El texto va conmigo

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Corro por una calle que tiene lomas, más subidas que declives a unas veinte cuadras de la costa y me gusta imaginar que cuando Mar del Plata no existía todo era arena y médanos por más que hace años que en estas calles hay puro asfalto y autos. Corro porque es una de las cosas que me ayudan a escribir y, en esta mañana de octubre de 2024, no lo consigo y voy despojado de auriculares para no distraerme con un podcast ni con música así que pienso en cosas que no suelo pensar cuando corro y tomo apuntes en forma de audios de WhatsApp mientras bajo las acacias, los ciruelos y los jacarandás que me protegen del sol, atravieso el barrio Los Troncos y pienso que muchas veces no elijo los temas sobre los que escribo. Muchas veces el texto surge de una frase en medio de un libro, una conversación, una nota en el diario, un posteo en redes sociales; en todo caso, algo que me genera preguntas aunque no todas tengan respuesta.

¿Qué hubiera elegido Emanuel Márquez si hubiese podido? Márquez trabajaba como reciclador en el basural y tenía veintitrés años la tarde de hace treinta y un días en la que se  peleó con un colega y un policía le disparó en la frente y lo mató por más que, según los testigos, la pelea había terminado. Y me pregunto qué hizo Márquez esa mañana antes de ir al basural, cómo se despidió de la mujer ¿Habrá jugado con la hija de dos años? ¿Estaría despierta la nena cuando él se fue? ¿Lo habrá visto marcharse al menos? ¿Y el policía? ¿Qué pensó el policía cuando cargó el arma? ¿Le habrá apuntado a la cabeza en el instante en que presionó el gatillo? ¿Qué habrá sentido cuando Marquez cayó? Alguien que también trabaja en el basural, en una entrevista que hice días después de la muerte, contó que son cuatrocientos los que todos los días se desesperan cada que vez que llega un camión con la basura y rompen las bolsas y sacan comida y objetos que se pueden reciclar y que las peleas son normales aunque no muy frecuentes y que también es normal el consumo de drogas y alcohol y pienso que la lista de trabajos tan insostenibles que hay gente que consume para soportarlos debe ser larga.

Corro y miro los jardines tras las rejas, los arbustos o los muros que solo dejan ver los pisos superiores de las casas de ladrillo visto y ventanales de estilo inglés y las de frente de piedra que parecen hoteles boutique y recuerdo a Romina, una mujer de poco más de cuarenta, rubia de contextura delgada y fibrosa que, tras diez años de trabajo como empaquetadora en la planta de Pepsico del Parque Industrial, terminó con incapacidad por una lesión crónica en el codo a causa del trabajo repetitivo al que la sometían y recuerdo a Patricia, una mujer de casi sesenta, que después de treinta años de coser a máquina en la planta de Textilana que está a la vera de la ruta 88, acabó con una lesión crónica en el hombro y un cuadro de depresión a causa del trabajo repetitivo al que la sometían.

Corro con pantalón corto y buzo gris, no llevo la ropa térmica de colores oscuros con franjas de fucsia, amarillo o naranja como las que usan los runner, no hago vida de runner y a medida que los pies impactan el suelo y siento el vibrar leve, preciso y acompasado en los talones y las rodillas, el vientre y los músculos de la cara, pienso que no me gusta correr, no disfruto la primera parte cuando al cuerpo le cuesta mantener un ritmo. Si hay goce es tras varios minutos, en el momento en que se deja llevar y después, ya de regreso, porque en el resto del día, más allá de si había sido bueno o malo, me siento mejor, más dispuesto y activo y creo que algo similar me pasa con la escritura: me cuesta el comienzo, seleccionar la información, encontrar lo que quiero decir y disfruto cuando reescribo y cambio una frase o intento una metáfora para que el texto gane clima o modifico la puntuación para darle ritmo y suele suceder que el texto ya no está solo en un archivo que abro y cierro cada vez que quiero, va conmigo y las palabras surgen por más que esté lavando una taza, caminando o en la ducha: el texto y yo convivimos y la escritura se parece a un lugar, un sitio al que puedo acudir para apartarme de todo lo demás. 

O al menos eso es lo que creo ahora que ya estoy en la costa y veo el mar, de un celeste algo más oscuro que el cielo que en algunas partes, por el reflejo del sol, parece dorado y no hay viento ni olas: hay una quietud de tierra yerma salvo por unas ondas que se despiertan y hacen espuma en la orilla y hay personas en reposeras y algunos se bañan y hay surfistas aburridos y  pienso que podría vivir sin el mar, que no soy como la mayoría de los marplatenses que sostienen, con un orgullo que agobia, que no podrían pasar ni un solo día lejos de este paisaje y me pregunto, entonces, por qué no me fui si soy de la generación que a principios de los dos mil emigró (sobre todo a España), si tengo varios amigos que viven allá y me pregunto qué pensarán, si sentirán alivio o tristeza ahora que los tiempos se pusieron tan salvajes y despiadados y recuerdo a Martín (un amigo algo mayor que yo) que se fue en 2002 y al que volví a ver por el año 2007 cuando él tenía treinta y tres y lucía derrotado como un tanguero del arrabal cuando dijo que no, que él ya no podría volver, que ya no era posible por más que quisiera: allá vivían su mujer española y su hija y creo que yo no me fui por eso, por el miedo a no volver.

Ezequiel Casanovas

Ezequiel Casanovas
Ezequiel Casanovas
Nació en abril de 1980 en Mar del Plata y es periodista. Ha trabajado en prensa institucional y en medios de la ciudad. En 2014 fue finalista del premio de Crónicas La Voluntad con un texto que forma parte del libro Otra Argentina de Editorial Planeta. En 2015 fue finalista del premio Crónicas Interiores. Fue colaborador de la revista Ajo y se desempeña en la subsecretaría de Comunicación del municipio.

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