, en el interior de esta había funcionado gran parte del Estado Mayor italiano y allí se habían tomado importantes decisiones.
«No se es de la nobleza sólo por tener título de noble; se es por los valores y la valentía», eso le había enseñado su padre, el conde Berni. Al igual que a Gonzaga el suyo; por eso había dado la vida. Los Berni y los Gonzaga, ambas familias nobles, habían sido amigos y vecinos desde la época del papa Borgia. Sus castillos eran cercanos. Entre sus títulos, Berni ostentaba el de conde de Ciccolo; mientras que Gonzaga, el de marqués de Vodice.
«Patria y rey, o muerte», así los habían criado.
Pero tanto sacrificio y muerte por esa patria dolida comenzaban a parecerle absurdos en estos momentos en que las órdenes cambiaban día a día y reinaba la confusión. Ya no se sabía contra quién se peleaba. El propio gobierno italiano que, a través de Mussolini, les había inculcado que el amigo era Alemania, y ahora, después del armisticio, a través del rey y del primer ministro Badoglio, les decía que Alemania era el enemigo. Estas discrepancias habían traído la muerte de sus hombres, de su amigo, y, estaba seguro, seguiría trayéndola porque en la confusión el pueblo italiano comenzaba a dividirse en dos bandos: los fascistas, que seguirían apoyando a los alemanes; y los partisanos, que no lo harían. Inexorablemente, Italia se sumía en una guerra de guerrillas, en una guerra civil. Lo veía en los últimos kilómetros que llevaba caminando: no sólo debía cuidarse de que los alemanes no lo tomaran prisionero, sino también de cualquiera con quien se cruzase. Los que estaban en desacuerdo con los alemanes,huían a las montañas; y los que se quedaban, se amalgamaban con el enemigo, delatando a sus hermanos italianos. Bastaba que alguien portara el uniforme italiano para que los germanos lo tomaran prisionero y lo enviaran a Alemania a cumplir trabajos forzados. El día anterior, apostado en la montaña, había observado la hilera humana que caminaba junto al río; allí, a punta de pistola, los alemanes embarcaban a un millar de prisioneros. Al ver esto, había decidido quitarse el uniforme. Ya no estaba claro a quién se respondía y él quería llegar sano y salvo para ver a su familia. Después de estrecharlos en un fuerte abrazo y de garantizar la integridad de los suyos, vería cómo ponerse a disposición de los altos mandos para continuar la lucha. Por ahora, todo era confuso. Por eso llevaba el uniforme escondido en la mochila pegada a su espalda. Portaba su arma, sí, y una granada a la que sólo bastaba quitarle el seguro para volar en mil pedazos. Se había prometido a sí mismo que los alemanes jamás lo tomarían con vida; antes, prefería morir despedazado. Sabía que en Roma habían arribado de improviso paracaidistas alemanes que fusilaron sumariamente a todos los soldados italianos que habían encontrado a su paso. Los cuerpos habían quedado tirados en la calle, sin siquiera un entierro digno. Por eso, ante tanta incertidumbre y caos, él regresaba a su casa. Su mujer, Aurelia, acababa de dar a luz una hija en el castillo de Piacenza, donde vivían con Benito, su hijo varón de nueve años, y las mellizas Lucrecia y Lucila. Tendría que ser cuidadoso; no sabía bien qué lo esperaba. Había escuchado que los alemanes estaban por toda Piacenza. Y aunque él no portaba su uniforme, no hacía falta saber
mucho para tener claro que los Berni habían luchado con fidelidad hacia el rey hasta el último momento. Y eso, en estos tiempos, en que la vida valía tan poco, podía costarle la suya.
Piacenza, castillo de los Berni, septiembre de 1943
En el castillo de los Berni, ubicado en la colina de Ciccolo, los niños jugaban en el parque ante los ojos protectores de sus nanas. A pesar de la guerra, las formas no se perdían; por lo menos, no todas,porque las niñas llevaban vestidos blancos de puntillas, rodetes detrenzas en sus rubias cabezas y no se les permitía gritar aunque entablaran una verdadera batalla campal con los cachorros mastines napolitanos recién bañados por el jardinero. Muy cerca de ellas dos, Benito, el mayor y único hijo varón, tomaba clases de equitación y era corregido de manera exigente por su profesor. Los ojos de Aurelia, su madre, en camisón de encaje hasta el piso, observaban el panorama desde la privilegiada vista de la ventana de su cuarto que dominaba el parque. Ella, con el claro cabello largo lleno de rulos,
acunaba dentro de la casa a la nueva integrante de la familia, la nacida hacía sólo días.
