El sátiro de la bicicleta

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Boyero me estaba cebando un mate cuando Folchi lo llamó de un grito. Pegó tal respingo que un chorro de agua caliente empapó la hoja de diagrama con la contratapa recién dibujada. Intentó secar el enchastre con el pañuelo y lo único que logró fue borronear los trazos de lápiz y desgarrar el papel en cuatro partes. Se puso pálido y se atoró con unos perdones temblorosos, exagerados, como si la ofensa cometida hubiese sido un insulto a mi madre o una puñalada en el pecho.

–Tranquilo, Boyerito, que no es nada. Ahora pido que me la hagan de vuelta –le dije, pero él no me oía. Se había empacado en su vergüenza.

Folchi se asomó a la puerta de la oficina; un cuis en trajes que le bailaban por todos lados, el pelo asfaltado por toneladas de brillantina, bigote de cantor de boleros y unos modales de presidiario que no concordaban con su aspecto de Charles Atlas antes del milagro.

–Boyero, carajo, sos sordo o qué.

–Voy doctor, voy… –y fue, tropezándose con sillas y escritorios; el paso atolondrado de una criatura con el cuentakilómetros en cero. Folchi, fastidiado, lo dejó pasar y luego me llamó con un gesto.

Boyero era buen chico. Lo digo en el sentido más amplio y piadoso del término. Tenía pocas luces y la personalidad de un pollito muerto de frío, pero no le hacía mal a nadie. Había entrado al diario dos años antes como cadete de la redacción. La leonera se relamió al verlo tan tierno, tan ingenuo. “Che, Boyerito, andá a comprarme sobres redondos que tengo que mandar una circular”. “Pibe, ¿la bicicleta de abajo es tuya? Porque me parece que pinchaste”. Cargadas. Ritos de una iniciación que amenazaba con no terminar nunca. Yo, que no era mejor que nadie ahí adentro, le había tomado cariño. ¿Por qué? No sé, pero en cuanto podía le daba una mano. Poca cosa, porque no tengo pasta de héroe ni de justiciero; sólo trataba de hacerlo salir bien parado de las bromas más pesadas. No quería que llorara. Que lo vieran llorar. Que su fragilidad quedara expuesta en carne viva. Y él me lo agradecía a su manera: sirviéndome mates con granitos de café –como a mí me gustaban–, consiguiéndome lápices con las puntas bien afiladas, manteniéndome engrasado el carro de la máquina de escribir. Por eso respiró cuando me vio entrar a la oficina de Folchi. Ya estaba sentado, las rodillas juntas y las manos entrelazadas encima, las puntas de los pies en el piso, los talones rebotando en el aire.

–Vea, Funes –Folchi se dirigió directamente a mí, como si Boyero no existiera–, la tapa de mañana va a ser el sátiro de la bicicleta, un tipo que ataca de noche a las mujeres que vienen de trabajar.

–Todavía no llegó ningún teletipo –le dije.

–Es un tema nuestro, ¿me entiende? Hay que instalarlo.

Folchi me clavó los ojos: estaba leyendo mi reacción con lupa. Se trataba de inventar un delincuente serial, desatar la psicosis y batir el parche con una primicia volátil como el humo, algo bastante común por aquellos años. Y quería saber si yo me animaba, si tenía reparos morales, si era uno de esos periodistas con diploma que se llenaban la boca hablando del compromiso con la verdad o si era un periodista en serio.

–Ahá… –contesté.

–Bien. El sátiro ataca de noche por… ¿Vos seguís viviendo en Pompeya, pibe? –y lo miró a Boyero.

–¿Yo? Sí, doctor.

–Fenómeno. Ataca de noche por Pompeya, Parque Patricios, Soldati. En las plazas, las calles desiertas, los alrededores de las vías del tren. A partir de ahí, Funes, imagine. Le doy libertad literaria. Pero quiero que las páginas chorreen sangre. Tiene que ser el sátiro más terrible de la última década. Lo tuyo, Boyero, es más sencillo: esta noche, cuando te vas de acá en la bici, cada tanto gritá. Gritá para meter miedo, digo, como lo haría un depravado sexual, un psicópata de las películas. ¿Sabés a qué me refiero, no? Que los vecinos te oigan de adentro de sus casas. Al principio, no van a entender. Les parecerá un loco, un borracho trasnochado. Pero cuando vean mañana la tapa del diario, “terror por el sátiro de la bicicleta”, van a unir una cosa con otra. ¿Entendiste?

–Sí, gritar.

