Antes de levantar el tubo ya sabía que la que llamaba era mi mamá. Cosas de familia. Incluso conocía el motivo de la llamada.
—Tenés que venir vos. No se quiere levantar —me contó sin preguntarme siquiera cómo estaba.
—¿Y qué dice?
—Que le duelen las piernas.
Hacía casi un mes que la Nona Maia se había metido en la cama y no se quería levantar. Los dos fines de semana anteriores que había viajado a Colonia Venezia había logrado que caminara de mi brazo hasta la vereda, donde se sentó, como cada tardecita de verano durante los últimos cuarenta años lo había hecho en compañía de mi abuelo. Una de esas veces también la llevé a la cancha. Justo pasaba mi primo Mario con el auto y la subimos y nos fuimos los tres al club Americano. Vimos el partido sentados en el auto estacionado detrás de uno de los arcos. Durante ese rato la Nona no parecía ni deprimida ni enferma. Incluso insultó a un jugador de Americano cuando perdió una pelota de forma infantil.
Viajé la misma noche del llamado de mi mamá. Pensaba ir de todas maneras porque me había puesto de novio con una chica del pueblo.
De la terminal, que es la vieja estación de trenes remodelada, me fui derecho a la casa de la Nona, que estaba cruzando la calle. Cuando entré la encontré en la cama, obviamente.
—¿Qué hacés acá? —me dijo como saludo—. ¿Otra vez tu mamá te convenció de que vengas a levantarme?
—Vamos a la vereda —le dije yo como respuesta.
—Me duelen las piernas.
—Te llevo del brazo y te sentás en el sillón. Dale…
A mí no me negaba casi nada pero esta vez protestó más que otras veces. Realmente le dolían las piernas, y no era ese dolor simulado al que ella apelaba para enmascarar su depresión o lo que fuera, sino porque se le estaban endureciendo las articulaciones de no moverse. Había decaído por completo luego de la muerte de mi abuelo. Un día, semanas después de enviudar, se metió en la cama y ahí se quedó.
—Si no te movés después va a ser peor… —le dije.
—Y a mí qué me importa —contestó.
—A mí me importa. Y a mi mamá también, que va a tener que venir a cada rato a cuidarte y a limpiarte el culo.
—Yo lo hice con ella, ahora que ella lo haga conmigo.
Nos reímos los dos y entre risas saludamos a la Chocha, que justo pasaba y que no debe haber entendido nada.
—¿Tenés frío? —le pregunté.
—No, me duelen las piernas.
—¿Querés que haga mate?
—No quiero nada. Me duelen las piernas.
No volvimos a reírnos.
Más que deprimirse, la pobre vieja debería haberse alegrado de enviudar. Se había muerto el hombre que la había negociado cuando era apenas una nena. Al menos ese era uno de los mitos que circulaban por mi familia, tan exenta de épica y de héroes.
—Ahí te saluda el José —le dije; de tan encorvada que estaba no veía al vecino que la saludaba con la mano en alto desde la vereda de enfrente.
—Otro gallina, que siga de largo —me dijo.
Yo me esperaba la respuesta porque era más o menos lo que decía cada vez que pasaba el José y la saludaba. Es que la Nona odiaba a River y a los de River. Así como de otros se podía decir “es trabajador” o “es odiosa”, a ella la definía un “es fanática”. Fanática de Boca, se entiende. Si estaba en presencia de alguno de River, aunque fuera un amigo mío, o incluso un familiar, le costaba aguantarse el desprecio. Curiosamente, y por motivos que nunca entendí, odiaba también a los de Rosario Central. Bastaba que uno los nombrara para que ella dijera “esos perros” entre dientes. Y no se refería a la capacidad de jugar bien o mal al fútbol. Era un insulto hecho y derecho, de los que se dicen mordiendo las palabras, con odio verdadero.
Al rato llegó mi mamá. Traía sábanas limpias y una frazada entre los brazos.
—Ahí tenés a tu nietito —le dijo a la Nona y se metió en la casa después de saludarme con un sacudón de la cabeza.
—Ya lo vi. Me duelen las piernas pero no estoy ciega.
Según decían, mi abuela tenía unos quince años cuando mi abuelo, recién enviudado, camionero y propietario de un par de casas, una verdulería y un campito en las afuera del pueblo, se presentó en la casa para manifestarle a los padres que necesitaba una compañera y que la elegida era la piba Maia, mi abuela Maia, la Nona. Digo necesitaba porque mi abuelo Santiago había heredado a la muerte de su primera esposa, una belleza sin par según se comentaba en la familia, cuatro hijos para criar. Y mi abuela fue declarada matrona en un abrir y cerrar de ojos.