En un principio, la guerra no había cambiado mucho la vida acomodada de los nobles como los Berni, pero, al extenderse la contienda, algunos hábitos se iban trastocando y por más que se dispusiera de dinero, a veces, costaba conseguir ciertos alimentos, la nafta para el auto era un lujo y los viajes se hallaban suspendidos por completo, al igual que las fiestas. Ya no se celebraban ni los cumpleaños. No era época para festejos, como tampoco para clases especiales. Con pena, Aurelia Berni había tenido que suspender las de pintura y escultura y prescindir del profesor Rodolfo Pieri. Resignada, sólo había autorizado que sus hijos continuaran con las de equitación, impartidas por uno de sus trabajadores; y las de historia, que las daba la institutriz de la casa. Despedir al hombre le había dado pena. Era, sin dudas, un apasionado del arte. Lo había visto contemplar por horas algunas pinturas, como el retrato hecho por Giovanni Boldini, de quien se confesaba admirador. Pero lo terrible de desocuparlo era que el pobre Pieri tenía una familia por alimentar y se quedaba sin trabajo. Pero, ¿qué hacer? En estas épocas, ya sea por dinero, o por riesgo, todo debía reducirse. Aun así, ella cuidaba los detalles del castillo para que los niños no sufrieran demasiado los cambios. Y lo lograba, porque ellos crecían felices; lo comprobaba esa tarde por la ventana al observarlos reír con ganas. Su familia era su tesoro; en especial, para ella, que no había tenido una de niña. La suya, lo era todo y más; como así también, lo era el amor de su marido. Por eso se llenaba de ansiedad al saber que las costas de Salerno que él defendía habían sido tomadas con violencia por los alemanes.
La encargada de la cocina se presentó ante la señora de la casa y la sacó de su contemplación. Quería instrucciones y ella se las dio:
—Cenaremos en el comedor dorado. Ponga la mesa para mí y losniños y agregue un plato más. Mi hermano, que viene de Verona, nos acompañará —dijo y volvió a mirar por la ventana.
Su hermano le había dicho que necesitaba hablar sobre un asunto importante, traía novedades de lo que estaba aconteciendo con los alemanes. A Aurelia, el corazón le dio un vuelco. ¿Y si le daba una mala noticia de Mario, su marido? Y de su boca salió sin su permiso:
—¡Puttana guerra! ¡Puttana guerra!
La mucama, que continuaba en el cuarto, la miró desconcertada. No era propio de su señora hablar así, jamás lo hacía. Una voz infantil siguió al insulto:
—¡Mamá, esa palabra no se debe decir!
Se dio vuelta sorprendida. Su hijo Benito acababa de entrar a la casa y le hablaba desde la puerta. Ella, con la mirada en la ventana y la niña en brazos, no se había percatado de su presencia.
—¿Has terminado ya con tus clases de equitación? ¿Te ha ido bien?
—Sí, muy bien.
—Entonces, prepárate para la cena.
—¿Puedo cargar a la niña?
Ella dudó. Benito venía de estar con los caballos y seguramente ni se había lavado las manos. Pero lo que le pedía era una de esas cosas que luego unían a los hermanos.
—Está bien, pero ten cuidado —dijo con ternura y se la entregó.
Benito le canturreó un rato a la beba. Y luego, sin saber qué más
hacer con ella, se la devolvió a su madre.
—Mi profesor dice que cabalgo tan bien, que ya estoy en condiciones de hacer un viaje de varios kilómetros. ¿Tú crees que podría ir a caballo hasta donde está papá?
—¿Hasta donde está tu padre? —repitió Aurelia conmovida.
—¡Sí! Tal vez, podría ayudarlo. Ya estoy grande. ¿Has visto hasta
dónde llego? —le preguntó. Y caminando hasta la puerta, se apoyó contra el marco donde estaban las marcas que atestiguaban su crecimiento.
Aurelia medía a sus hijos cada seis meses y la prueba quedaba registrada en esa puerta. No le importaba que se arruinara la pintura, ni que el marco quedara desprolijo. Para ella, lo importante eran sus niños y no las puertas del castillo. Esta era una costumbre instaurada por su marido Mario Berni, pero, tras partir a la guerra, ella la había
tomado a su cargo.
