El test

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La primera vez que robé fue a los 15 años. Robé un test de embarazo. No era para mí, en realidad estaba siendo altruista. Anto, una de mis mejores amigas, estaba en duda. Que no sabía, que si el pibe acabó adentro, que si el pibe acabó afuera, que la marcha atrás. Y yo, virgen María, intuía de qué hablaba, pero en realidad no tenía ni puta idea de nada. Ella no quería, le daba vergüenza ir a la farmacia a comprar. Ahora que lo pienso se debería haber hecho cargo, por lo menos de eso, y no dejar a su amiga virga frente a esa situación. Pero fui y robé. Y no por vergüenza, porque nunca tuve, en realidad robé por plata. Si Cata o Flor me pedían el favor, agarraba mis pocos ahorros y directamente lo compraba porque sabía que ellas me iban a devolver lo invertido. Anto en cambio no, ella era una rata total. Se hacía la boluda siempre y ya me la veía venir, sabía que iba a tirar la plata. Pero tampoco la podía ver así, nerviosa, llorando todo el tiempo, maquinando. Anto era una rata, pero esa rata era mi amiga y yo quería mucho a mi amiga rata. 

Entonces, después de la decimotercera llamada telefónica del día con Anto, después de escucharla llorar y contarme lo que yo ya sabía, agarré la valentía de la mano y juntas fuimos a robar un test. Por suerte la farmacia de mi barrio no se caracterizaba por tener la seguridad de la CIA. Era un sucucho en una esquina en el que atendía una farmacéutica de lo más mala onda que no le prestaba atención a nada que no fuera el crucigrama del diario. El problema no era robar, el problema era qué robar. Porque las opciones eran infinitas. Había baratos, había caros, en uno meabas en un frasco, en otro meabas en un palito, había uno que parecía un termómetro enorme, uno con letras, uno con números, uno con líneas. Descubrí que elegir el test correcto era más difícil que limpiarse los mocos con papel picado, entonces decidí hacer ta-te-ti. El suertudo que iba a definir el destino de mi amiga era una especie de resaltador rosa con tapa. Me lo guardé, con mucha naturalidad, en el bolsillo interior de la campera enorme que había llevado. Fui a la caja, pedí dos sobres de Bayaspirina C, pagué y me fui. La empleada casi que ni me miró en ningún momento. Su distracción constante me fascinaba, ojalá me chupara un huevo tanto la vida como a la farmacéutica esa. Lo bueno para Anto fue que no tuvo que mear en un frasquito. Lo malo fue que yo había revoleado la caja en un tacho de basura cercano porque hacía mucho bulto. Mamá me ignoraba, pero si yo llegaba a casa con un test de embarazo en la mano algo me iba a decir. Hicimos la prueba en casa. Yo tenía el baño al lado de mi habitación y esa tarde mis hermanos no estaban, mamá miraba la novela y papá tenía fútbol con los amigos. Hice un par de tecitos con cáscara de mandarina para calmar los ánimos de mi amiga. Me hubiera gustado que Cata y Flor estén para acompañarme más a mí que a ella, porque tengo la sensibilidad de un cactus y no sé cómo consolar a las personas. Si el test daba negativo saltábamos de alegría. Si daba positivo no tenía idea de qué hacer. Pero Anto no les quiso decir, entonces estábamos solas, tratando de entender como mierda usar el bicho ese que robé.

Le juré por mi abuela, por mi abuelo, por Harry Potter, que había leído las bases y condiciones del test. Pero no había leído una mierda. Total, ella no sabía que mis abuelos estaban muertos y Harry Potter es ficción. Se tomó el té como para tener algo para mear y fue al baño. Lo bueno de las minas es que podemos hacer pis en cualquier momento, pero ella estaba tan nerviosa que tardó una eternidad en largar el chorro. Meó en el resaltador. Esperamos. Un minuto. Nada. Dos minutos. Se puso rosa. Tres minutos. Aparece una línea. Tres minutos y medio. Aparecen dos líneas. Y yo no tenía ni idea de lo que significaba eso porque sólo tenía el resaltador y no la caja. Encima había jurado que sabía. Entonces, con mi mejor cara de póker le dije “tranqui, amiga, es negativo”. Tuve suerte, mucha suerte, de que Anto, además de ser rata, era muy boluda. Porque no se le ocurrió googlear en incógnito. Sabíamos que la madre le revisaba el historial, pero ella tampoco le buscaba la vuelta. Entonces confió en mi palabra. Mal hecho. Yo tampoco googleé. Muy mal hecho. Festejamos, miramos Mean Girls, comimos pizza, Anto se quedó a dormir en casa. Al otro día se fue y yo escondí el test en un cajón oculto que tenía debajo de la cama para tirarlo ni bien pudiera. 

A los dos días habíamos borrado el tema de nuestra mente. Nada. Nunca pasó. Vuelvo del colegio y la encuentro a mamá pálida en el living de casa. Me mira, fijo, no me dice nada. Parece que se está por desmayar. Nunca la había visto tan blanca en mi vida. “A tu padre no le conté” me dice y me quedo confundida, tratando de entender qué carajo pasó. Saludo y ella me responde con un “hola mamá las pelotas” y levanta, cual antorcha olímpica el test de embarazo. ‘¿Victoria, vos estás embarazada?» Me dice y yo le respondo que no, que es imposible y miro el test confundida. Y ahí me acuerdo que nunca lo saqué del cajón. Me entero, en ese instante, que las madres lo saben todo, son lo más cercano a dios que hay en la faz de la tierra. Lo único que me sale decir es, “pero, mamá, es negativo”. Ella, suspirando, inhalando paciencia infinita, me responde que no, que dos rayas son positivas. Y yo abro la boca grande, me agarro la cabeza con la mano derecha, pienso cómo carajo le digo a mi amiga todo esto y digo en voz alta “pero mío no es, el test es de Anto”. Y en ese momento se escucha un estallido en la puerta de la cocina que nos distrae, un mate sale volando y un termo queda roto en mil pedazos. Todo alrededor de mi hermano, que se había desmayado porque era la última persona que había estado con Antonella.

Victoria Figueiras

Victoria Figueiras
Victoria Figueiras
Nació en Mar del Plata en 1992. Desde la adolescencia participó de diversos talleres de lectura y escritura creativa dictados por docentes marplatenses. Sus cuentos Las Mandarinas y Osvaldo fueron publicados en la antología Las luces que faltan (en colaboración, 2021). En 2022 fue seleccionada por la editorial Orsai para participar en el libro Hilo, papel y tijera. Actualmente, escribe en redes para @relatosminimalistas, cuenta de Instagram propia creada durante el 2020.

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