Estoy parado frente a la escalera que va a la habitación de arriba.
¿En cuál de las casas que habité o habitaré estoy? ¿Es el día que mi hermana llorando subió al cuartito que servía de depósito para acceder al techo y ocultar bajo una teja la Revista “Así” con esa foto de Bob Kennedy tendido en el piso y sangrando? ¿Es la tarde en que vi subir a Mabel completamente desnuda después de darse una ducha en el baño de los patrones, y no me animé a seguirla? ¿Es la vez que mi madre, harta de mis gritos porque mis hermanos se colgaban del pescante de mi triciclo se cargó con él y subió al balcón desde donde lo tiró para destrozarlo? ¿O es el día en que dos enfermeros descienden con su cadáver envuelto en una sábana golpeando su cabeza en los dos últimos escalones, después de tres meses de aquel cáncer que se la llevo de manera irremediable?
No lo sé, estoy aturdido, es de madrugada y estoy aturdido. Restriego los ojos. Un cristal de lagaña raspa mi mejilla.
La escalera que se levanta frente a mi es imponente, o al menos eso me parece porque no debo medir, a mis ocho años, más de un metro veinte.
No estoy en casa. Me despertaron los gritos de una mujer y he caminado a tientas por un pasillo con puertas de vidrio repartido. Al llegar al pie de la escalera y ver los dibujos de la alfombra me doy cuenta que me he quedado a dormir en la casa de un amigo. Deben ser las primeras horas de la mañana, una luz que anuncia la frialdad de un día de invierno pasa a través de las ranuras de unas persianas faltas de pintura. Esos haces de luz producen dibujos sobre las paredes y barren todo mi cuerpo. Pienso en una cebra. Me siento como un animal exótico abandonado a su suerte en un lugar desconocido.
Ahora puedo mirar mis brazos extendidos y me doy cuenta que estoy con el pijama de frisa. Es imposible olvidar la sensación de plenitud que me producía estrenar esos pijamas. Ocurría una vez al año, a veces se atrasaba la compra de uno nuevo, llegaba la temporada de calor, y entonces había que esperar hasta el año próximo. Cuando me metía dentro de él un fuerte aroma a cera subía de la tela y perduraba, a pesar de los lavados, por unos meses; también la plancha caliente recuperaba un alma de su primitivo olor. Supongo que debía provenir de las tinturas con que se teñía la frisa, siempre eran colores pastel y dibujos a bastones en grises y celestes. Esa monotonía del diseño más que producirme aburrimiento me daba cierta seguridad, como si la vida pudiera prolongarse en una cadena de pijamas que con su tibieza amortiguaran los desastres del porvenir.
Siento frío en los pies, estoy descalzo. Acomodo el pantalón, el elástico se ha aflojado y me ha obligado a hacerle una herida en la cintura por donde extraerlo y generar un nudo que le dé la tensión que ha perdido con el tiempo. La primera persona que hizo esa operación fue mi madre, todavía puedo ver sus manos provocando la incisión, tratando de pescar el elástico hacia afuera como si mis propios intestinos quedaran a merced de tan hábil costurera. El hacer de mi madre sobre mi cuerpo siempre fue de gran placer, sentir cerca su piel y su olor, rozar su cabeza mientras arrodillada marcaba la botamanga de mi pantalón o cuando ponía sobre mi cuerpo la porción inacabada de un tejido de lana que milagrosamente en unos días se convertiría en un pullover, era una experiencia entre mágica y gozosa.
Un gemido proveniente del piso superior ordena un poco mis pensamientos. La habitación de mi amigo ha quedado tres pasos atrás de donde estoy, la luz apagada y él que duerme en la cama pegada a la ventana. La otra cama, la de Miguel, su hermano mayor que murió hace apenas tres años, es de la que hace instantes me levanté. Puedo evaluar toda esa situación y darme cuenta que girando a la derecha está la habitación del padre de mi amigo, un hombre que nunca se ríe abiertamente y me provoca desconfianza pese a su gentileza.
¿Qué hay entonces arriba?¿Quién gime?¿Quizás una cebra, como yo, tirada en el piso de una pequeña habitación respirando con dificultad?
Comienzo a subir escalón por escalón, los pies sobre la alfombra no hacen el mínimo ruido, tampoco intento pasar desapercibido, tengo la sensación que algo me manda subir esa escalera y que es mi obligación hacerlo. No me tomo del pasamanos y eso me da cierta inestabilidad pero también cierta entereza. Al ir ascendiendo puedo ver que pasado medio metro del descanso una puerta abierta da a una habitación mucho más grande de lo que yo había imaginado.
Una cama de dos plazas, con un respaldo de cuero blanco remachado por gruesos botones y el cubrecama como un vector que señala a la mujer que está tirada en el piso. La luz que proviene de una vela encendida frente a un cuadro con la foto de Miguel, el hermano muerto de mi amigo, produce una estampida de rayos por toda la pieza y dibuja sobre el cuerpo desnudo que yace sobre la alfombra un sin número de luces y sombras. Me digo que me equivoqué, que no es una cebra, es un animal indefinido, quizás fantástico, humano por mitades, por mitades bestia, como las ilustraciones del Diccionario de Mitología que no paro de leer desde que mi abuela Mecha me lo regaló.
Visto desde una buena distancia, y desde atrás, un niño de ocho años de espaldas en el vano de la puerta a contraluz, los pelos revueltos, los fundillos del pantalón del pijama caídos, los brazos laxos, mira el cuerpo desnudo de una mujer como si examinara un extraño espécimen en un zoológico.
La sábana le cubre los pies, la postura en qué ha quedado tendida, el color de la piel, los tatuajes de la luz me recuerdan una gran serpiente pitón albina que vi en una enciclopedia, no está dormida sino expectante para atacar. Por un instante pienso que podría acostarme junto a ella y recibir su calor, pero recuerdo la historia sobre la serpiente pitón que durante la noche estira su cuerpo para medir a su víctima. ¿Una víbora pitón puede tragarse una cebra? ¿Cuánto tiempo tardará en digerir la gruesa piel rayada, las pezuñas, los molares? ¿Moriré sofocado, estrangulado o acaso disuelto en ácidos y jugos gástricos?
El olor a alcohol que proviene de una de las tantas botellas de whisky tiradas junto a ella, o de ella misma, no lo sé, me obliga a dar un paso atrás. No tengo asco, ni miedo, ni pena, entiendo que esa imagen y situación no me corresponden, que tengo que volver a la cama y dormir. Apenas giro y pongo el pie en el primer escalón ella grita.
-¿Volviste, Miguel?
Desciendo sin contestarle. Dos escalones más, y ella que vuelve a insistir.
-¿Miguel?
Sin volverme le digo que sí. Sólo que sí. Y escucho un ronquido igual al que le escuché a mi padre a pocas horas de morir. Me digo que esta mujer no se morirá pero que al menos esa noche descansará en paz.
Cuando vuelvo a la cama de Miguel, del hermano muerto de mi amigo, me meto en ella y me tapo completamente, a la mañana siguiente no recordaría que estuve en el vientre de una serpiente.