Era un caballo magnífico que pasaba por el medio de la calle. Sin montura, salvaje y desenfrenado, impactaba su trote marcial, brioso, todo energía y poder. En el sueño el escritor lo miraba, fascinado y perplejo, desde su ventana. Lo evaluaba con preocupación, porque era una fuerza desbocada, en apariencia incontenible, una especie de loca marea de músculos y aceros que salpicaba de chispas el pavimento, que después de la lluvia brillaba como inundado de minúsculas estrellas. La preocupación que sentía estaba relacionada con la idea de la devastación que toda fuerza desbordada implica. Ese caballo desatado y sin destino, esas chispas, ese fuego interno, intenso, calcinante, no autorizaban la ironía ni alentaban intentos poéticos. Lo que se desplazaba ante sus ojos, capaz incluso de una belleza fría, metálica, era esa fuerza que llamamos bruta, siempre fascinante pero ominosa y letal. Aquella mañana de 1939 Elías Canetti se despertó con la boca seca y una odiosa ansiedad que le inundaba el alma. Un rato después, cuando lo llamaron para avisarle que los tanques alemanes habían cruzado la frontera polaca, hizo lo único que podía hacer para intentar el imposible sosiego de esa angustia perfecta que sentía: se puso a escribir.
Mempo Giardinelli