A veces seguíamos de largo hasta la noche. Se hacían las nueve, comprábamos pizza entre todos o la mamá nos cocinaba algo y nos quedábamos hasta las once. Todos los sábados nos juntábamos desde las dos de la tarde a mirar películas en la casa de Pablo, que tenía un living grande, una videocasetera, y le daban permiso de que nos quedáramos a cenar.
En el pueblo no había mucho para hacer más que juntarnos a tomar mate de té,
dar unas vueltas por el centro y salir el sábado de noche a Búfalo Always, un boliche
que creíamos era lo mejor que nos había pasado en la vida. Cada salida implicaba una hora y media de prueba de ropa, incluyendo peinados con gel, jopo y hombreras. Mi prima Claudia me prestaba las minifaldas y me acomodaba el pelo, me maquillaba como si fuera su muñequita; era seis años más grande que yo y se divertía preparándome para la salida nocturna después del arduo trabajo de convencimiento a papá. La mini de jean, la camisola negra con hombreras, la hebilla que sostenía el jopo sobre la frente, los ojos delineados, los labios color rosa claro: una abanderada de la elegancia de los ochenta.
En el boliche se podía bailar sobre una especie de escenario, era un cine reciclado; el tiempo en que se desechaban los cines y se compraban videocaseteras a mansalva. Tenía un encanto especial pararse ahí, casi en el borde del escenario, frente a la vista de todos, bailar exagerada, revolear los pelos al ritmo de Miguel Mateos con toda la inexperiencia en las piernas flacas.
Un día bailé Say you say me con Peto y me dio un beso. Estaba medio borracho. Me hice la ofendida, pero antes de enojarme lo demoré un rato porque, en realidad, me gustaba. Tenía vergüenza, mi mamá no me dejaba tener novio y tampoco me animaba, no podía con las reglas, las hormonas y el corazón al mismo tiempo. Peto me buscaba cada vez que podía, quería impresionarme con su guitarra y su voz. Intentó besarme por el resto de nuestros días, hasta que me fui a estudiar fonoaudiología a Buenos Aires y se olvidó de mí para siempre. Yo no.
En el grupo éramos ocho: Carla, Fabiana, María, Pablo, Peto, Juan, Marcos y yo.
Nos hacían matar de risa con esa chispa graciosa y rápida que tienen los chicos a los dieciséis años, y nosotras histeriqueábamos con esa cosa seductora y desentendida que teníamos a los dieciséis años.
Ese día llegamos a lo de Pablo a las dos y media con Carla, que se había quedado a dormir en casa. Íbamos a ver La casa cercana al cementerio, la película que me impidió dormir durante tres meses.
Cuando la mamá nos abrió la puerta, vimos que detrás de ella había una chica que no conocíamos, mayor que nosotras. Después supimos que tenía veinte años. Era alta, de pelo castaño largo y lacio, flaca, con la cintura marcada por un vestido azul al cuerpo. Cuando se dio vuelta, me encontré con unos impactantes ojos verdes. Jamás había visto ni imaginado que podían existir unos así. Nos miró con desprecio cuando la mamá de Pablo nos presentó: “Chicas, Maru es la prima de Pabli, de Buenos Aires”.
La prima Maru me pareció un ser diabólico. Además era porteña, lo que le daba un valor agregado de superioridad a su tremendo aspecto físico, su tonada canchera y su forma despectiva de tratarnos. Carla y yo nos hicimos un gesto con poco disimulo y entramos al living, donde los chicos habían empezado a cebar el mate de té y preparaban la videocasetera. María había avisado que no iba y Fabiana estaba en cama con fiebre.
“¿La casa cercana al cementerio? ¡Mató mil!” dijo la extranjera.
“Mató”, pensé. Justo.
