Ana había decidido que no volvería a ser madre a los veinte cuando nació su única hija y descubrió que criar no era poco ni era fácil y, mucho menos, sola. Pero apenas supo que estaba embarazada se llenó de dudas.
Por qué cuando era casi una adolescente sin dinero ni pareja, sí, y a los treinta, en convivencia con Gabriel y sin privaciones, no. Retomó el contacto con la psicóloga, confiaba en ella. Entró al consultorio, le contó del embarazo y antes que le dijera que no quería tenerlo, la mujer la abrazó y la felicitó. Entonces Ana sintió que la estaba juzgando y la culpa se le extendió por el cuerpo como el musgo en el agua estancada.
¿Y si esa sensación nunca se iba? le preguntó a Naty, a quien quería como a una hermana. Ella le contó de una amiga que había pasado por un aborto y nunca se había arrepentido, al contrario. Ana no necesitó saber quién era para mirar a Gabriel y decirle que no quería tenerlo.
Él también tenía una hija y un buen pasar: era el gerente de la empresa de la familia y contestó que tampoco quería un hijo. Que ni loco, dijo según recuerda Ana. La respuesta no la sorprendió. Sabía que Gabriel jamás se mostraría vulnerable, inseguro. Era de los hombres que no soportaban quedar en segundo plano. Quizás por eso nadie mencionó que el embarazo era producto de un descuido suyo en el mes de descanso de las pastillas anticonceptivas.
En la sala de espera de la clínica, a veinte cuadras de la costa, había un olor indecible a perfume de melón, la luz de la tarde entraba por las ventanas espejadas que daban a la calle. La secretaria estaba en un rincón y, en uno de los sillones, un matrimonio no encontraba consuelo para una adolescente que lloraba con la cara entre las manos.
La enfermera les pidió que pasaran a un cuarto sin ventanas, le entregó una bata a Ana y le dijo a Gabriel que podía esperar ahí. Ella se cambió despacio y se sentó en la camilla. Tenía problemas en la coagulación de la sangre y estaba preocupada aunque había tomado el medicamento junto a un antibiótico que le habían recetado en la entrevista previa.
Le pidió a Gabriel que, si le pasaba algo, no dejara sola a su hija. También pensaba en su mamá que tenía la esperanza de ser abuela otra vez. Ella le había ocultado el embarazo. Eso era lo mismo que mentirle. Pensaba que nunca se lo contaría y, también, se preguntaba qué sentiría si las cosas salían mal, qué pensaría. Ana solo deseaba que todo hubiera pasado, que volvieran, por fin, a casa.
El quirófano estaba lleno de luces, el médico y la enfermera llevaban barbijo y cofia así que no aprendió esas caras. No la tranquilizaron ni le hablaron. Sintió el pinchazo de la anestesia en la espalda, se fue adormeciendo. Un rato más tarde abrió los ojos, seguía acostada, vio la silueta del médico y escuchó el ruido, tan inconfundible, tan parecido al que hacen las aspiradoras.
Sintió cómo el cuerpo se deshacía de la anestesia y el frío bajo la piel. Temblaba en el cuarto donde la enfermera le dijo a Gabriel que la esperara. Miró para todos lados. No encontró los ojos, las manos que había imaginado. Él no estaba. La enfermera volvió, le dio una receta. Podía irse.
En la sala de espera no había nada más que la música funcional, el perfume, la luz que se metía por las ventanas y la secretaria que señaló la puerta y le dijo que Gabriel había ido a tomar un café.
Ezequiel Casanovas