Las conductas improcedentes no son, por supuesto, las de los gatos. De otra manera no los hubiera elegido.
El carácter de los gatos va bien con mi carácter, sobre todo en un punto crucial: saben mantener las distancias y su independencia nunca entra en conflicto con la mía. No necesitan que les ofrezcan diversiones, se entretienen por su cuenta: observan enteramente concentrados las partículas de polvo atravesadas por un rayo de luz, juegan con un ovillo de lana, se limpian el pelaje con una lengua precisa. Y además, dedican un tiempo considerable a satisfacer sus inclinaciones hacia el sexo opuesto. Claro que no todos revelan idéntica tesitura; algunos ejemplares (odiosos de tan consentidos) hasta celan a sus dueños, controlan los sentimientos que estos pueden experimentar hacia otras personas o animales, y obran en consecuencia, por lo general agrediendo o encerrándose en un distanciamiento agraviado. Pero no son casos frecuentes, dos o tres en cada generación, y ninguno de mis gatos padeció ese defecto que, en realidad, no responde a su naturaleza.
Acompañado pero libre. Así me siento con los gatos, cuyas expansiones de cariño están lejos de ser pesadas o pegajosas como las de los perros. Discretos y pudorosos, saben querernos de una manera que no ofende con una reclamación excesiva. Por lo demás, con qué dignidad se comportan ante la enfermedad y la muerte. En estas circunstancias los he visto horas velando a sus dueños, lo que es, podría decirse, un gesto delicado.
En la relación que mantengo con los gatos, se me ocurre que si alguien se excede soy yo. A veces me descubro demandante. Cuando llego a casa y no los encuentro esperándome frente a la puerta, yo soy el que los busca y pretende atraerlos con un plato de comida en un soborno que no cumple su cometido porque ellos no fijan su atención en mí sino en el plato sobre el piso. Pero esta solicitud se me pasa enseguida —apenas percibo mi ansiedad— y me dedico a mis cosas como ellos a las suyas.
Nunca tuve problemas con los gatos. Cada persona está destinada a un animal determinado, incluso los que ignoran el vínculo por insensibilidad o desdén. Algunos están predestinados a los serviles perros, otros a los pájaros, pero la predestinación del gato es la más fuerte. Sus dueños saben por intuición, por experiencia, que vivirán con ellos una comunión tácita y profunda.
Es la que tuve con Faustino, mi último gato, un ejemplar de raza que jamás alteró mi tranquilidad con una extravagancia, un gesto descomedido. Desgraciadamente, no volvió de una de sus acostumbradas excursiones en la noche y al cabo de dos meses lo juzgué muerto en una pelea o en un accidente irremediable. De otro modo habría regresado como siempre que se tomaba unas horas, uno o dos días, para vagabundear y perseguir hembras a su antojo.
Una tarde, mientras caminaba rumiando mi nostalgia por mi gato perdido, encontré otro, un ejemplar callejero, seguramente abandonado a poco de nacer, que vagaba con las patas flojas a riesgo de ser aplastado por un auto. Me dio lástima y lo recogí a pesar de su aspecto lamentable. Prácticamente estaba en los huesos, tenía manchones escamosos en la piel, un sarpullido que había hecho desaparecer el pelaje en varias zonas, un pelaje que en el resto del cuerpo era de un gris uniforme, un poco lúgubre.
Llevé el gato al veterinario y en mi casa se repuso y creció. Se reveló vivaz, afectuoso quizás en demasía pero lo adjudiqué a su extrema juventud que le impedía controlarse. Después de unos meses, cuando observé que ya había alcanzado su estatura, las patas sólidas, creí que pronto asumiría sus costumbres de gato.
No fue así. Era sucio, por ejemplo. No se lamía el pelaje que tenía opaco como el de un perro a la intemperie. Tampoco se entretenía por su cuenta. Le regalé un ovillo de lana y en lugar de empujarlo en una persecución de saltos breves y eléctricos, me lo traía para que yo se lo arrojara. Esperaba con aire expectante. —¡Jugá solo! —le dije.
Para que se aleccionara compré dos libros con los usos y costumbres de los gatos. Los dejé abiertos a su alcance. Si no era capaz de leerlos, al menos lo iluminarían sus ilustraciones. Pero no les prestó atención. De uno mordisqueó la cubierta.
Apenas llegaba a casa festejaba mi presencia moviendo la cola, a los saltos daba vueltas a mi alrededor como si quisiera abrazarme. No le gustaba la soledad y cada vez que yo aparecía, aunque fuera después de una cortísima ausencia, manifestaba una alegría exuberante. También festejaba a mis amigos.
Un día me senté para descalzarme de regreso a casa y enseguida, en dos viajes, me trajo las pantuflas sostenidas entre sus dientes pequeños y filosos. Se le cayeron una y otra vez a mitad de camino pero no cejó por eso, volvió a morderlas y tropezando las depositó a mis pies. Me miró con una expresión que suplicaba agradecimiento, una palmada sobre el lomo. Qué amable, qué inteligente, debía decir yo, pero no pude.
Se puso triste, se fue a su colchón y se enroscó apretadamente, los bigotes temblorosos, el hocico entre las patas.
Así estuvo el resto de la tarde, dirigiéndome miradas extorsivas como una criatura castigada sin razón.