La pobre piba tuvo que dejar a su novio de entonces, un chico de su edad, calculo, y casarse con mi abuelo Santiago, un personaje de aquellos. Tanto que llamaba a la Nona por el sobrenombre “Yala” y que según creímos siempre, aunque nunca pudimos comprobarlo, se traducía como “víbora” en algún dialecto del norte de Italia.
—¿Cómo jugó Boca el domingo? —le pregunté para distraerla un poco.
—¿Qué, vos no escuchás el partido?
—Ese día estaba trabajando.
Por entonces trabajaba a destajo en la barra de un bar y le daba poca importancia al fútbol.
—Más o menos —dijo—. Me parece que esos jugadores nuevos no son gran cosa.
—Por lo menos empatamos.
—Y River perdió. Esos perros —dijo siempre entre dientes.
Los domingos la Nona oía dos radios al unísono, una a cada lado de la cama. En la Spica el partido nacional y en la radio de circuito cerrado del pueblo, al club Americano. De ella aprendí a bajar el volumen de la radio (y luego a cambiar de canal) cuando ataca el equipo contrario. Aún lo hago.
No creo haber conocido a una persona más fanática. En otras cosas era elástica, incluso podía ser una vieja piola, sobre todo con los nietos, pero en eso era inflexible. Y de las ramificaciones de sus cuatro hijastros y de sus cuatro hijos de sangre se desprendieron treinta y seis nietos y más de setenta bisnietos. Y todos de Boca.
Es que no ser de Boca en mi familia es un tema tirando a grave. De no ser así mi abuela podía, y de hecho lo hizo con mi primo Dardo, quitarte el saludo. Dejaba de hablarte. Y si estabas en una reunión familiar, te esquivaba la mirada a manera de desprecio. Dardo era de River por parte de padre, pero al fin, por el peso de la tradición que nacía en la Nona y por el clamor de los primos, sentó cabeza y se volvió de Boca.
El otro mito que circulaba en las penumbras de la historia familiar era el de la muerte del noviecito abandonado luego del negociado de mi abuelo. Se habría suicidado. Envenenado. Eran cosas que se mencionaban con medias palabras y de las que no se podía preguntar. Si yo lo sé es porque cuando era chico escuché desde mi habitación una conversación entre mi mamá y mi tío Lucio.
—No sé, dicen que el Anyulín tenía una hermana —dijo mi mamá esa vez.
—¿Cuál era el apellido del Anyulín? —preguntó mi tío Lucio esa vez.
—No me acuerdo.
—Estos gallinas ni apellido tienen.
Eso dijo mi tío con aprobación de mi mamá, ambos casi tan fanáticos como la Nona. No hay grises en esta familia cuando de Boca y River se trata. El menos involucrado de todos debo ser yo y quizá por eso me consideran el bicho raro.
La conversación era porque habían aparecido unos sobrinos del tal Anyulín, el noviecito despechado de la Nona, con reclamos. No sé de qué, porque en mi familia no había mucho para heredar.
—Nada de ADN —dijo mi mamá esa vez cerrando la conversación.
Me pregunté cómo sabría mi mamá de esas cosas. Me dio tanta curiosidad que me asomé a la cocina en el momento en que mi tío Lucio preguntaba:
—¿Qué es eso?
—Es para saber si dos personas son familiares o no —dije; lo había leído en un cómic.
—¡Vos andá para allá y no opines cuando nadie te pregunta! —dijo mi mamá con la mano señalando mi habitación.
Y ya no volví a oír hablar del tema.
Al día siguiente de mi llegada la Nona comenzó a delirar. Yo aproveché y me quedé toda la semana con la excusa de dar una mano aunque eran más bien ganas de pasar tiempo con mi nueva novia.
Lo de la Nona no parecía ser algo neurológico sino más bien el efecto indeseado de algún remedio que la sometía a un extraño sopor. Parecía dormida pero seguía hablando. Cuando consultaron al médico, el tipo se encogió de hombros.
Yo dejé de insistir en sacarla a la calle. No era justo obligarla a hacer algo que no quería. Ya se lo habían hecho a los quince años y había pagado esa cuenta con muchos intereses.
