Me gustaría tener un perro, digo y tomo un trago.
Yo soy más del gato, dice Gonzalo como si yo no supiera. Como si algo pudiera ser novedad entre nosotros. Es decir, estamos llenos de secretos, de cavidades oscuras que abren túneles que llegan a otros cielos, pero son eso, secretos, no novedades, y lo del gato ya lo sé.
Lo que le digo es que quisiera tener un perro, no que soy más de… Digo, tener, tener.
Tomo un trago. Él también. Tomo otro.
Cuando Gonzalo apoya la copa en la mesa, es decir, cuando escucho el golpe que hace la base de la copa contra la mesa, puedo darme cuenta por qué número de copa va. Hay veces, bueno, hubo una vez, que quebró el tallo de la copa al apoyarla. Sin querer, no lo estoy culpando, pero ¿cuánta presión hay que ejercer para romper un tallo?
La copa vino fallada, dijo. Es bastante manso Gonzalo.
Puede ser, dije. Así es como lo ayudo a sostener la mansedumbre.
Pero no. ¿Desde cuándo vienen falladas? La opción es resignarme y me resigno. Nada de lo que siga tiene un sentido real; digo, nada tiene un correlato con la realidad real. Estamos, como se dice, afuera, out. Él, básicamente él. Pero el piso se vuelve inestable y en el piso estamos parados los dos. No me hago la víctima, o por lo menos no me creo la única. Somos muchas en esta: los tipos toman. Luz, mi amiga de Lomas: en la misma. Ella también es casada, pero se quedaron en Lomas, que a pesar del nombre es lo más chato que conozco, literal, si los vecinos abren todas las ventanas, y esto está comprobado, se puede atravesar con la vista hasta tres casas. Es decir: casa, patio, patio, casa, vereda, calle, vereda, casa, patio. Eso es la demostración de la llanura de Lomas. Pero ¿quién abre tanto las ventanas? Nadie. Da lo mismo el paisaje, si a la larga, lo que vamos a mirar son las pantallas con fondos salvapantallas de paisajes.
Gonzalo apoya la copa y el crujir de la madera, la madera de las patas, hace mover la mesa entera. No creo que tenga arreglo, la mesa está descuajeringada, y mañana cuando seas descolado mueble viejo y no tengas esperanzas en tu pobre corazón, así cantaría mi abuela, es a la única que extraño de Lomas, aunque esté muerta, porque desde acá no se nota. A los muertos que mueren lejos los podemos mantener vivos, no cambia nada. En cambio la mesa…los años revientan todo, como a Gonzalo, que está viejo. Y toma.
Basta, Gonza, no está bueno, le digo más tarde. Eso lo hiere, aunque no sé si me entiende o si tiene algo trabado en el oído. Y soy clara, clarísima al hablar. No quisiera dar una imagen errada de mí, no soy abstemia, soy de las que toman una copa. Dos.
Herido, porque entendió, me dice que no le rompa las pelotas, que no lo busque, que haga la mía. Hacé la tuya, me dice. Un negador. ¿A mí? ¿Qué tuya tengo yo?
Los lunes, es cierto, los lunes se pone las pilas. Vuelve de la oficina pone el agua sobre la mesa, dice que él no va a tomar, y claro, es importante el apoyo del entorno, es decir yo, de repente me autopercibo entorno, entorno responsable, entorno designado. Y decime: yo, ¿qué culpa tengo de que el señor se haya puesto las pilas?
Me lo dice mientras estoy metiendo las milanesas al horno, sí, no es lo mismo, ya sé, pero comemos palta, harina integral, tofu y milanesas al horno.
Aprovecho que Gonzalo va a tirar la basura. Me gusta tomarme mi copa con la cena, pero soy entorno, entonces aprovecho que salió.
Lo importante es que el entorno no lo perjudique, lo tengo claro. Me subo a una silla. Saco un vino que está en segunda línea de trinchera, un tapado como se dice, descorcho y me sirvo una copa. Y ahí la llave, escucho la llave, porque el señor hoy está ágil y va y vuelve del contenedor como una gacela. Yo, quieta. Helada. Entorno helado. Reaccioná, boluda. Me meto en el baño. Bajo la tapa del inodoro y me siento. Trancu. Tengo derecho. Me tomo la copa mirando unos videítos de osos panda. Los osos panda son la inmadurez abrigada en una bola de pelos. Pelos blancos y pelos negros, una locura, los adoro. Adoro la inmadurez, los gordos tienen treinta años, por decir una edad, ni idea, y lo único que quieren es tirarse haciendo roles por una colina nevada, una boludez magnífica.
¿Todo bien?, me pregunta Gonzalo. Sí, ya voy, digo, un poco descompuesta nomás, mirá las milanesas, digo. Lo digo todo de un tirón, sin baches.
Antes de salir me tomo la otra copa, dije que tomaba una o dos. En este caso dos. Ahí me planto. Vuelvo a meter el corcho. Lavo la copa en el bidet que además suma realismo; sí, soy de las que usan bidet, por eso dejé de ir a Lomas, por mala presión. Es que ir a visitar a parientes que no son la abuela y no poder limpiarme… dejá. Prefiero estar sola como una hostia en esta ciudad de mierda a la que me trajo Gonzalo antes que tener el culo sucio. Además, acá la abuela… es distinto. Envuelvo la botella y la copa en una toalla y las apoyo en un rincón. Arriba tiro dos toallas más.
