La Feliz
Aquel verano del 88. Editorial Edhasa 2017
(Fragmento)
Algo raro sucede cuando la percepción de todos enfoca para el mismo lado. Nadie olvidará en La Feliz esa jornada, la neblina que persistió durante el día de la muerte de El Claun. Fue como una incursión o anticipo del otoño en La Feliz. El asombro seguía como comprimiendo la luz húmeda de ese día de una perplejidad desconocida.
Como si fuera un feriado, una Navidad o un Primero de Mayo, o como si se jugara un Mundial lejos, se expandía una letanía en toda la ciudad. Una porosidad que estaba en el aire. La gente pegada a las pantallas de televisión, que repetían sin fatigas la historia de El Claun, condensada, desde barrio de Pichincha en Rosario al Edificio Maral frente a Cabo Corrientes en La Feliz.
Estaban semivacías las playas.
Por Mogotes, comenzaban a desarmar las carpas hasta el próximo verano.
Esa tarde del sábado, ese mismo día de la muerte de El Claun, un hombre, un poco escorado a babor, remontó la cuesta de la avenida Colón. Como un gran comandante vikingo, decía su amigo Francisco Madariaga. Eran diez o doce personas los que siguieron a don Edgar Bayley hasta la costa.
Alguien llama, uno de los últimos libros de Bayley se presentaba esa misma tarde en La Feliz, averiada por la tragedia. En un bar que ya no está, pegado a Tio Curzio, de espaldas al Torreón del Monje, la voz de Bayley se deslizó, esa tarde noche, entre las cosas de este mundo.
La voz de Bayley era una letanía gozosa, un refucilo sordo que se apagaba en la luz.
Leyó don Edgar Bayley:
Y como me ha tentado siempre la claridad
Aquella vez cuando bajo un abierto y extendido sol
Comenzaron a encresparse las aguas de la bahía
Hasta adquirir un tinte violáceo
Y un gran pájaro blanco surgió de repente de entre las nubes
Batiendo sus alas y revoloteando suavemente a mi alrededor
Decidí que era el momento de arrojar estas palabras al mar
Porque la claridad que tanto he buscado
Sólo está en algunos silencios
En algunos espacios en blanco
Antes y después de unas pocas y triviales palabras
.
Leía don Edgard Bayley ese poema como recién desembarcado de una barcaza de avellanas, de espaldas al runrún de la muerte de El Claun que se tejía diez cuadras más allá.
Leía esas palabras sobre la claridad, don Edgar Bayley, y parecía saber, el hombre que leía frente al mar, que los buenos poemas siempre son de despedida: algo así como un pañuelo blanco que se agita en la punta de un muelle.
Leía don Edgard, mientras tres o cuatro pesqueros amarillos que habían salido de la banquina del Puerto, ya habían atravesado, cabeceando, la escollera sur.
De espaldas al muerto flamante, de espaldas al poema de Bayley, las pequeñas naves amarillas ponían proa hacia la noche inminente, diseminadas y juntas, y navegaban cada vez más pequeñas, y cabalgaban sobre el último tramo de agua más o menos segura, entre las dos escolleras, para avanzar después sí, rumbo al océano abierto.
Hay marineros que confiesan, en la intimidad, que atraviesan esa instancia con un nudo en la garganta: temen no volver a ver a sus hijos.
Otra que la intemperie sin fin.