Al terminar la temporada, cuando la playa se vacía, aparecen los surfistas. Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Entonces, los surfistas. Parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando. Ahora el mar les pertenece. Y van a permanecer en el agua, agazapados, aún contra el presagio de una sudestada.
Hay que verlos desde acá, desde la playa, en lo que dura esa espera, la espera de una ola. A veces están desde temprano. Así amanezca gris y pinte tormenta. De pronto, te preguntás por qué no aprovecharon esa ola. Pero la ola que el observador calcula apropiada puede no ser la que espera el surfista. Esa ola esperada es un sueño personal. Y si el mar está demasiado manso, en esa calma se advierte una premonición. Después del sosiego se van formando ondas. Viene ese suspenso del cuerpo sobre la tabla, los músculos en tensión, listos para el salto y el viaje a lo largo de la ola. Pero si se quiere una ola adecuada, además de reflejos, hace falta ese golpe de suerte que facilitará un equilibrio vertiginoso en la cresta de espuma. Porque el mar es traicionero acá. Igual, para que ese golpe de suerte ocurra hay que estar en el agua, siempre, esperando.
Uno se pregunta cómo se explica eso que está y no está en la ola. Por ahí el misterio se explica en la espera.
Ustedes se preguntarán de qué estoy hablando.
De escribir hablo.
Guillermo Saccomanno