En esa época había comenzado a escribir. Primero algún cuento, un poema, y proyectos peregrinos de guiones para filmar o vender y volverme rico. Siempre estaba a la pesca de una historia que pudiera servir para esos proyectos megalómanos. Y pensé que mi Nona, en su delirar, podía decir cosas interesantes. No frases de las que encierran verdades ancestrales, y menos palabras sabias. La Nona era una persona sin cultura. Pero sí palabras que tenían el peso de lo vivido, de la experiencia.
Así que, a mitad camino entre entretenerla y ayudarme en mi incipiente carrera, la hacía hablar, la mayoría de las veces de fútbol y de ahí pasábamos a otras cosas que me interesaban más, en general asuntos de familia o del pueblo cuando era un caserío. Varias veces mencionó a sus hermanos y padres, temas que yo ignoraba por completo. Yo anotaba. Incluso llegué a grabarla con un grabador a cinta que me prestó el Robert, otro de mis primos.
Lo que más sorprendía era que en las palabras de la Nona no había victimización, vergüenza o desprecio por la vida que le había tocado en suerte. Incluso se podía decir que había felicidad y agradecimiento.
—¿Esta noche venís con esa chica? —me dijo una de esas veces que parecía más distraída en su divagar—. No te olvides de cerrar la puerta cuando salgas, que tengo miedo de que entre alguien.
Me costó entenderla hasta que recordé que cuando yo era un adolescente ella me dejaba la puerta del patio abierta para que yo fuera a su casa a medianoche con mi primera novia. No teníamos adónde ir y la enorme casa casi vacía de la Nona fue una gran solución. ¿Dónde estaba mi abuelo en todo ese tiempo? ¿Acaso estoy mezclando los recuerdos? Seguramente eran cuando mi abuelo ya no caminaba y por lo tanto era imposible que nos pescara a mi novia y a mí desnudos en la habitación de servicio, en realidad un trastero, que era donde nos refugiábamos. Ni cama había. Apenas una frazada que recuerdo como el lugar más acogedor de mi juventud temprana.
—No, Nona… —le dije.
—¿No andás más con esa chica tan linda?
—No… Me dejó por otro más lindo.
Se rió. Era lindo verla así. Por supuesto entendió la broma. No había nadie más lindo que yo en el universo. Era mi abuela, ¿cómo no iba a saberlo?
—Era de Boca, ¿no?
—No. Era de Independiente.
—Bueno, al menos no era de River. Esos perros —dijo entre dientes.
Por las dudas, saqué el block y la lapicera de la mochila. Pero se calló. Creo que durmió un rato. Más tarde, la escuché hablarle a mi Nono.
—Portate bien… —dijo.
Sé que le hablaba a él porque eran las mismas palabras que dijo en el velorio cuando se lo llevaban. Acarició el cajón y dijo: “portate bien…”.
—¿Cómo conociste al Nono? —le pregunté al rato, cuando ya parecía despierta.
No perdía nada con preguntar. Ella se quedó pensando. Buscaba no perderse en los meandros de la senilidad.
—En la cancha —dijo al rato.
—¿En la cancha?
—Sí… En la de Americano.
—¿Al Nono le gustaba el fútbol?
—Le gustaba pero siempre estaba viajando y entonces dejó de ir. Iba seguido cuando quería verme a mí, claro.
—¿Él te arrastraba el ala?
—Él a mí y yo a él.
—Pero el Nono era muy viejo para vos…
Me miró como si yo no entendiera nada de la vida.
—Era un hombre viudo y solo, pobrecito. Y muy lindo… Tenía cuatro hijos para criar —y me nombró a mis tíos mayores como si yo no los conociera.
Era verdad, mi Nono era un tipo muy guapo. Al menos en las fotos de juventud.
—¿Y cuándo se te declaró?
—En un descuido de mis papás nos encontramos en el monte de eucaliptus que está al lado de la cancha y quedamos que esa noche se iba a presentar en mi casa para decirles que nos íbamos a casar.
—¿Pero vos no tenías novio?
—Uf… ese tonto. El Anyulín…
—¿Anyulín?
—Claro, nene. Ángel, Angelito, Anyulín…
Y dijo el apellido. En el delirio, sus recuerdos se habían vuelto cristalinos.
—Por qué decís que era tonto.
—Era de River, imaginate.
—¿Quién, Anyulín?
—Sí. Mirá si yo me iba a casar con uno de River. Al menos tu Nono era de Boca.
Nunca en mi vida había oído a mi abuelo mencionar nada que tuviera que ver con el fútbol, y menos con Boca.
—¿El Nono no te lo habrá dicho para conquistarte, Nona?
—De River no era porque si no le hubiera envenenado la comida.
