No es sencillo para un niño criarse en una familia de agnósticos. Porque desear la mujer del prójimo, blasfemar, robar, matar incluso, son cuestiones ajenas a la infancia. Después, han de aparecer Freud y el capitalismo, y todo eso se reconvierte, a veces en fantasía, las menos de las veces en realidad.
Aquél barrio Güemes de los ’70 exhibía varios bastiones distintivos. La panadería de don Churio, el almacén “La real”, el quiosco de Frisón, la tiendita del gallego Pérez, la alcurnia de “El cóndor”, el glorioso Club San Isidro.
Y la parroquia de Fátima.
Allí se desarrollaba todos los eneros un torneo de baby fútbol –concretamente en el patio que daba a la calle Güemes, hoy transformado en santería ad hoc-, organizado por el párroco, cuyo nombre no recuerdo. Un hombre joven y muy delgado, futbolero y mal hablado.
Había que cumplir algunos requisitos ordinarios –edad, altura-. Hasta ahí, todo normal.
El restante requisito me dejaba afuera del torneo. Si habías tomado la comunión, jugabas. Caso contrario, a seguir dándole en la canchita de Roca.
La eterna controversia entre Dios y el fútbol.
Pero toda dificultad encierra una estrategia de salvataje. Así es que le pedí al tano Guglielmo que me enseñara los rudimentos del buen cristiano. Además de ser el capitán de nuestro equipo, “Roca Juniors” -lo cual me garantizaba ser tenido en cuenta como titular- su madre era una católica terminal, de misa diaria y rezo en las comidas. Durante dos tardes insoportablemente calurosas me concentré y aprendí el Padrenuestro, el Ave María y algunas consignas menores, tales como no masticar y hacer globitos con la hostia, etc.
Es que había que comulgar después de los partidos.
…………….
Diana era bella. Pero bella de verdad. Un año mayor que yo. El cabello negro, los ojos redondos y azules como para hacer temblar el cielo.
Sus abuelos cuidaban una mansión enfrente de la casa de los míos. Nos veíamos sólo los domingos, Y el ritual post almuerzo, eludiendo la siesta con esmero digno de mejor causa, era jugar a las escondidas juntos con mi hermana y la suya, Marisa y Cecilia, ambas menores que nosotros (algo trascendental en aquel momento).
En aquellos tiempos, el barrio Los Troncos albergaba una sucesión de palacetes, en general desocupados durante el invierno, y modestas casitas de clase trabajadora. Pescadores, pequeños comerciantes. Y lo que se conoce como “los gremios”. Plomeros, gasistas, pintores, carperos, caddies del Golf Club de Playa Grande.
Nos escondíamos juntos, entre plantas desconocidas y jardines de prolijidad quirúrgica. Según apuntaba mi abuelo Avelino, el viejo jardinero Montagna era el responsable de tal escenario. La mitología barrial cuenta que el tano luchó en la Segunda Guerra Mundial. Nadie supo para qué bando. Siempre preferí recordarlo como partisano. Y tal como mi abuelo, agotadas las instancias bélicas superiores, se dedicó a emprenderla contra orugas, hormigas y toda alimaña que amenazara su microcosmos vegetal.
Nuestras hermanas menores, lentas en velocidad y reflejos, nos garantizaban la permanencia detrás de un arbusto, contándonos nuestras vivencias. Que la complicación con la tabla del siete, la enigmática línea que separa la pampa húmeda de sus aledaños, el sujeto y el predicado, la correcta enunciación del Primer Triunvirato, etc.
Yo la escuchaba atentamente, pero su cercanía me distraía. Es decir todo lo contrario. Su cercanía me mostraba lo real, que en ese momento se circunscribía a su boca y nada más que su boca. Quería besarla pero me vencía el temor del rechazo. Y así durante semanas.
Pero un domingo de enero, justo el día de la final en la parroquia, entre risas y murmullos, ocultos tras un muérdago traicionero, decidió besarme. Abrió los ojos aún más, como si ello fuese posible, y apoyó sus labios en los míos. Así durante treinta segundos (habría que revisar la duración de cada segundo en esas instancias).
Volví a casa de los abuelos. Como pude, armé el bolsito, el buzo negro con hombreras, las medias, los Sacachispas con los tapones lijados, etc.
Me olvidé un guante.
Hasta ese día yo era un arquerito prometedor.
Corpulento, ágil. Atento.
Me hicieron ocho goles, tres de ellos inexplicables. Y uno en flagrante orsay. Terminado el partido, y antes de la entrega de premios (una medalla de latón con un crucifijo y una pelota grabados en ella), nos hicieron sentar a los dos equipos delante de un arco y apareció el párroco para darnos la comunión. Balbuceó algo acerca de la vida eterna y los pecados –el original y las copias-, y su perorata se fue alejando de mis oídos, tal como nos sucede cuando una sirena de bomberos atraviesa la ciudad. Repetimos mecánicamente el padrenuestro y las demás oraciones, y al momento de recibir la hostia, recordé sus labios –los de Diana- y me entregué al ritual sin excusas.
Fue, según creo, mi último contacto con Dios. Y con ella.
No he vuelto a verla.
El primer beso –sagrado- es aquel que rehuye el tedio y la costumbre.
Por eso es inolvidable.
Marcelo Sanjurjo