–Bien. Ahora, sigan con sus cosas.

Boyero tardó en levantarse. Parecía petrificado por el pánico reverencial que sentía por Folchi, sumado a la nueva tarea que, supuse, no había comprendido del todo. Recién se despabiló cuando Folchi le volvió a preguntar, de la peor manera, si le había quedado alguna duda. Lo agarré del brazo y me lo llevé al baño. Temblaba.

–No estás obligado, pibe –le dije.

–Pero me lo pidió el doctor.

–Mañana venís, le decís que lo hiciste y chau. ¿Quién carajo se va a dar cuenta?

–¿Y si todo se viene abajo porque nadie oyó nada?

–Tarde o temprano todo se va a venir abajo.

Boyero se quedó callado un rato como si la mente se le hubiera metido en un laberinto interminable.

–En casa la olla la paro yo. Mi vieja es viuda –dijo, por fin.

–Entonces, sea lo que sea, no lo hagas gratis, tratá de sacar una ventaja –razoné yo, y me sentí un hombre sabio.

Hice que se lavara la cara con agua fría para que le volviera el color y le dí plata para que se comprara un café con leche con medialunas en el bar de la esquina.

–Andá tranquilo, que yo digo que te mandé al archivo a buscar material para mí.

El resto del día, Boyero estuvo más callado que de costumbre. Cómo, no sé, pero el rumor se había esparcido. Acaso, Folchi. La cuestión es que todos en la redacción sabían lo que el pibe iba a hacer esa misma noche y lo miraban con sorna. “¿Es cierto que te vas a dedicar al ciclismo?”, le dijo Zárate, el dibujante, a cuento de nada, creo que sólo para que el pibe supiera que los demás estaban al tanto. Que la logia de miserables que lo tenía de punto tampoco dejaría escapar ésa.

Folchi pidió ver mi nota antes de que yo la mandara al taller. Una crónica fabulada escrita con los lugares comunes del género policial. Me devolvió las cuartillas con varias anotaciones en rojo. Correcciones de tono. Donde decía “abusó”, “violó”. Donde decía “la amenazó con un cuchillo”, “la tajeó en el rostro y en los pechos”. En la primera hoja, arriba, puso: “Sangre, Funes, sangre”. Esa era su orden.

Boyero se fue a las doce y media, una vez terminado el cierre. Se sujetó con broches las botamangas de los pantalones y se calzó un gorro de lana negro porque ya empezaban los primeros fríos. Lo acompañé hasta la puerta.

–¿Querés que te siga en el auto, a distancia, por las dudas?

–No, gracias –me contestó con un hilo de voz mientras se montaba a la bicicleta.

–Acordate de que no es necesario.

–Chau –dijo, y empezó a pedalear.

 

Al otro día, apenas llegó, Boyero se reunió con Folchi. No recuerdo que hubiera pedido audiencia. Estuvieron encerrados una hora. El pibe salió y se puso a preparar mate en silencio. Folchi gritó mi nombre.

–Funes, se me va ya a Parque Patricios con un fotógrafo. Busque gente que haya escuchado o visto algo. Si alguno dice que sí, hágale sacar fotos con la tapa del diario de hoy en la mano.

–¿Alguna zona en particular?

–Sí: cerca de las plazas. Pruebe ahí. Traiga buenos testimonios. Si no, no vamos a poder sostener el tema mucho tiempo.

La búsqueda arrancó mal. Los vecinos de la plaza que está enfrente de la cárcel de Caseros no sabían ni de qué les estaba hablando. Lo mismo me pasó en los alrededores del Parque Patricios propiamente dicho. “¿Sátiro? ¿Qué sátiro, Robledo Puch?” Pero todo cambió cuando llegué a la placita José C. Paz, ahí nomás del Hospital Penna. Entraron a aparecer testigos por todos lados. “Parece un animal como grita. Es el rugido de un tigre”. “Como habrá sido que a mí me sacó del sueño y eso que cuando caigo, caigo”. “Para mí que es extranjero: decía cosas raras, yo no le entendía nada”.

El mejor testimonio lo dio una señora que en la cabeza tenía como un nido de hornero envuelto en un pañuelo de colores brillantes. La noche anterior, contó, estaba esperando la llegada de la hija, que había ido con una amiga al Cine Rivas, cuando escuchó los alaridos del sátiro y un chillido agudo, como el maullido de un gato asustado o el grito de una mujer: “Salí a la calle en camisón, así como estaba. Imagínese, pensé que le había pasado algo a la nena. Y es ahí que lo veo al tipo ése en bicicleta: enorme, los ojos rojos. Escupía una espuma blanca. Crucé a la placita, de donde me parecía que había venido el chillido, y no vi a nadie. Pero esta mañana, temprano, debajo de los toboganes, encontré esto”. Y me mostró triunfal un pendiente de fantasía.