—¡Es verdad! ¡Estás más alto! —exclamó al ver por cuánto pasabaesta nueva medición a la última. Y agregó—: Pero no será necesario ir a caballo a ver a tu padre. La guerra terminará pronto y él regresará.Sabía que mentía, pero era necesario mantener el mundo infantil a salvo, cubierto de felicidad y protección.
—¿Cuándo terminará, mamá? Extraño jugar a las espadas con él. La última frase le rompió el corazón. Aurelia no tenía esa respuesta.
* * *
Dos horas después, la familia ya había cenado y ella y su hermano hablaban en la sobremesa aprovechando que los niños se habían retirado a sus aposentos.
—Dímelo todo. Explícame cómo fue en Verona —le pidió—. Quiero saber cómo fue que los alemanes tomaron el poder en esa ciudad esta semana.
—Después de una breve resistencia, la guarnición de Verona y su comandante, el general William Orengo, fueron desarmados. Él, incluso, fue deportado por las fuerzas alemanas. Pero aún hay tiroteos por todas partes. Ya sabes que algunas personas se están organizando y hacen ataques. Los partisanos han declarado una verdadera guerra de guerrillas.
—¡Qué horror! ¿Y en Milán?
—Igual. Ocupada Milán, detuvieron al general Vittorio Ruggero, el comandante de la plaza, y lo deportaron a Alemania, junto con sus soldados.
—¿Y qué harán ustedes? —dijo refiriéndose a él, a su cuñada y a sus sobrinos.
—Nos vamos, Aurelia. Eso quería avisarte. Nos vamos a las montañas, a la casa que la familia de mi mujer tiene allí. Ya sabes, todo es muy rústico, pero será mejor acarrear agua del río que perder la vida. Tú deberías hacer lo mismo…
—Lo sé. Dicen que de un momento a otro comenzarán los bombardeos, pero debo esperar a Mario…
—Mario vendrá en cualquier momento. Y cuando llegue, deberán irse.
—¿En verdad crees que vendrá? —preguntó con el rostro lleno de ansiedad.
—Es que si no ha sido tomado prisionero, tiene que hacerlo. Si no, ¿a dónde irá?
—A veces temo que esté muerto. Imagínate que dicen que Salerno fue tomada con mucha violencia y muertes —Aurelia puso en palabras los temores que no la dejaban dormir; y al hacerlo, sus ojos claros se llenaron de lágrimas. Su hermano estaba por responderle cuando alguien habló desde la puerta:
—¡Mi padre no está muerto! ¡No está muerto!
Benito, vestido de pijama, les gritaba a los dos.
—Hijo…
—Mamá, soy grande, déjame quedarme y enterarme de las noticias que cuenta el tío.
—Déjalo, Aurelia… Es verdad: no le hará mal estar al tanto de lo que está sucediendo. Ya casi cumple los diez años y estamos en época de guerra.
Sin muchas ganas, la madre permitió que pasara. Era verdad: cumpliría los diez años en sólo dos días.
Un rato después, Benito ya dormía en su lecho y el hermano de Aurelia se subía a su vehículo en la oscuridad de la noche. Pero antes de partir, se acercó a ella y le dijo en voz baja:
—Hay algo más que quiero decirte porque es necesario que estés preparada. Los alemanes han ingresado en algunas casonas de las familias importantes y han decomisado sus obras de arte más valiosas.
—¿Qué?
—Sí, como lo has escuchado —dijo y le nombró tres familias de alcurnia muy cercanas—. Puede que también vengan al castillo a querer llevarse tus cuadros, tus esculturas y…
—¿Y qué haré?
—Nada. Se los tendrás que dar. Tu vida y la de los niños valen más. Lo único que podrías intentar es esconder algo en el sótano de la caballeriza. No creo que busquen allí. O en la casillas de los empleados, pero asegúrate de que no sean fascistas, sino, terminarán delatándote —le advirtió, en alusión a los dependientes que vivían en las casas que rodeaban el castillo.
El rostro de Aurelia se contrajo de aflicción; las cosas cada vez se complicaban más. Se preocupaba de que sus hijos crecieran felices en medio de la guerra, de que su marido regresara sano y, ahora, además, tendría que pensar en salvar las obras de arte que había en su casa.
