Dans une rue étroite et sans soleil de Barcelone vivait, il y a peu de temps, un de ces hommes au front pâle…
Gustave Flaubert, Bibliomanie
Mirando los ojos de su ángel negro él va a morir. Oirá sus propios gritos, sus desesperadas súplicas como si fueran de otro, encerrado en el capuchón que oculta los visajes de la muerte, las babas que se escurren de la boca como si hubiera vuelto de pronto a sus primeros días de nacido.
Hará fuerza por creer que el agarrotado soy yo, que soy yo el que oye cómo se desliza del tornillo y siente la presión, el dedo de Dios señalando el punto preciso de su cuello, de esa vértebra que se hunde hacia adelante, atropellada por el hierro y le corre por las venas, por los nervios, por los orines y con la mierda que se le escapa como un definitivo orgasmo; que soy yo el que muere, y hará fuerza, mucha, por ser él quien mira y cuenta y yo el que… Pobre infeliz.
Pobre infeliz, me dije el día, más bien la noche, en que hablamos por primera vez.
Abrió los ojos, que había cerrado como quien sella una cripta para que los espantos ni entren ni salgan, y en ellos hubo un destello de reconocimiento.
—Por fin tengo compañía… —dijo.
Tenía mi misma voz. Gastada por los ayunos, las horas de rodillas sobre el suelo de piedra y los brazos en cruz, sintiendo los cuchillos del frío y del calor, en cada temblor de la ropa, en cada ráfaga que cruza bajo las bóvedas; por el hambre que limpia de malos humores y peores pensamientos, y la sed, que baña la boca con la sal y las arenas del desierto. Apenas un susurro afónico, agotado por el oficio de aceptar sin saber, nunca, si es necesario. Es necesaria mucha furia para que yo grite. Es necesario mucho miedo, mucha desesperación, para que Fra Vicenç grite. Pocas veces lo ha hecho y hoy, dentro de un rato será la última de ellas.
—¿A qué has venido? —dijo—. ¿Qué me traes?
—Sueños más veraces que la mordida de un perro. Mujeres. Abiertas de piernas, con la verga de un toro castigando sus espaldas, sus tetas sangrando, para que mames, y te toques, ya sabes. ¿Aún queda algo que no sepas?
—Es mucho lo que no sé… pero no quiero saberlo. ¿Por qué vienes a tentarme?, ¿qué quieres de mí?
—Tu alma… tal vez tu alma. Aunque no sé muy bien para qué me servirá esa carnaza podrida.
Esa vez gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Demonio!
Jadeaba. Que fácilmente se confunden los gestos del placer extremo con los del miedo en los huesos. Era lo mismo. En Fra Vicenç es igual el placer, el miedo y el asco; revueltos.
—Ni fuera… ni demonio. Me llamo Gabriel, si no te parece mal… y soy tu ángel personal.
A veces no me entiende, me mira alelado. No puedo ponerme irónico con Vicenç porque no comprende la ironía.
Lo vi encogerse de rodillas, golpeándose los muslos con furia; el sudor le corría a chorros por el rostro y le empapaba el hábito por la espalda.
—Es lo que tiene el cilicio cuando lo golpeas. Un batallón de hormigas carnívoras arando a diente tus muslos. ¿Por qué no lo dejas Fra Vicenç?
—Fuera, fuera, fuera… —repetía, golpeándose cada vez más fuerte. Poco a poco, gota a gota, la sangre subía, empapaba la lana, oscurecía el hábito bajo sus palmas.
De pronto fue como si ya hubiera hecho todo lo que correspondía hacer, porque dejó de castigarse y se dejó caer sentado, en un rincón de la celda, la espalda contra las piedras encaladas. Cuando levantó la cabeza para mirarme, en sus ojos había una turbia mirada de deseo.
—Gabriel… —masticó las palabras, jadeando de cansancio—, hace tiempo que dejé de creer en… Tendría que saber que tal vez te ha parido mi cabeza… Pero voy a pedirte algo… a ponerte a prueba.
—Ahora estás entrando en razón. Eres un hombre culto y me desagrada verte metido en estos bailes de púas y látigo…
—Cilicio y disciplina, se llaman.