Tenía ese vicio: el de querer servirme. No solo con las pantuflas. Apenas el diariero arrojaba el diario en el jardín, se abalanzaba a recogerlo. Demasiado papel para sus fauces y en sus esfuerzos terminaba por provocar un desastre. Desarmaba el diario, al tironear destrozaba las páginas que quedaban convertidas en picadillo. Cuando advertía que sus esfuerzos eran infructuosos, que ya había consumado el desastre, sin que mediara una orden, un grito, se refugiaba en su colchón con la cabeza entre las patas. Yo recogía los pedazos con la escoba y le rezongaba, pero no pude anular su sueño de traerme el diario intacto entre los dientes imitando, de manera patética, a un ovejero o labrador de fauces amplias. Me ganaba por cansancio y yo fingía que tomaba por naturales sus actitudes. Algunas se las imponía evidentemente, su afición a los huesos por ejemplo.
—¿Un hueso? —decía yo para probarlo, y enseguida alzaba las orejas y asentía con entusiasmo. Le daba uno e intentaba roerlo. Después de un rato llevaba el hueso al jardín. Escarbaría la tierra y lo escondería para extraerlo de su escondite días o semanas más tarde y con repugnancia infinita acercaría su boca al hueso, ya verde de moho, y se forzaría a comerlo como si un íntimo designio se lo impusiera a pesar de su resistencia. En ocasiones yo encontraba el hueso olvidado sobre la tierra y lo tiraría a la basura. Ignoraba si me lo agradecía o no.
Debo decir que con el tiempo perdió su aversión inicial, se acostumbró a los huesos que reclamaba con exigencia. Y si no tenía apetito, disimulaba. Dejaba el hueso en el suelo y lo protegía con su cuerpo, mirándome receloso como si quisiera arrebatárselo, después lo escondía.
No mostraba demasiada inclinación por su alimento para gatos, masticaba a regañadientes y a veces lo escupía, pero al menor descuido de mi parte tragaba cualquier desecho rancio que descubría en la calle, olía con delectación meadas en los árboles y excrementos de perros en la vereda.
Me desconcertaba y perdía la paciencia tratando de comprenderlo mientras que con los otros la comprensión había sido instantánea.
Un gato insólito en muchos sentidos, hasta en la forma de expresarse.
Emitía esporádicamente algún maullido pero por lo general gruñía con voz ronca en momentos de enojo y pretendía con escasa suerte imitar ladridos cuando se excitaba.
Asomado al balcón, ladraba —llamémoslo así— a los gatos y perros que pasaban por la calle, incluso a los transeúntes que alzaban la cabeza y lo saludaban amistosamente con un gesto del brazo, sorprendidos de encontrar un gato.
Un día lo interpelé francamente. Ya basta de rarezas, me dije, con la convicción de que los dos debíamos enfrentar la realidad. —¿Qué te pasa? ¿De dónde sacaste esas costumbres? Sos un gato —lo amonesté con tono severo.
Él no se mostró culpable ni arrepentido, me miró con perplejidad como si no entendiera la razón de mi enojo.
Busqué entonces los libros de los gatos y lo autoricé a subirse en mis rodillas. Página por página le expliqué el comportamiento. Cuando bajé la cabeza, él se había dormido.
No tenía remedio. ¿cómo podía hacerle entender que su conducta no era normal y que también a mí me involucraba puesto que convivíamos?
Si lo echaba a la calle para que vagara a su gusto, se resistía. Permanecía gimiendo del otro lado de la puerta hasta que yo cedía y lo acompañaba a la calle. Entonces sí, como un perro faldero necesitado de vigilancia o protección, corría de un lado a otro en carreras desenfrenadas. Apenas amagaba dejarlo, ya estaba él frente a la puerta, empujándome para entrar. Inútil que le pidiera modales o lo apartara de un puntapié. No me atendía.
¿Y qué decir cuando entraba en celo? Olía a las perras que lo rechazaban erizando el lomo y mostrándole los dientes. Creo que, aunque ya era adulto, seguía virgen, rehuía a las gatas como si las odiara. Ninguna lo conquistó. Al contrario, si alguna de ellas lo incitaba con obvias intenciones, reaccionaba como las perras habían hecho con él: erizando el lomo, mostrando los dientes.
Jamás lo vi treparse a un árbol, saltar desde un techo. Temía las alturas. La única vez que se le ocurrió asomarse a la pared de la terraza, perdió el equilibrio y cayó como plomo. Se rompió una pata y quedó rengo.
Un domingo a la tarde desapareció por un largo rato. No me molesté en controlarlo, lo oí revolver en un cuartito destinado a cosas viejas o sin valor. Al cabo lo llamé: —¡Mis! ¡Mis! Cuando finalmente apareció arrastraba una correa y un bozal que yo había comprado una semana atrás en la veterinaria. Ni yo mismo sabía la causa de esa compra, un impulso, tal vez un momento de duda sobre mi predestinación hacia los gatos. Él depositó correa y bozal a mis pies. ¿Qué quería? ¿Un paseo con bozal y correa?
Me topó con la cabeza, a la expectativa. Después me intimó con exigencia; los ladridos le salían bien ahora, breves y perentorios. Siempre me ganaba por cansancio. Le até la correa y le coloqué el bozal. Exhibió sus dientes a través del bozal como si fuera un mastín.
—¡Sos un gato! ¡Sos un gato! —le grité enfurecido, con reproche y advertencia.
Ni me oyó y me di cuenta de que estaba dispuesto a desafiar la reprobación del mundo, a enfrentarla alegremente, con tal de ser lo que le dictaba su deseo.
Salimos a la calle, yo sujetándolo de la correa, avergonzado ante la gente que nos miraba con una sonrisa de curiosidad mientras que él, ajeno al ridículo, orgulloso como un príncipe, feliz como un perro, avanzaba meneando la cola y caminando torcido con su pata renga. Victorioso.
Griselda Gambaro
Los animales salvajes. Ediciones la Otra Orilla. Grupo Editorial Norma. Año 2006.