Le sacamos una foto mostrando la tapa del diario y otra con el pendiente en la mano. Folchi me felicitó.

 

El sátiro de la bicicleta fue un éxito. Se convirtió en el as que jugaba Folchi para aumentar las ventas cuando no había noticias fuertes de tapa. En cada edición corríamos un poco más allá los límites de la verosimilitud. “Esto es arte”, decía Folchi, orgulloso, mientras hacía flamear mis originales corregidos en tinta roja.

A Boyero le sirvió para desmarcarse del rol de mandadero inútil y chivo expiatorio. Como un nadador primerizo que de a poco le va perdiendo el miedo al mar, iba cada día más lejos, cada día más profundo. El mate, por ejemplo. Primero empezó a prepararlo con descuido, luego con menos frecuencia, hasta que se dejó de preocupar por reponer la yerba y el azúcar. Paralelamente, empezó a llegar más tarde y a irse más temprano, sin consultar a nadie que no fuera Folchi. Cuando nos quisimos acordar, sólo hacía lo que él le pedía: se había convertido en su asistente privado.

Un día lo atajé en la entrada. Tenía puesto un gabán de paño azul, nuevo; las solapas alzadas. Yo venía de hacer unas notas en Pompeya, donde el sátiro había aparecido a la vuelta del supermercado Satélite.

–¿Ya te vas, pibe?

–En comisión. Orden del doctor –agachó la cabeza y siguió de largo.

–Sí, sí, está bien. A mí no me tenés que dar explicaciones. Pero decíme: ¿hasta cuándo vas a seguir con eso?

Se encogió de hombros. Cruzó la calle y se subió a un Fiat 1100, algo baqueteado pero todavía en condiciones. Lo puso en marcha, bajó la ventanilla y me miró buscando aprobación. Línea directa con Folchi, el gabán, el auto. Ventajas. Le dije que sí con un gesto y una sonrisa. Se despidió con dos toques cortos de bocina. Parecía feliz.

 

La primera denuncia policial la hizo una chica de veinte años. De día trabajaba en una mercería de la avenida Sáenz y de noche estudiaba en una secundaria para adultos de Caballito. El sátiro la atacó cuando venía del colegio.

–No me di cuenta, salió de la nada.

Me costó entender lo que decía, un poco por la congoja que le cortaba la respiración, pero sobre todo porque tenía la boca destrozada de los golpes. Estaba acostada en la cama de sus padres, su madre le sostenía una mano y le acariciaba el pelo.

La chica contó que el sátiro se le fue encima en una ochava mal iluminada de la calle Luppi. Que ella quiso gritar y que él la calló a trompadas. Que le clavó los dedos en el cuello. Que el tipo frotó su cuerpo contra el de ella hasta soltar un gemido y que después se puso a temblar como si tuviera frío.

–Me besó la boca llena de sangre, agarró la bicicleta y se fue.

Le pregunté si había llegado a verle la cara y me contestó que no.

–Fue muy rápido todo, tenía un gorro de lana hasta los ojos, estaba tan oscuro…

Se largó a llorar y no quiso hablar más.

Volví a la redacción y pedí una reunión con Folchi. Me hizo esperar veinte minutos hasta que me mandó llamar. Cuando entré a su oficina, hablaba por teléfono con el gerente de Circulación.

–Tirá el doble, yo sé lo que te digo, si no nos vamos a quedar cortos y es peor…

Mientras el otro le decía algo, tapó el auricular y me preguntó en voz baja: “¿Le hicieron fotos a la piba, no?”. Asentí con la cabeza.

–El doble, dale, no arrugués –le sonrió al teléfono–. Te juego una caja de champagne a que agotamos. Del bueno, sí, no como el que trajiste la otra vez, chau…

Cortó y siguió conmigo sin que se le borrara la sonrisa. Estaba exultante. Me dijo que le iba a dar cuatro páginas al sátiro de la bicicleta. Las dos primeras con el caso nuevo. Las dos siguientes con un historial pormenorizado de todas sus apariciones.

