Cuando llegaron a la casa estaban su madre y Raquel con caras muy serias. Hacía horas que esperaban a los tres. A María se la veía muy enojada. Ellos supieron desde aquel instante que se les venía una. Juan Román se les había perdido en el agua. No lo habían podido encontrar.
Era la mañana del sábado cuando Esteban y Adrián Gómez pasaron por lo de Juan Román para ir a jugar al río que quedaba a diez cuadras de su casa. La madre les había dicho que tenían que ir al centro a vender turrones y pañuelitos de papel en algún semáforo. Pero hacía calor y querían jugar. El río era un buen lugar. A la vuelta le dirían que no había sido un gran día de ventas y que se habían gastado lo juntado en dos sándwiches.
La casa de Juan Román estaba a la vuelta de la de los Gómez, pintada de azul y amarillo. Él les decía que era así porque su papá era de Boca. A su mamá no le gustaba, pero quedó de esos colores desde que el papá se había ido y los había abandonado. Ahora era un azul y amarillo descascarado.
Juan Román dijo que aprovechaba a salir porque Raquel estaba en el almacén y si ella hubiera estado en casa le preguntaría adónde iría. Le costaba mentir y sabía que al río, hasta que no tuviera 12 años, no lo dejaría ir sin ella. Y para eso faltaban tres años. Adrián y Esteban apenas habían pasado esa mayoría de edad.
Hacía seis meses que, en la canchita de futbol del barrio, la bandita de Arturo había empujado y golpeado a Román. Es que el equipo que integraban los Gómez había ganado el campeonato de invierno con nada menos que un gol del más chico de la cancha. Los Gómez salieron a defenderlo de puro corajudos. Porque había que enfrentarse a Arturo y sus amigos. Desde allí, siempre los seguía a todos lados.
La pelota de ese partido se la dieron a Juan Román como premio. Así se transformó en el dueño. Nunca la dejaba. Hasta dormía con ella.
Caminaron las diez cuadras para llegar. Siempre con la pelota entre los pies. Hacían jueguitos entre ellos. Tres cabezazos, pecho y al pie. Y así se la pasaban.
El calor y la tierra hecha polvo que se metía por los cuerpos los hacía sentir que no llegarían más. La vieja sentada en la puerta de una casa, en el banquito, como si la sacaran a la mañana a ventilar para guardarla a la noche, les recordó que estaban a una cuadra. Respiraron con alivio.
El río y los plásticos los esperaban. Justo por donde entraban hacía unos años que se había convertido en basural y con la crecida de cada tormenta se formaba un barro sucio y gelatinoso. Entonces siempre encaraban para el costado y caminaban un rato hasta encontrar el agua un poco más clara.
Adrián y Esteban se sentían libres luego de tres días de penitencia. Habían puesto una bomba de olor y estruendo en la escuela. Fue en el recreo del medio mientras le guiñaban un ojo a Juan Román que los espiaba desde el baño. Ese día nadie pudo entrar a clase. La directora llamó a María que tuvo que salir de la casa donde limpiaba a las corridas. Los suspendieron. Así que María los dejó un día sin comer y tres encerrados en la piecita sin tele ni nada mientras se iba a trabajar o a hacer algún mandado. Ellos sospecharon de la buchona de Sarita, compañera de Adrián, la que se sentaba a tres bancos adelante. Seguro los delató. Siempre con el guardapolvo blanco y peinada. Con esa cara de ortiva, se decían. Por eso después, a la salida de la escuela, la esperaron escondidos detrás de una pared y la escupieron, a la vuelta, cuando nadie los veía.
El río estaba como nunca, los pajonales se veían más aliviados de basura y el sol desbordaba. Se sacaron las zapatillas y jugaron los tres en el agua, como si fuera carnaval. Con cuidado porque sabían que era profunda tan solo unos metros más de la orilla. Las plantas y cierta viscosidad hacían ver el peligro. Habían escuchado que todos los años alguien confiado desaparecía. Lo buscaban las patrullas acuáticas unos días y después se lo olvidaban. Como el papá de Juan Román que se olvidó de él.
Tirados en los pajonales jugaban con la pelota mientras hablaban del colegio y de lo buchona que era Sarita. Adrián dijo que ya no le importaba tanto. Que en el grado era buena y que no se metía con nadie. Fue entonces cuando Juan Román les contó acongojado que fue él quien le había dicho a la directora lo de la bomba. No había podido hacer otra cosa, lo habían amenazado con echarlo y él sabía la paliza que le iba a dar su madre por esto.
Adrián y Esteban se miraron. Se les achicaron los ojos. Se entendieron. Le dijeron que no se preocupe. Que no estaban enojados, que ellos tres no eran enemigos.
Se pararon, Esteban le pateó la pelota a Adrián mucho más fuerte para que caiga en el agua. Lejos. Le dijeron a Juan Román que se metiera primero, que ellos lo seguirían. Él se metió sin chistar intentando corregir su traición. Tampoco quería perder su trofeo. Adrián y Esteban lo siguieron. Una vez bien adentro, cuando supieron que no le daba la altura para volver, ellos regresaron dejándolo solo en la profundidad de barro, raíces y suciedad.
Esteban y Adrián caminaron de vuelta. Risueños. Empezaron a flotar. Se fueron convirtiendo en cuervos de un solo ojo punzante. Volaron para volver a casa. Sobrevolaron la tarde del barrio, y vieron a los mismos de siempre fumando y tomando cerveza en la puerta del almacén, a la bandita de Arturo jugando en la canchita, escucharon la cumbia, vieron el sol de la tarde. Y entonces se detuvieron en la rama del árbol de la vereda de su casa, con los ojos negros, mientras María y Raquel los esperaban.
María Cecilia L. Spinelli