“Manso calor, poné el ventilador al máximo” dijo Carla. Pero ninguno de los chicos se levantó a mover la perilla del turbo. Sus ojos estaban empastados en la imagen cautivante, sonreían como tontos, yo no había escuchado jamás una seguidilla de chistes tan estúpidos. No me reí en toda la tarde. Pusieron la película, Carla y yo nos sentamos al lado de Peto y Pablo, la prima quedó a la derecha de la pantalla y la mirábamos todo el tiempo. Era un imán, parecía imposible sacar la atención de sus gestos sutiles y encantadores. Se movía con gracia, no le sobraba ni le faltaba nada, era absolutamente perfecta.
Esa tarde creí amar a Peto. Intenté que se fijara en mí: le tocaba la mano al pasar, cada vez que le daba un mate me quedaba en sus dedos, le hablaba fuerte. Lo veía confundido, oscilaba entre sorprenderse por la bolilla que de repente y sin explicación le estaba dando, e ignorarme con fuerza. La tensión crecía, Carla se había puesto a llamar la atención de formas muy infantiles: tiró el agua del termo sobre uno de los almohadones y se quemó una mano, se largó a llorar, la mamá de Pablo le aplicó Pancutan, después me pidió que me quedara con ella en el patio hasta que se le pasara la chinche, a la hora y media se quemó de nuevo y volvió a llorar.
Y fue lo mismo que nada, porque la prima seguía siendo la reina indiscutible de la reunión. Cruzaba las piernas bajo ese vestido azul, cada tanto se miraba el escote y se tocaba una cadenita que tenía al cuello. Era un tic y le quedaba tan bien que tuve la fantasía de arrancársela, pegarle una cachetada y salir corriendo. Siempre fui buena con las fantasías.
Pero antes de completar mi ideación vengativa escuché su voz detrás de mí.
“Peto, acompañame a la esquina que voy a comprar facturas”, y los rayos láser que despidieron mis ojos dieron directamente sobre los de Peto. Si hubiera tenido colmillos y garras, los hubiera sacado en ese preciso instante. En cambio se me paró el corazón y me di cuenta de que me estaba poniendo colorada. Me levanté y fui hasta el baño para disimular. Peto se paró y caminó hacia la prima de Pablo disparado por un misil. Salieron de la casa casi corriendo y yo me quedé encerrada en el baño, haciendo tiempo, esperando que se me pasara un poco el odio.
Tardaron treinta minutos.
Cuarenta minutos.
Está bien que en el pueblo el tiempo era larguísimo, lento y pastoso; está bien que el señor del almacén se tomaba un largo rato con cada cliente, comentaba los programas de televisión; está bien que cuarenta minutos no era la muerte de nadie. Pero eran cuarenta minutos. Cuando llegaron ya habíamos puesto más agua y Carla cortaba gajos de limón para el mate.
Peto estaba raro, colorado, transpiraba. La prima entró como entran las diosas del Olimpo, se sentó en el sillón grande al lado de Marcos, le tocó el hombro y le dijo no sé qué cosa al oído. Peto se quedó a un costado con la cara roja, se reía, miraba para abajo, se miraba la entrepierna. Lo pesqué justo.
A las ocho y media la mamá de Pablo nos dijo que tenían que salir, así que nos fuimos. La prima se despidió sarcástica, nos tiró una especie de beso en el aire y dijo que entraba a la ducha. Le pedí a Peto que me acompañara hasta casa, a siete cuadras de ahí. No pudo decirme que no.
Cuando llegamos, le dije en la puerta de casa “Qué boludo que sos” y lo abracé con todo el cuerpo. Me quedó su perfume en la nariz y sentí su corazón a través de la remera. Me aparté, y sin mirarlo a los ojos le di un beso largo, implorante. Peto se quedó inmóvil, no supo qué hacer. No movió su boca ni tampoco la apartó, simplemente se quedó quieto.
Para salir de la escena ridícula en la que me había metido y que me había arruinado la vida, entré corriendo a casa, derecho a mi cuarto y lloré durante una hora sin parar.
No me junté con los chicos por una semana.
Todo volvió a la normalidad el sábado siguiente, cuando por fin la prima regresó a Buenos Aires y nos juntamos en casa a ver Pesadilla en lo profundo de la noche.
Carolina Bugnone