Salgo y apunto derecho al horno a sacar las milanesas. Gonzalo me mira. Están servidas, dice el sorete. Ya veo, le contesto. Resulta que al sorete le pintó colaborar.
Cenamos con el televisor prendido, miramos las publicidades concentrados, venden puertas más duras que la realidad, dice, nos hablan como si fuéramos idiotas. No somos. No hablamos, escuchamos ajenos, desde afuera. Out.
Nos serenamos, la tele nos adoba como a chicos chiquitos. No, no tuvimos hijos. Igual no me arrepiento. Después empieza el programa de preguntas y respuestas y competimos entre nosotros como si estuviéramos al aire. ¿Cuántos kilómetros cúbicos tiene el océano Índico? Decimos números, sacamos cálculos y nos perdemos la respuesta. No nos interesa. Seguro perdimos, somos contadores, los dos, pero ese tipo de cuentas nos pierden. Gonzalo es divertido. Eso es lo que no se da cuenta, que cuando no tomamos también la podemos pasar bien. Eso me dice Luz de su marido, lo mismo. Si allá están en la misma.
Gonzalo se va temprano al negocio. Yo, home office, sí, la pandemia vino y se fue, pero hay cosas que quedaron: el home office, el lavado de manos y ante todo la limpieza, y cosas, cosas que no vemos, pero quedaron. Los muertos. Los muertos quedaron muertos.
A media mañana hago un break. Paso la aspiradora. Ordeno. Entro al baño, busco la botella que cualquier entorno responsable hubiera escondido como lo hice. Las toallas están dobladas y acomodadas en su estante. No están ni la botella ni la copa. Puteo. Puteo a Gonzalo. Este tipo es alcohólico. Le escribo a Luz y le cuento que Gonzalo está tomando mucho. Que ya no sé cómo ayudarlo. Me llaman de la empresa, me apuran, mañana vencen ganancias. Cierto. Tengo que conectarme. Trabajar. Voy hasta la heladera a servirme agua fría y ahí, al lado de la botella de agua, está la de vino, ahí en un estante de la puerta, en el mismo nivel en que la dejé. La copa lavada y guardada en la alacena. Estoy orgullosa de cómo Gonzalo se contuvo. Pienso si será conveniente llamar a Luz, avisarle. Pero qué carajo le importa a Luz cuánto toma mi marido. Vuelvo al trabajo. Me distraigo con las ganancias de otros y pensando en el esfuerzo que está haciendo Gonzalo, y en que, si por esas casualidades, hoy viniera a almorzar, sería bueno que ni viera el vino. Para no tentarse. Ahí es donde el entorno tiene que colaborar. Cierro la computadora y me sirvo una copa. Tampoco voy a tirar el vino, no nos llueve la plata. Tomo dos copas. Queda para una más. La paso a una botella de plástico y la guardo con los productos de limpieza. ¿Te crees que limpia alguna vez? Digo, ¿te crees que el tipo alguna vez en su vida limpió? No, el tipo está can-sado. Y además le gusta García Márquez, es muy del pensamiento mágico. Las cosas se limpian solas. Solas. Sola. Voy a volver al vencimiento de las ganancias. Pero me resbalo. Yo enceré. Yo, digo, sentada en el piso limpio, y me río, yo, me río, en-ce-ré yo, me río porque me acuerdo de los osos panda. Y estoy vestida de blanco y negro. Es tan gracioso que tomo coraje y hago un rol. Y la panza me hace cosquillas y me río. Otro rol y me engancho con el cable de la compu que se cae. Saco el celu del bolsillo y escribo un mensaje al trabajo: me quedé sin internet. Después mando un emoji de osito.
Podría poner que el perro me mordió los cables, pero ni perro tenemos. Ni perro. Tener un perro aunque sea, eso quiero. No ser más del perro, ¿qué pelotudez es esa?
Duermo la siesta en el piso. Hace bien a la columna. Sueño que estoy durmiendo adentro de una funda de chelo. Del chelo de mi abuela. Sueño que tengo un estuche a mi medida. Que puedo guardarme. Me despierto rígida. No me queda nada de panda. Ni de adorable. Me muevo con cuidado como si fuera una tabla más del piso que necesita articularse.
Afuera está oscuro, o casi.
Hay una botella de producto de limpieza vacía.
Escucho las llaves. Me paro, levanto la computadora del suelo, me peino con la mano. Llego a la cocina antes que él y lleno con detergente la botella. Paso un trapo por la mesada. El entorno está en orden.
Gonzalo dice que se baña y sale, tiene una cena. Dice que ya me había avisado.
Le digo que sí, que me acordaba. Que por eso no cociné.
Cuando se va prendo el televisor, las puertas son duras, las conozco de memoria, me adoban, me serenan, juego a contestar las preguntas. Juego contra los de la tele, que ni saben que existo. Ni yo sé qué.
Después busco. Siempre algo hay, aunque parezca que no hay nada, ni un perro.
Alisa Lein