Volví a acordarme de esta pequeña historia cuando escuché hace poco a Stephen Hawking afirmar en un reportaje que la física llegará muy pronto, quizá en la próxima década, a la teoría unificada de las leyes del universo, con la explicación matemática del momento cero de la creación.
Volví a acordarme, mientras el periodista le hacía la inevitable pregunta sobre el papel que quedará para Dios, de las clases de Cosmología del profesor Katz en la Facultad de Ciencias Exactas y del terror que infundía a sus alumnos. Katz había estudiado en Oxford con Roger Penrose, el director de tesis de Hawking, y en su breve regreso a la Argentina dictaba Cosmología como la materia final de la licenciatura en Física. Pronto se había hecho famoso por la rapidez con que llenaba pizarrones, por la fuerza con que partía las tizas mientras escribía y por la dificultad sobrehumana de sus prácticas. Había pedido que su ayudante de cátedra fuera un matemático graduado y Pablo Marín, que era en esa época amigo mío, había accedido al traspaso. Pablo se divertía contándome en el bar de Ciudad Universitaria los sarcasmos de Katz y la desesperación de los alumnos frente a las fórmulas. Me contaba, sobre todo, de una chica algo mayor que los demás, que ya había desaprobado dos veces la materia y que lo seguía como una sombra a todas las consultas para preguntarle, con una fijeza obsesionada, uno por uno cada ejercicio.
El cuatrimestre pasó y llegaron las fechas de los finales. Pablo había fijado una última consulta una hora antes del examen. Ese día, mientras almorzaba conmigo en el bar, le avisaron desde la secretaría que tenía una llamada de teléfono. Bajó demudado: la que había sido su novia histórica estaba de paso por Buenos Aires y quería volver a verlo. Me pidió que fuera en quince minutos hasta el aula del examen para avisarle a sus alumnos que no daría la clase y salió a grandes trancos hacia la parada de colectivos. Pedí otro café, dejé pasar el cuarto de hora y fui hasta el aula. Sólo había una chica junto a la tarima, que se balanceaba nerviosamente de pie, abrazando una carpeta negra: la alumna de la que me había hablado Pablo. Cuando me acerqué vi que el brazo que cruzaba la carpeta estaba crispado, con el puño fuertemente cerrado, como si ocultara algo, y que el mentón le temblaba: parecía a punto de castañetear. Tuve que decirle que Pablo no le daría la consulta. Se quedó por un momento abrumada, incapaz de hablar y me miró después implorante, como a una última tabla de salvación. Pero tal vez vos podrías ayudarme, me dijo, sos también matemático, ¿no es cierto?, y abrió atropelladamente la carpeta, antes de que pudiera decirle nada. La práctica tenía un título curioso: El sumidero de Dios. Posiblemente otro sarcasmo de Katz, o quizá fuera la convención algo zumbona entre los físicos para referirse a la singularidad en el instante inicial. Debajo vi las ecuaciones más impenetrables sobre las que me tocó fijarme en toda mi carrera. La primera ocupaba tres renglones, y reconocí apenas dos o tres símbolos. Me di cuenta de que en una hora ni siquiera lograría entender la notación. Volví a alzar la vista y ella advirtió antes de que le dijera nada que su última esperanza se había desvanecido. Vi que temblaba y que su puño, que había quedado colgando a un costado, se apretaba convulsivamente. Me quedé por un instante petrificado: desde ese puño, por la juntura de los dedos, se formaba un hilo de sangre, que empezaba a gotear en silencio al piso sin que la chica pareciera advertirlo. Extendí la mano para aferrarle la muñeca y antes de que pudiera retirarla le abrí con mi otra mano los dedos. Lo que aquella estudiante de Física escondía y había apretado hasta incrustarse en la palma eran las puntas de metal de un crucifijo.