—Mantente atenta, Aurelia. Estoy seguro de que Mario vendrá en cualquier momento. Si lo hace, envíame un mensaje con la gente de la panadería. Ellos son de confianza y, ya sabes, van seguido a Verona; aunque, tal vez, ya no estemos allí…
Aurelia, preocupada, asintió con la cabeza, y luego de un par de frases más, lo despidió con un beso y bendiciones de protección para el viaje que estaba por emprender.
Tras ingresar a la casa, pasó por el hall y se detuvo frente a la sala principal. La miró con cariño: era el lugar más bello de la propiedad, atiborrado de obras de arte adquiridas por la familia Berni a través de las generaciones. Sus ojos se posaron sobre el jarrón de la dinastía Ming y la colección de estatuillas etruscas; luego, su mirada recorrió el marco laminado de oro del enorme espejo, el tapiz antiguo y la colección de cuadros que descansaba en la pared principal. Admiró por un instante el retrato pintado por Tiziano, que refulgía junto a otros. No podía perderlo. No podía perder esas obras de arte; eran parte de la historia de la familia, eran la herencia de sus hijos. Por lo menos, no todas. Y de inmediato, decidió que por la mañana temprano las llevaría al sótano de la caballeriza, donde a nadie se le ocurriría buscar. Durante décadas, el lugar no se había usado. Estaba por ir en busca de uno de los empleados para explicarle el plan del día siguiente cuando desde arriba le llegó el llanto de su bebé. Permanecía al cuidado de la nana, pero seguramente quería su leche. Se tocó los pechos y lo constató: era hora de la comida de su hija. Muchas mujeres de su posición utilizaban los servicios de una nodriza, pero ella disfrutaba amamantando a su beba. Estaba convencida de que era bueno para la niña más allá de que la medicina de la época sostuviera lo contrario. Subió las escaleras rumbo al cuarto y mientras lo hacía vio en la pared otros tres cuadros queridos: La pastora, de Luca Donatello; El carpintero, de Manguardi; y El maestro Fiore, de Gina Fiore. Con estos también tendría que hacer algo; los quería demasiado para perderlos, pensó, mientras el reloj dio las campanadas de las diez de la noche.
Florencia, 1943
En la ciudad de Florencia, el reloj del restaurante La Mamma también marcó las diez de la noche. A pesar de que su dueña, Rosa Pieri, no ofrecía cenas desde que la guerra había recrudecido, esa noche abrió porque debía atender una mesa grande.
Hacía unos días, desde que había sido tomada por los alemanes, la ciudad estaba conmocionada. El general italiano Chiappa Armellini, que estaba a cargo, los había hecho pasar sin oponerse. Desde entonces, el gobierno germánico se dedicaba a la captura y el desarme del ejército italiano. Aun en medio de estas anormalidades, la gente seguía comiendo; sobre todo, los alemanes, que, con dinero en el bolsillo, se movían como dueños y señores por todas partes. Su primo, Rodolfo Pieri, que ahora vivía en Milán, pero que años antes había compartido su residencia entre esa ciudad y Florencia, le había pedido que armara una cena para un grupo de oficiales alemanes. Y ella, aunque de mala gana, había tenido que hacerlo. En La Mamma no se le negaba la comida a ningún cliente; y menos, si pagaba bien. Además, tenía cierto compromiso con su primo porque le había aportado los datos que ella le había pedido sobre el paradero del cuadro que buscaba su amigo Fernán de Argentina. Rodolfo, después de haber investigado, le había dicho con claridad dónde se hallaba el retrato de Fiore pintado por su mujer, Gina. Conocía bien la casa porque había dado clases allí. Pero con la guerra todo se había complicado y Rosa y Fernán no se habían podido comunicar durante los últimos meses.