–Ya le pedí a Zárate que haga un plano de los barrios y que marque los puntos en donde se lo vio o escuchó, día, hora, empezando por aquella vez en la placita José C. Paz. Usted busque a un comisario retirado que analice la metodología del sátiro. Puede ser Juárez, ése siempre tiene ganas de figurar. Quiero despliegue, mucho despliegue.

–Esta vez es en serio, doctor –lo interrumpí.

–Sí, sí, mejor. Ya hablé con el comisario de la 34, un amigo. Me va a mandar la copia de la declaración de la piba. Hay que publicar el facsímil bien grande, acuérdese…

–Boyero –lo interrumpí–. Me parece…

–¿Boyero? –Folchi se tensó y gritó–. ¡¿Usted piensa que de verdad fue Boyero?! ¡¿Usted piensa que yo lo permitiría?! ¡¿Qué carajo cree que soy?! ¡Por favor!  Esto fue obra de un loquito que se alucinó, que quiere hacerse el importante y salir en los diarios. O a lo mejor un noviecito despechado. La piba le metió los cuernos y el pibe la fajó. Y ella, avergonzada, no tuvo mejor idea que echarle la culpa al sátiro. Cualquiera, pero Boyero no. ¿Vio la cara de boludo que tiene?

Sonó el teléfono. El gerente de Circulación de nuevo. Folchi se comprometió a cerrar la edición antes de la medianoche para que las rotativas pudieran imprimir en tiempo y forma el doble de una tirada normal. Cuando colgó, se había calmado.

–Me parece bien que se preocupe por Boyero –me dijo–. No crea que yo no. Hablé con él y por unos días no va a venir al diario. Hasta que se calmen un poco las aguas. Vaya, Funes, vaya. Haga lo suyo. Y déjeme a mí los temas importantes.

 

Al final del invierno, las calles del sur de Buenos Aires estaban empapeladas con el identikit del sátiro de la bicicleta. La quinta víctima real, una empleada doméstica, logró describir a su atacante. El resultado fue un retrato ambiguo, en el que yo, al menos, creí reconocer ciertos rasgos de la cara de Boyero. Pero tampoco estaba muy seguro; en el fondo, la idea de que se hubiera convertido en un violador me parecía inconcebible.

Hacía un par de semanas que el pibe no pisaba la redacción. Licencia médica, hepatitis, era la versión oficial. ¿Y si Folchi tenía razón y la psicosis había explotado de tal manera que ahora aparecían sátiros por todos lados que se aprovechaban del criminal inventado por el diario? Pero yo prefería saberlo de boca de Boyero. Que me jurara su inocencia mirándome a los ojos para que pudiera sacarme la sensación que me remordía por dentro cada vez que escribía esas notas chorreantes de sangre. La sensación, digo, de estar poniendo los clavos en la cruz de un pobre Cristo.

Un domingo a la tarde fui a verlo a la casa. Vivía en Tabaré al fondo, en un inquilinato de mala muerte. En la esquina había una panadería y compré una docena de facturas para no llegar con las manos vacías. La puerta del inquilinato estaba abierta. Daba a un pasillo ancho y profundo, a cielo abierto, atiborrado de macetas. A la izquierda, las cocinas; a la derecha, las habitaciones. Todo en chapa gris y madera comida por el sol. Le pregunté por Boyero a un nene que estaba haciendo jueguito con una pelota y me señaló el final del pasillo. Vi la bicicleta apoyada contra una pared de la izquierda que parecía recién pintada en un verde luminoso. Antes de llamar a la puerta, espié por la ventana: Boyero estaba solo en la cocina, tomando mate y mirando algo por televisión. Golpeé el vidrio y él pegó un salto del susto. Le sonreí y me devolvió una mirada de desconcierto. Dejó el mate y se puso de pie, pero sin avanzar hacia la puerta.

Una mujer mayor asomó de la habitación que estaba enfrente. Tenía el pelo alborotado, los ojos hinchados y un chal de lana le cubría los hombros.

–Oiga, ¿a quién busca? –me dijo de mala manera.

–Soy del diario, vengo de visita –y le mostré el paquete de facturas.

–¡Hijo! ¡Del diario! –gritó–. ¡Del diario te digo!

La mujer estaba a punto de cruzar el pasillo cuando Boyero abrió la puerta de la cocina.

–Deje, mamá, es un compañero, yo lo atiendo.

La mujer se despidió rápido con una sonrisa fingida y volvió a encerrarse.

–Se la pasa en la cama escuchando la radio o durmiendo. Así desde la muerte de mi viejo, hace cinco años –dijo Boyero, mientras caminaba hacia el televisor para apagarlo.