Seguro que mi abuelo le había mentido para seducirla. ¿Era capaz? Lo era, al punto que cuando se murió y sus hijos comenzaron a poner en orden sus papeles, aparecieron dos documentos donde aparecía inscripto con diferentes edades. La única conclusión a la que llegó el concilio familiar que se hizo para la ocasión era que el viejo, de puro coqueto, se había sacado años, cinco si no recuerdo mal, al casarse con mi abuela, aprovechando que gozaba de cierto poder en un pueblo donde todo se compraba por monedas.
Pasaron varios días y la Nona no mejoraba ni empeoraba. Así que me volví a Rosario a pesar de que no tenía grandes compromisos. Prometí regresar el fin de semana siguiente aunque no me sobraban las ganas. El noviazgo que había comenzado con esa chica del pueblo había fracasado muy rápido. No teníamos casi nada en común. Y era de River. Así que mejor cortar por lo sano, me dije cuando me dejó plantado porque mi proyecto de vida la asustaba.
Dos días después volvió a llamarme mi mamá.
—Ahora sí es cuestión de días.
—¿Ya no habla?
—Ni siquiera se queja del dolor de piernas, imaginate.
Llegué al mediodía del día siguiente. Cuando entré a la casa, encontré a la Nona sentada en la cama, comiendo lo que Bettina, la mujer que la cuidaba, le ponía en la boca. Se la veía bien, aunque era una ilusión. La enfermedad, o lo que fuera, actuaba sin detenerse en meras impresiones. Me estiró la mano que tomé con la mía. Nunca olvidaré esos huesos frágiles que se clavaron en mi palma hasta causarme dolor.
Me quedé el resto de la tarde. Ya no intentaba hacerla hablar, era agotador para ella. Así que me recosté en un sillón mientras leía un libro.
—Anyulín… —la oí decir al rato.
—¿Querés agua? —pregunté yo.
—Anyulín… —dijo otra vez—. Perdoname, Ángel… Perdoname.
Me pareció que llorisqueaba un poco. Pidió dos o tres veces perdón y volvió a dormirse.
La dejé con Bettina y me fui a la casa de mi tío Lucio. Si alguien sabía algo más era mi tío Lucio, el mayor de los hijos de mi abuelo y de la malograda y bella primera esposa. Cuando murió la madre, Lucio tenía doce o trece años. Edad de saber, de reconocer y de recordar. Ahora que lo pienso, tenía casi la edad que la Nona Maia.
Lo encontré haciendo la quinta.
—Eh… Qué sorpresa —me dijo.
—Tuve que venir a visitarte porque vos no te aparecés nunca.
—No sé ni donde vivís, Pajarito
Llamaba pajarito a todos los sobrinos y nietos propios así no corría peligro de equivocar los nombres.
—Qué te trae por acá.
—Ando con ganas de escribir una novela inspirada en la familia y quería preguntarte algunas cosas.
—Ja… En esta familia no sucedió nunca nada interesante. A menos que llamés interesante a estos tomates… —y me mostró dos grandes y brillantes.
—Ni en la verdulería hay de esos… —le dije.
—Ajá… ¿Y desde cuánto sos escritor?
—No soy escritor, tío. Estoy intentando escribir.
—¿Y por qué una historia de esta familia?
—Como para arrancar. Más bien quiero contar la historia de una típica familia de inmigrantes italianos…
—Ah…
Eso pareció gustarle.
—¿Y qué querías saber?
—La Nona me estuvo hablando del Anyulín…
—¿Del Anyulín? Qué raro… En tantos años no la oí mencionarlo y ahora…
—Viste que dicen que cuando la vida se acaba se te da por recordar…
—¿Y quién dice?
—Qué sé yo. Las revistas.
—Debe ser cierto, nomás. Y qué querías saber…
—Ese asunto de la muerte…
—Yo no me estoy acordando de nada, así que según esa revista voy a vivir cien años más.
Tuve que reírme. Me estaba boludeando un poco así que no le mencioné más a la Nona ni al Anyulín y pasé a hablarle de la quinta. Fue cuestión de tiempo. Creo que quería descargar ese recuerdo que lo atormentaba un poco.
—No sé bien qué pasó, Pajarito. Un día se nos apareció por casa ese estúpido del Anyulín… Ya mi papá se había vuelto a casar con la Nona y vivíamos todos juntos. Y si no recuerdo mal, la Nona ya estaba embarazada de tu mamá.
—¿Estás seguro?