Cuando Rodolfo le pedía algo, como en esta oportunidad, Rosa trataba de ayudarlo porque, por culpa de la guerra, él se había ido quedando sin trabajo. Ya nadie estaba interesado por sus clases de arte y pintura. Hasta no hacía tanto, su primo dejaba a su familia en Milán y se instalaba por algunas semanas en un lugarcito del centro florentino donde enseñaba pintura. Pero la guerra había acabado con el interés popular por el arte y ahora sólo le quedaban unos pocos alumnos particulares, casi todos hijos de familias adineradas. Puesto que la gente suspendía más lo superfluo —y estas clases lo eran—, no sabía hasta cuándo seguiría dictándolas. Rosa imaginaba la ansiedad de su primo, quien debía afrontar ciertas dificultades para darle de comer a su familia. Era evidente que él, siempre tan ambicioso, planeaba hacer una tarea para los alemanes. Rosa no entendía muy bien cuál; tampoco le interesaba saberlo porque cuanto menos se supiera, más seguro se vivía. Pero había sido inevitable escuchar algunas frases en la sobremesa. Durante la comida, los militares sólo se habían dirigido la palabra entre ellos, pero al terminar de comer, como si recién allí hubieran descubierto a Rodolfo, le dieron instrucciones con frases secas y cortantes, mitad en italiano, mitad en alemán. Ella había distinguido algunas palabras que se repetían: «cuadros», «obras de arte», «confiscación», «ejército alemán», «vencidos», «vencedores», «dinero».
El grupo alemán terminó de tomar el café, pagó la abultada cuenta y se marchó.
Rosa se acercó a su primo, que escribía una lista en un papel.
—¿Quieres otro café? ¿Está todo en orden?
La voz de ella lo volvió a la realidad.
—Sí, todo salió muy bien, gracias. Por favor, si puedes, sírveme otro café. Necesito trabajar un rato más; luego, me iré —respondió.
—¿Te quedarás en Florencia?
Rosa se dio cuenta de que su primo, antes muy solicitado, ya no pasaba largas temporadas en Florencia para enseñar. Pieri, que siempre había estado yendo y viniendo de Milán, ahora casi ni aparecía.
—Sí, pero sólo esta noche; mañana parto —respondió Rodolfo,rogando que ella no le preguntara dónde pernoctaría. Si lo hacía, tendría que contarle que los alemanes habían pagado su noche de hotel.
—Entonces, te traeré un café y también un paquete con comida para que mañana se lo lleves a tu familia.
—Gracias, prima, muchas gracias.
Los alimentos se habían vuelto el bien más preciado. Rosa fue a buscar lo prometido y él se quedó redactando su lista. Esa noche, todo había salido bastante bien. Ahora le tocaba a él la parte de recordar, traer a la memoria las obras de arte que había visto para poder señalarlas. Algunas, las importantes y bellas, venían rápidamente a su mente:
1. Estación de carabinieri de Padua: cuadro valioso…
2. Casona de la familia Panetto: tres pinturas importantes y una escultura antigua…
3. Castillos de Piacenza…
Mordió la punta del lápiz. En esos castillos de Piacenza había
3. Castillo de los Berni: un Tiziano, un Boldini, una colección de estatuillas etruscas, una escultura de…
Él las había visto durante las clases que les impartía a los niños Berni. En realidad, durante las lecciones que ofrecía a las clases acomodadas, había conocido y apreciado personalmente casi todas sus obras de arte. Y esta tarea de información y señalamiento que le pedían los alemanes o la hacía él, o la haría otro. Era inevitable que los vencedores se quedaran con el botín. Se decía que los alemanes tenían compradores para todo en los países neutrales y que el Führer estaba armando un gran museo propio. Pero… ¿a quién podía importarle esto cuando se pasaba hambre? Nadie amaba el arte como él, pero ahora su prioridad era darle de comer a su familia.
Minutos más tarde, salió de La Mamma y se subió contento a su vehículo. La suerte mejoraba y algunas cosas cambiaban para bien, como volver a usar su auto. Después de meses sin utilizarlo por falta de combustible, esa semana los alemanes le habían provisto gasolina. Los oficiales querían sus servicios y se lo habían dicho claramente: habría compensaciones para los italianos que cooperasen. Sólo tenía que ver hasta qué punto se involucraba porque sería criticado. Su prima Rosa había hecho una mueca de disconformidad cuando entrevió lo que escribía en el papel, y ella no sería la única molesta. Pero este era un momento histórico para sacar provecho. Tal vez, con prudencia y sigilo, no sólo daría de comer a su familia, sino que también haría realidad algunas ambiciones económicas que amasaba desde hacía años. Observó la hoja de papel con toda la información que, doblada en dos, descansaba en el asiento y pensó cuánto valía lo escrito allí. Si sabía mover bien las piezas de este ajedrez, esos datos le servirían no sólo para subsistir, sino para ganar mucho dinero.
Viviana Rivero