Manejo un colectivo escolar repleto de niños. Sonreímos y cantamos. Todo es felicidad en aquel camino de montañas y tulipanes hasta que pierdo el control del rodado. Piso una y otra vez el freno, pero vamos cada vez más rápido. Transpiro tanto que el volante patina bajo mis manos. Le ruego a los chicos que hagan silencio, sin quitar la vista de los comandos. Lejos de obedecer, me tiran con bollitos de papel y se burlan de mi camisa empapada. Me encomiendo a todos los santos cuando entramos a un túnel oscuro e interminable. Entrecierro los ojos con los dientes apretados, a la espera de lo peor. Entonces escucho la voz de mi madre.
“¡Arriba Victoria!”, exclama levantando las persianas. Los rayos caen, como un reflector, sobre el póster de Michael Fox. Por un fugaz instante, tengo la ilusión de haber vuelto al pasado. La sensación de tener toda una vida por delante dura hasta que la claridad del dormitorio es total y la melena de mi madre se vuelve completamente blanca. Observo su dedo apuntando a mi celular para que apague de una vez la alarma y me levante. No vaya a ser que la haga quedar mal con la hija de su amiga del alma que, a diferencia mía, hizo algo de su vida y es esposa, madre y trabaja en una multinacional en la que toma decisiones trascendentales mientras yo tendré que ocuparme de sus mellizos, Camelia y Belisario.
“No tengo ganas de nada”, le digo haciéndome un bollo tan ínfimo como mi estado de ánimo.
“Ese tipo no merece una lagrima más de tu parte, ¡suficiente con haberse robado tus mejores años!”, se queja mirando nostálgica una repisa llena de mis portarretratos, trofeos y medallas. Parece que fue en otra vida cuando era la promesa del tenis femenino y las marcas me disputaban. La topadora de Bahía Blanca, titulaban las revistas que mamá agotaba en todos los kioscos del barrio. Pero llega ese maldito año en el que no logro ganar un sólo partido y mi ranking se desinfla como el pecho de mi madre. Y aunque ella ponga el grito en el cielo y jure que la voy a matar de un infarto, abandono definitivamente el tenis. Retomo quinto año y enseguida largo, voy a mil castings publicitarios, pero nadie me llama, trabajo todo un verano en un All Inclusive en Punta Cana para embarcarme junto a una amiga en un viaje chamánico, pero termino en un boliche bailando sobre un parlante. Los años pasan con más penas que gloria hasta que conozco a Ignacio y siento que encontré mi lugar en el mundo, una cabaña en San Martin de Los Andes en la que vamos a criar seis hijos que nunca llegan. Eso de envejecer juntos tampoco lo logramos porque él me termina dejando por una pendeja, tal como auguró en su momento mi madre. Ojalá se hubiera equivocado y ya no escuchara su “te lo dije” cada dos palabras.
“¡Basta de dar vueltas, se hace tarde!”, me destapa con un tirón de sábanas. Estos son los momentos en los que me pregunto qué hubiera pasado si no abandonaba el tenis. Quién te dice hoy no viviría en Montecarlo y hablaría francés en vez de tener que llevar hijos ajenos a un shopping para que posen junto a Papá Noel y le entreguen una cartita.
“No se te ocurra meter la pata”, me advierte cuando le digo que me hace gracia que a los 10 años todavía crean en esas pavadas.
“Habla la que creyó 20 años en un atorrante…” Match Point de mi madre.
Bolas rojas, verdes y doradas flotan en un aire cargado de llantos y retos y carcajadas y jingle bells y voces por el altoparlante. Es la primera vez que entro en un shopping desde que volví de San Martin de los Andes y no puedo evitar sentirme abrumada. Respiro hondo sin soltarle la mano al par de niños a mi cargo. Me pregunto qué fue de las cabezas de los maniquíes y confirmo con sorpresa que vuelve a usarse el jean nevado. Una mujer me extiende la nueva fragancia de Gucci. Cierro los ojos intentando descubrir las notas florales de las que me habla. Un minuto de distracción y pierdo de vista a Belisario. Me toco el pecho para que el corazón no salte y miro desesperada a mi alrededor hasta que lo encuentro sobre unos renos de plástico. Es tal mi felicidad que subo a la hermana a otro reno y le mando una foto a la madre.