Yo dejé el paquete de facturas sobre la mesa y me senté. El también se sentó y sirvió un mate.

–Tome –me lo dio–. No lo voy a contagiar. No estoy enfermo.

–Ya lo sé.

–¿Entonces?

–¿Sos vos?

–¿Quién?

–El sátiro que ataca de verdad.

–No.

Me contestó rápido, seco, con una firmeza que me desorientó. Como si hubiese tenido preparada la respuesta de antemano y la hubiese ensayado un millón de veces frente a un espejo. O como si yo le hubiera hecho una pregunta banal. “¿Llueve?” “No”.

Desató el paquete de facturas y se concentró en estudiar el contenido. Eligió un vigilante de crema pastelera y membrillo y lo devoró a bocados grandes, llenándose la boca y tragando con esfuerzo.

–Están buenas –dijo, y se limpió las migas adheridas en los labios con un pedazo de papel.

Le devolví el mate y él se cebó uno. Se quedó callado, con la vista clavada en la pantalla negra del televisor. En ese momento comprendí que mi presencia ahí había sido una idea ridícula. Me sentía un vendedor de Biblias que le ofrece la redención en cuotas a alguien que ya ha decidido la suya.

–Siendo así, Boyerito, te dejo –y me levanté para irme. Cuando estaba por abrir la puerta, habló.

–Ya le avisé a Folchi. A lo mejor en una o dos semanas vuelvo al diario. Pero a la redacción no, eh. Ahí todos creen que soy un boludo. Y yo ya demostré que de boludo no tengo nada.

No me estaba mirando a mí. Miraba su propio reflejo en la pantalla apagada como si no hubiera terminado de redescubrirse.

–¡Nada! –gritó, cuando yo iba por la mitad del pasillo– ¡De boludo no tengo nada!

Esa misma noche fue que murió. Un patrullero le salió al cruce en Mom y Tilcara, en la esquina de El Plumerillo. Boyero giró con la bicicleta para escapar por Roca. Le gritaron que se detuviera. Él siguió. Un policía tiró al aire para que frenara y lo único que consiguió es que Boyero se desesperara más. Cuando doblaba en contramano hacia Centenera lo agarró un colectivo de frente. Lo mató en el acto. El cuerpo quedó de tal manera entre los fierros retorcidos de la bicicleta que parecía una bestia diabólica de carne y metal sangrando sobre el empedrado escarchado.

Folchi tapó todo con dinero. El silencio más caro fue el del comisario de la 34. A la madre de Boyero la conformó con una pensión miserable. Y le bastó el ejercicio severo de su autoridad para aplacar las murmuraciones de la redacción.

El día del sepelio, mientras veía cómo la madre de Boyero tiraba con mano temblorosa un puñado de tierra sobre el cajón de su hijo, me juré que habría de renunciar. Tenía un nudo en la garganta y los sollozos de la mujer me llenaban de remordimientos. Sí, recuperaría mi dignidad mandando a todos a la mierda; iría ante un juez y contaría la verdad, me inculparía de ser necesario, aunque eso significara arruinar para siempre mi carrera.

Cuando me estaba yendo, escuché que Folchi me llamaba. Me di vuelta y lo vi venir al trote, desprendiéndose de la gente que todavía rodeaba la tumba. Me alcanzó y me apoyó una mano en el hombro.

–Vea, Funes. Sé que tal vez no sea el mejor momento, pero me gustaría hablar a solas con usted. De su futuro en el diario…

Nuestros pasos sobre el camino de piedra se acoplaron rítmicamente. Caminamos juntos hacia la puerta del cementerio bajo un sol de rayos débiles. Me ofreció un cigarrillo: “Dunhill, me los trajeron de afuera”. Acepté. Yo no era mejor que nadie, después de todo.

Horacio Convertini
Horacio Convertini
Nació en Buenos Aires, en 1961. Es periodista (editor jefe de la revista Viva, del diario Clarín) y escritor. Su obra ha sido publicada en Argentina, España, México, Colombia y Venezuela. Recibió distinciones a nivel nacional e internacional, entre ellas el premio Memorial Silverio Cañada, que otorga la Semana Negra de Gijón, por su novela "La soledad del mal", y el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires, bienio 2008/2009, por su libro de cuentos "Los que están afuera". Su novela más reciente, "Los que duermen en el polvo", editada por el sello Alfaguara, ganó en 2018 el Premio Celsius a la mejor obra de ciencia ficción de habla hispana en el marco de la Semana Negra de Gijón.

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