El síndrome de Garbo

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La imagen que recibía del espejo era difusa, su cara parecía no tener profundidad, la nariz cada vez más chata, los ojos estirados, la piel plana. Carmen se tocaba la boca, recorría los labios con los dedos. Estoy enloqueciendo, pensaba; hasta que alguien se lo hizo notar, en el trabajo o en una reunión de amigos, no recuerdo bien ahora. Se lo dijeron tímidamente. Primero fue una pregunta: ¿Estás bien? Te veo pálida. Después una foto y la comparación con otras fotos tomadas apenas unos meses atrás. Carmen vino a verme, le habían dicho que era el mejor dermatólogo del Hospital San Nicolás. Llegó con la cara oculta debajo de un sombrero. Ella era soltera y no tenía hijos, pero tenía tres hermanos, siete sobrinos, un padre y una madre. Hablaba en un susurro. Me había pedido que fuera a verla a su casa, pero con esas cuestiones soy inflexible, sólo atiendo en mi consultorio, tengo la luz correcta, una camilla cómoda y silencio, fundamentalmente silencio. Llegó puntual, me saludó tibiamente y se sentó frente a mi escritorio. Inclinaba la cara para que no pudiera verla, se tapaba con el ala del sombrero. Me explicó que era la primera vez en tres meses que iba más allá de la esquina de su casa. Estaba vestida de azul oscuro, llevaba un vestido sencillo; el sombrero también era azul, apenas traslúcido; le pedí que se lo sacara y que se recostara en la camilla.

Volvió a mi consultorio al día siguiente. Y al siguiente. Creo que fueron dos semanas completas de observaciones. Suspendí todos mis compromisos para ocuparme exclusivamente de Carmen. En primera instancia no me dejaba tomarle fotografías. Después aceptó, me costó convencerla de que era la mejor forma para observar con detalle la evolución de los cambios. Carmen sufría el Síndrome de Garbo, una enfermedad que borra la cara. Únicamente deja la boca. La nariz, los ojos, las orejas, los pómulos, las cejas, todo desaparece lentamente hasta que no queda nada. Sólo piel. Lisa, plana, perfecta. Lo más extraño del Síndrome de Garbo es que todos los sentidos continúan funcionando normalmente, aunque el enfermo se queda sin ojos, sin nariz y sin orejas puede ver, oler y escuchar perfectamente. Carmen había quitado los espejos de su casa. Intentaba llevar una vida normal, aislada, pero normal. Reconozco que la primera vez que la vi me impresioné, en mis treinta y tres años como dermatólogo he visto quemaduras extremas, cicatrices profundas y casos de alergias graves, pero nunca había tratado a una paciente con la cara vacía. Carmen era una mujer joven. Me mostró fotos: nariz pequeña y redonda, ojos oscuros apenas rasgados, cejas finas, pómulos prominentes.

Recuerdo que aquella primera vez que vino la toqué para saber si había perdido la sensibilidad, pero en especial para sentir la textura de esa cara pura piel. Ya casi no tenía ojos, apenas dos rayitas mínimas, como dos arrugas. La nariz y las orejas habían desaparecido. Me preguntó si algún día volvería a ser como era. No pude responderle. Parecía un retrato incompleto al que sólo le habían dibujado la boca. Hice algunas anotaciones y le pedí que regresara al día siguiente sin falta. Mi primer impulso fue conectarme a Internet para buscar información, imágenes, diagnósticos, anécdotas clínicas, lo que sea. No encontré nada, apenas la descripción de dos casos aislados, uno en Noruega, a principios de la década de 1930, y el otro en la India, más o menos en la misma época. Las fotos que acompañaban los informes estaban muy deterioradas y los comentarios profesionales eran mínimos. Preferí, en un principio, no escribirle a ninguno de mis colegas, no quería que se filtrase ningún dato erróneo. Pero después de meditarlo le envié un mail a un dermatólogo conocido en México, el doctor Julio Di Leo; le mentí, le dije que estaba iniciando una investigación teórica sobre el Síndrome de Garbo, que necesitaba saber si tenía o si conocía bibliografía al respecto. Cualquier dato me hubiese venido bien. Me respondió lo que ya sabía:

Querido Carlos,

Hay quienes dicen que el síndrome de Garbo es mito. Sólo se conocen dos casos y se sospecha que fueron inventados… 

El mail era extenso, Di Leo me comentaba sobre una partida presupuestaria que había entregado el gobierno para divulgación científica. Todos los años me invitaban al D.F. para dar charlas o participar en seminarios, pero la verdad es que no me interesaba demasiado, prefiero quedarme en mi consultorio. Si viajo es por placer. Le agradecí y le pedí que me avisara sobre cualquier información que consiguiera. Me arrepentí de haberle escrito.

Dos meses después, la cara de Carmen estaba completamente lisa. Apenas los labios, rojos pero inexpresivos. Ella salía de su casa sólo para venir a verme, me exigía novedades; yo le decía la verdad, que estaba investigando, que no había información publicada salvo los dos casos aislados en Noruega y en la India. Tomé una muestra de su piel. Los estudios dieron perfectos. Incluso la lastimé muy cuidadosamente con un bisturí. Sangró y la cicatrización fue normal. Ella tenía miedo de no recuperar nunca más su cara, todos los días se levantaba y se miraba en el espejo del baño -el único que había dejado- para ver si regresaba su nariz o sus ojos, una señal, una protuberancia, lo que sea. Había días en que estaba de pésimo humor, pero al no recibir una respuesta contundente me amenazaba con cambiar de profesional, no me gritaba ni armaba escándalos, me trataba de inútil. Mientras me hablaba yo miraba su boca solitaria, parecía la boca de otra persona montada digitalmente en su cara plana. Me perdía en esa imagen, casi no podía prestarle atención.

Pasaba día y noche estudiando el caso de Carmen. Leía mis apuntes, observaba en profundidad cada foto, revisaba una y otra vez el resultado de los análisis. No había demasiado por hacer, la cara se había borrado, la había absorbido su propio cuerpo. Recuerdo la charla que tuvimos una tarde de invierno –los días fríos eran los mejores para ella, podía salir a la calle abrigada, más disimulada–. Hablábamos mucho. A medida que pasó el tiempo hasta le había cambiado la forma de hablar, no había cambiado el tono de la voz sino las cosas que decía, la forma en que construía las frases: era muy directa, de frases profundas. El vínculo con su familia estaba suspendido, había inventado un viaje a Marruecos por tiempo indeterminado, supuestamente la habían contratado para trabajar en una empresa multinacional como jefa del departamento de publicidad e imagen y no había tenido tiempo de despedirse. La casa siempre cerrada, hacía las compras por teléfono, pagaba las cuentas por Internet. Leía desaforadamente. Por el dinero no tenía problema, desde hace años alimentaba un plazo fijo que le permitía llegar a fin de mes.

Hablamos sobre la posibilidad de practicar una cirugía estética, conocía profesionales que hubiesen hecho el trabajo, pero Carmen no quería otra cara que no fuera la suya, además dudaba de que pudiera practicarse la intervención, no había una nariz para moldear, ni ojos, ni orejas, y no quería prótesis de silicona. Carmen –insisto– quería su cara. Una tarde se dibujó ojos, cejas y una nariz. Yo no la vi, me contó. Llegó al consultorio con la cara manchada . Le pregunté, estalló en llanto. Lloraba sin lágrimas. Investigué a fondo el tema de los trasplantes de cara, se habían hecho varios en el mundo con buenos resultados. El problema era conseguir un donante.