“Vamos que, si no llegamos a darle la carta a Papá Noel, no hay regalos”, los amenazo en cuanto se abalanzan sobre un puesto de globos de helio de todos los tamaños. Ya no entra un alfiler en la escalera mecánica. Pierdo varias veces el equilibrio con tal de no soltarles la mano. Al tocar tierra firme, descubro una llamada perdida de la madre, que pregunta por qué Belisario está sin una zapatilla. Al verle la media mugrienta, volvemos sobre nuestros pasos. Apenas lo calzo, mando otra foto del nene con el dedo en alto.
La fila para saludar a Papá Noel es eterna. Intento respirar hondo y abstraerme del enjambre humano. La niña delante nuestro lee su carta en voz alta mientras la abuela la aplaude. Un rubiecito pide upa entre llantos, pero el padre sigue con la vista en su celular, obnubilado. Los mellizos se pelean por quién va a saludar antes a Santa. También discuten las señoras que tengo detrás. “¡Cuántas veces tengo que decirte que a Rolando no le gusta el pescado crudo!” se enoja la más baja no bien la otra sugiere encargar sushi en vez del lechón asado. Recién se ponen de acuerdo para criticar a una tal Graciela, que siempre se hace la viva y cae con un pionono miserable y nunca aporta para la vaquita del chupi y los fuegos artificiales. “Este año le decimos que traiga el helado”, decretan, ofuscadas.
“¿Qué vas a pedirle a Papá Noel?” intento distraer a Camelia cuando, a pocos metros de la meta, me dice que tiene ganas de ir al baño. Barbies, slimes, Lol´s, un pijama de unicornio, un set de maquillaje, un celular… tras mi sonrisa impostada, se esconden unas ganas locas de volver a casa y llorar bajo la ducha hasta que el agua me barra.
Ahora sí, agarren sus cartas, digo tomando a los mellizos de la mano. Nos encaminamos por la alfombrita roja hacia el sillón, donde nos aguarda sentada la estrella indiscutida de la tarde. Belisario pega saltitos de emoción en cuanto choca los cinco con Santa. Camelia se le sienta en la falda y enumera uno a uno sus deseos. Habla uno sobre otro, pero Papá Noel sólo tiene ojos para mí tras su piel roja y transpirada. Mi desconcierto es total cuando me llama por mi nombre.
“Soy Franco Ulanovsky”, dice bajándose la barba. La cara se me ilumina al reconocer a mi compañero de banco del secundario. El shopping desaparece mientras nos contemplamos. Casi treinta años pasaron desde aquel abrazo en el que juramos no perdernos el rastro y acá estamos, frente a frente, a pesar del tiempo y las distancias, a pesar del escándalo a nuestro alrededor porque Papá Noel es una farsa.
“¿Son tuyos?”, pregunta al notar las caras desencantadas de Camelia y Belisario.
“No tuve hijos”, digo y, por primera vez en mi vida, la respuesta pesa menos que la bocanada de alivio que Franco descarga. Me confiesa que fue el chico más triste del planeta cuando dejé el colegio y me mudé con mamá a Buenos Aires. Le confieso que una vez volví a Bahía Blanca con la intención de reencontrarlo pero que en lugar de la casa de sus padres había un puesto de peaje. Intuyo que la carta de la que ahora me habla se le debe haber “traspapelado” a mi madre porque yo nunca recibí nada. Ya no vale la pena leerla, ya no soy esa chica a la que le escribirían una carta. Apenas atino a acomodarme un mechón de pelo, me toma de las manos, “no tuve dudas de que eras esa chica cuando te vi en la fila esperando”, dice con una expresión tan sincera que ya no lo suelto por nada. Las bolas brillan en el techo y suenan unas campanas. Nos miramos y sonreímos hasta que un guardia del shopping se interpone entre los dos y le exige a Franco que se vuelva a colocar la barba. Antes de transformarse de nuevo en Papá Noel, me pregunta si tengo planes para Nochebuena.
“Por ahora, nada”, digo y le anoto, como en los viejos tiempos, mi número de celular en la palma de su mano.
Marina Macome