Cuando entra al departamento, Eliana ve que él aún sigue olfateando el celular. Omar desliza un dedo por la pantalla y busca otro video. No parece cansarse y a ella eso la desespera. Confiaba que levantaría la mesa o al menos quería creer eso. Sin embargo, todo sigue ahí: los platos sucios, la ensaladera de vidrio manchada y las cáscaras de naranja.
Eliana se quita la campera y la deja colgada en el perchero. Después le saca el collar a la perra. Laica corre por el departamento y luego se echa en el sillón, entre esos almohadones que tomó de cama.
Omar pone otro video y lo huele como si registrara las notas de un vino maduro o se deleitara con un perfume nuevo.
—Tenés que intentarlo.
—No, te dije que no me interesa.
—Esto es una genialidad.
Había estado toda la mañana insistiéndole para que probara. Pero ella no estaba de ánimo.
Le parece increíble que él juegue con esa aplicación y no le pregunte qué le ocurre. Eliana hace días que no puede sacarse de la cabeza que quiere volver a intentarlo. ¿Cuánto habían decidido esperar? Seis meses, un año. El médico le había dicho que podían empezar a buscar cuando se sintiera mejor. Pero la respuesta de Omar fue aparecerse con esa perrita de la calle y ahora estar con la nariz pegada a la pantalla de su celular.
Eliana junta la mesa y lleva todo a la cocina. Se arremanga la blusa y abre la canilla de agua caliente. Mira por la puerta balcón de la cocina antes de meter las manos en la pileta. Afuera, las nubes frías se deshilachan en el cielo y unas palomas grises revolotean entre las terrazas vecinas. Tira detergente en la esponja y produce una cantidad exagerada de espuma. Le gusta sumergir las manos en esas burbujas con perfume a limón. Quisiera estar sola, pero Omar se aparece en la cocina y le pone el teléfono frente a la cara.
—Sentilo por favor. Realmente te va a sorprender.
Eliana cierra la canilla y se seca las manos con un repasador. Le da el gusto de ver lo que le tiene que mostrar pero sin privarse la cara de fastidio. Omar pone la aplicación al máximo para que los olores también le lleguen a ella. En el celular se reproduce un video de un campo de tulipanes en Holanda. Eliana lo siente: olores dulces y aterciopelados, nítidos perfumes de un millar de pimpollos. El néctar fresco de una mañana brillando sobre los pétalos, la tierra removida y la bruma matutina. Todo sale de las mismas imágenes y es de una definición insoportable.
Ella se queda sin palabras, pero no da el brazo a torcer ni deja que su rostro delate su asombro. Durante la mañana, las veces que lo vio olfateando el celular le había parecido una ridiculez, una pura sugestión de los medios. Ahora no puede negarlo.
Omar la mira a los ojos y sonríe complacido.
—Mostrar un recorrido por las calles de Benarés —le ordena al buscador de voz.
Ven una filmación de la ciudad india. Aromas a especias, el picante de las comidas en los humeantes hornos de barro y de un millar de hombres agitándose en las calles. Perfumes de masala, de curry, de arroz de jazmín y de incienso, junto al olor de la nafta de los motociclos que recorren las avenidas infestadas de personas. El sudor de los faquires y de los monjes que llevan años en la misma posición. El resplandor aceitoso de los sagrados aromas del Ganges donde se bendice a los recién nacidos y se arroja las cenizas de los difuntos. Todo es tan intenso que Eliana tiene que tragarse un suspiro. Lo que percibe le eriza la piel y le da un escalofrío. Omar pide un recorrido por el Museo del Perfume de París y ven a una mujer catando las fragancias que se exponen. Lo sienten como si ellos mismos tuvieran la nariz en los frascos. Agua de rosas, un jardín de flores blancas, ámbar gris, algas y mar profundo. Cada perfume con su olor particular y su personalidad. En otros frascos sienten los aromas a tabaco, a madera, a vegetal, a cáscaras de lima quemada y a esencia de pomelo.
—De cualquier video te hace esa magia.
—Ya está Omar. Quitámelo de enfrente, eso no puede hacer bien. En la televisión dicen que hay gente que ha perdido la cabeza con esa aplicación.
—No seas así.
—No entendés nada.
—¿Y ahora qué hice?
Omar vuelve a buscar un video como si tuviera que convencerla, no puede creer que no esté fascinada con lo que le muestra. Las Cataratas del Iguazú, dice. Y al reproducirse el video la cocina se llena de olores de todo lo que crece alrededor del agua: musgo, hierba fresca, plantas tropicales bañadas por las cascadas. Las frutas de la selva, el agua tallando la piedra.
Eliana sigue sin mostrarse sorprendida. No le dice nada, sabe que los videos que le muestra son de lugares que Omar quisiera conocer. Siempre quiso viajar, esa fue otra de sus excusas para no empezar a buscar. Necesitamos tiempo para nosotros, le había comentado en más de una ocasión. Eliana lo recuerda muy bien.
—Bueno —le dice Omar—, si no te sorprendió eso no sé qué podría sorprenderte.
—Me sorprendería que hubieras juntado la mesa.
—Dale. Tiene que haber algo que querés que reproduzca.
—¿Y a vos qué te parece que yo quisiera?
Eliana lo mira a los ojos, le escarba el rostro en busca de una respuesta.
—Yo qué sé. Decime y lo busco.
—Nada —le dice al fin y lo aparta del camino—. Me voy a bañar.
Omar levanta las manos con un gesto de interrogación y le vuelve a preguntar qué le pasa. Si ella se lo tuviera que decir no sería lo mismo. Ya no tendría el mismo valor. Tiene que salir de él para estar segura que los dos quieren lo mismo.
Entra al baño y prende la ducha caliente. Deja correr el agua mientras el baño se va llenando de vapor. Le gusta esa nube caliente impregnada de jabón de vainilla, perderse en la humareda. Deja la máxima temperatura hasta que la mampara de vidrio empieza a chorrear unas lágrimas.
Eliana apoya el oído en la puerta, le parece escuchar a Omar en la sala y a Laica ladrar.
Toma el celular y sentada en el inodoro se descarga la aplicación. Entonces mira hacia ambos lados como si pudieran descubrirla y luego busca un video. Ve a una mujer dejando una beba en una cuna. La mujer le acaricia la cara con la yema de su dedo y Eliana la imita con la mano que tiene libre. Ver al bebé dormir, con los ojos aleteando detrás de sus párpados, la reconforta y le quita un suspiro. El corazón se le acelera y tiene la sensación de estar ahí. Se pregunta si estará soñando. Soñará con un pecho, con el calor de la piel de su madre o que aún está en el vientre oliendo ese líquido ámbar en el que flotaba. Podría pasarse horas solo observando a la niña dormir, pero ahora puede hacer algo más.
Eliana se lleva el teléfono a la nariz y aspira profundo: olor a leche agria, a piel tibia y suave, a retoño fresco, a crema y perfume de bebé, a algodón recién lavado. Retiene esos olores dentro de ella y cierra los ojos, pero los aromas pronto se extinguen. Necesita volver a reproducir el video con una urgencia desesperada.
Gastón Irigaray