—Si estaba embarazada seguro que era de tu mamá, la mayor de la segunda tanda. Pero, ese Anyulín, era un pibe más bien pavo…
—Y de River —dije yo para ayudarlo a recordar.
—Ja… Imaginate.
Lucio arrancó unos rabanitos y me los mostró con orgullo. Luego se puso de pie. Enderezarse le llevó un buen rato.
—¿Quién te dijo que el Anyulín era de River?
—La Nona.
Sacudió la cabeza y siguió hablando.
—Una noche se apareció por casa, medio borracho, creo. Mi papá salió y discutieron. Después salió tu abuela y discutieron más.
—¿De qué? ¿No se resignaba a perderla?
—Reclamaba algo. Creo. A los gritos. Es mío, decía. Es mío…
Me recorrió un escalofrío. Creo que Lucio no llegaba a comprender del todo lo que estaba contando. O no quería comprenderlo. Lo interrumpí adrede, para evitar que cayera en el pozo de la duda que había evitado tantos años. Para mí era suficiente. Me despedí con promesas de visitas que nunca cumpliría. Me estaba yendo cuando me acordé de que aún tenía una pregunta pendiente.
—¿El Nono Santiago era de Boca?
—Qué va. Ni sabía cuántos palos tienen los arcos… ¿Por?
—Por nada.
Dije y me fui saludando con una mano en alto.
A la Nona la encontré dormida. Apenas respiraba. Bettina estaba sentada a su lado, tejiendo.
—¿Vino el médico?
—Sí.
—¿Y qué dijo?
—Ni pío. Sacudió la cabeza y se fue —me dijo mirándome sin necesidad de agregar nada.
—Andá, nomás, Bettina. Yo me quedo hasta la noche.
—Mirá que tu mamá…
—Andá, te digo. Cuando me tenga que ir te aviso y volvés.
—Vos sabrás, por algo la pobre vieja nunca te negó nada.
Probablemente Bettina sabía lo de las visitas nocturnas con mi primera noviecita, algo que la Nona le habría contado en otro momento de delirio. Ya no tenía importancia.
—Andá, no te preocupes…
Ya solos con la Nona, me embarqué en una especie de ceremonia. Casi un exorcismo, pienso ahora. Bajé la persiana, cerré la puerta y apagué la luz excepto la del velador que cubrí con un pañuelo. Y me largué a hablarle de fútbol y a leerle todas las cosas que ella había dicho y yo anotado. Ella apenas reaccionaba. En un momento relaté un partido de fútbol imaginario. No reaccionó hasta que dije que River, el Beto Alonso para más datos, había hecho un gol, y que todos los hinchas saltaban en las tribunas, incluso uno llamado Anyulín…
—Anyulín, Anyulín… —dijo y me tomó de la muñeca. Era tremenda la fuerza que tenía en ese manojo de huesos sin carne.
—¿Qué pasó con Anyulín, Nona?
—No lo envenenes, Santiago. Pero se quiere quedar con esto…
Hubo un largo silencio.
—¿Qué es esto, Nona?
—Dice que esto es de él, pero esto es mío. No lo envenenes, Santiago. ¡Sí, matalo, que me quiere quitar a mi hijo! —dijo después en un grito.
En su último delirio dijo mucho más. Fue toda una confesión, aunque el relato era tan fragmentado y febril que cabe la posibilidad de que yo haya entendido todo al revés. Había ido por una historia para un cuento y había recibido el relato de una calumnia, una muerte y quizá un desvío en el árbol genealógico de la familia. Nunca dudé de que eso que había oído tenía que morir conmigo. No iba a ser yo el que crearía una épica familiar que la destruyera. Quizá mi Nona, a pesar de todo, sabía que conmigo su secreto estaba a salvo como mi secreto de las visitas nocturnas con mi noviecita de la adolescencia lo estaba con ella.
Le avisé a Bettina que debía retomar su turno cuanto antes, a mi mamá que tenía que volver a Rosario urgente y me fui en el primer colectivo que pasó.
La Nona falleció dos días después.
—Sabés que después de que te fuiste no volvió a decir ni una palabra… —me contó mi mamá.
Se había vaciado. Me honró descargando conmigo su gran secreto. Y luego ya no tenía nada más que hacer en este mundo.
No volví para el entierro porque mi mamá me pidió que no lo hiciera. Que la había visto viva y que la había acompañado y que eso era más que suficiente. Era lo mejor. Y creo que tenía razón.
La Nona murió un domingo en que se jugaba el clásico. River le ganó a Boca tres a cero, pero eso ahora carece de importancia.
Javier Chiabrando