Le conté mi plan. Yo iba a ayudarla, quería estar con ella hasta el final. Le recomendé mudarse a una ciudad más grande, donde nadie la conociera. Una vez instalada –yo la acompañaría para firmar contratos de alquiler y otras cuestiones burocráticas– debía pegar carteles con su cara –su cara completa– en la calle. Carteles a color, bien diseñados. También inundar Internet con pedidos de búsqueda. Ofrecer una recompensa generosa. Mentir con el nombre. Que lo vea su familia, incluso mejor: lo fundamental era dar con alguien parecido o, de ser posible, a una idéntica. Carmen aceptó. Salimos en auto a las cinco de la mañana hacia la capital. Iban a ser, a lo sumo, un par de meses, ya había averiguado por una casa en un barrio tranquilo. Nos instalamos y comencé el operativo, por las noches pegaba carteles en postes de luz, columnas de edificios públicos y estaciones de colectivo y tren. El cartel mostraba a Carmen sonriente, debajo el mail y un teléfono. Hicimos lo mismo en redes sociales. Pasó un mes y no hubo resultados. Carmen estaba en su peor momento. Una noche me pidió que me fuera, me dijo que no quería volver a verme. Le expliqué que no podía quedarse sola. No me respondió. Tuve miedo de que quisiera lastimarse; le advertí que no me iba a ir y me encerré en una habitación. Al día siguiente Carmen salió temprano. La seguí sigilosamente. Caminó por el barrio escondida detrás de su sombrero y regresó a la casa. Repitió la rutina durante una semana, siempre por calles distintas; caminaba aproximadamente dos horas.

La primera vez que Carmen la vio fue en una plaza, estaba sentada con la cara enfocada hacia el sol. Los ojos cerrados. Carmen estaba a pocos metros, escondida detrás de un árbol. Esa mujer se convirtió en su obsesión, era masajista, se llamaba Rocío, vivía a unas diez cuadras de la casa que habíamos alquilado. Siguió sus pasos día y noche, nunca entendí por qué, Roció era mayor que ella y, a decir verdad, no se parecían demasiado. Tal vez algún gesto, pero no mucho más. Sospecho que Carmen había olvidado cómo era su propia cara, vivía en una confusión que no le permitía recordarse a sí misma, aunque también es posible que se haya proyectado en el tiempo: que no sólo quisiera su cara, que además quisiera recuperar los cambios que hubiesen generado los dos años que pasaron desde que contrajo el síndrome, desde la última vez que se había visto completa.

La llamó por teléfono, acordó un turno para última hora. Me pidió que consiguiera una camilla de masajista. Estaba preparando algo en la habitación del fondo, no me dejó ver, Carmen todavía estaba negada a mi presencia en la casa. Por último me pidió que cuando la masajista tocara el timbre le abriera y la hiciera pasar. Ella la esperaría acostada en la camilla, boca abajo. A las siete en punto Rocío estaba parada al lado de Carmen, en la habitación del fondo. Ella misma entornó la puerta.

No sé cómo logró atarla a la silla. Entré a la habitación al día siguiente. Carmen se había ido sin dar explicaciones. Rocío estaba tiesa, con un pañuelo en la boca y la cara marcada con líneas de puntos alrededor de los ojos y de la nariz. En el piso había restos de comida. Le saqué el pañuelo con cuidado y le pedí que me explicara. Me rogó que la dejara ir. La desaté, intenté tranquilizarla pero salió corriendo a la calle.

No volví a ver a Carmen. Estuve tentado de hablar con su familia y explicarle lo sucedido pero tuve miedo de que me denunciaran.

El mes pasado recibí un mail de mi colega en México, me dijo que conoció a un profesional que está tratando a una paciente que sufre el síndrome de Garbo; la descripción que me hizo respondía a las señas de Carmen. No puede ser ella, es imposible que haya tomado un avión, que haya pasado un control de aduana, pensé. Me invitó a ir para participar en el seguimiento del caso. Todavía no le contesté, pero debería hacerlo. Para que se cuiden. A esta altura, apenas se me ven los ojos.

Agustín Marangoni
Agustín Marangoni
se dedica actualmente a la comunicación y el marketing como jefe de área en la Comunidad CADS. Coordina el espacio CADS Q, dedicado al conocimiento tecnológico y artístico. Y desarrolla el proyecto LG Básquet, un espacio especializado en la formación de deportistas y entrenadores en 17 países. Trabajó durante 20 años en medios radiales, televisivos y gráficos, en Argentina y el mundo. Tiene tres libros publicados.

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