—Llámalos como te venga en ganas, puto fraile, son púas y latigazos, y no disfrutas lo suficiente como para que no me repugne, pedazo de mierda. ¿Así te va mejor?
—No quiero discutir… Mujeres has dicho. Mujeres abiertas de piernas…
—Golpeadas por una verga de toro.
—¿Dónde…?
—En tu lugar de trabajo, en la biblioteca, a pocos pasos de tu mano.
Me miró entrecerrando los ojos y pude oír deslizarse las culebras en su cabeza:
—¿Mi diestra o la otra?
—La que usas para matarte a pajas.
Rió silencioso, encogiendo la cabeza entre los hombros, repugnante tortuga sin caparazón.
—Para abrir ese armario se necesita un permiso.
—¿Vas a hacerme perder el tiempo?
Su manera de reír es imposible de concebir en otra persona. Abre la boca como si pusiera en ofrenda los tres dientes que le quedan, para que se los arranquen.
—Ya tienes la llave…, y no voy a preguntarte de dónde la robaste; todo está patas arriba.
—Todo patas arriba, sí —balbuceó de golpe, transido de tristeza—. Tenemos que dejar el monasterio al rey; irnos lejos… ¿morir?
—Nadie se muere antes de su hora, y tú menos. ¿Cuántos libros has robado de ese armario?
—¡Sólo uno! —se disculpó—. ¡Es tan bello, con sus broches de plata y las letras de oro!
—Lo que importa es el alma, cuál es su alma…
—Enseña a descubrir a las brujas en sus mentiras…, pero no tiene grabados.
—Ya… En ese armario, donde se esconden los perversos placeres de la inquisición, hay libros con grabados.
—Tiene que haberlos… —dijo agachando la cabeza, hurtando los ojos.
—Yo digo que hay…, y que los traerás a esta celda. Las mujeres con las piernas abiertas, cabalgando desnudas sobre la cuña de madera, el coño sangrante, los pechos que sangran, las deliciosas brujas, putas, follando con cabras, con caballos, con burros hermanos de Satán.
—Oh… —dijo, volviéndose hacia la pared—. Vete, déjame solo.
Y ahí se quedó, masturbándose con la promesa de lo que mañana sacaría del armario para enloquecer en su celda.
No fui yo quien se lo dijo
No fui yo quien se lo dijo, fue su ambición. Un antiguo abad del Reial Monestir de Santa Maria de Poblet había encerrado los libros secretos de los procedimientos de la inquisición con una torpe llave. El abad de la diáspora, el que ahora ya no podía preocuparse por un infeliz bibliotecario escuchimizado, con barriga zurumbática y cara de judío, lo ignoraba todo.
Fra Vicenç tenía que tomar una decisión. Agarrar su atadito y marchar hasta el monasterio que lo recibiera, o… romper amarras y liberarse.
Rezaba pidiendo auxilio, agrietado por el miedo a lo sin límites, sin muros, sin reglas impuestas, sin que hubiera lugar a trapicheos, te pago tu perdón con mi sufrimiento.
En el fondo ya lo tenía resuelto. Mientras los frailes se despedían de esas paredes que serían arrasadas por la glotonería de un rey, Fra Vicenç atesoraba. Uno a uno había sustraído los libros de aquel armario, para rendirles el tributo de su cabeza y de sus partes. Hervía como un caldero onanístico.
Ya lo tenía decidido: rompería con la orden cisterciense. Por primera vez en su vida era dueño de un tesoro, y aún podía tener más. Todos los frailes se iban, dejando atrás las tumbas de los reyes de Aragón, abandonadas a los inevitables saqueadores de iglesias. Esa deserción olía a venganza contra la casa real, a no ser que los reyes se pusieran en marcha por su propio pie.
Por un instante imagino a los reyes de Aragón obligados a caminar con sus tumbas a cuestas, y me río a carcajadas. Vicenç también ríe, tal vez por esa convicción de que se puede volver de todo pero nunca del ridículo.
—Hermano Vicenç, ya los últimos nos ponemos en marcha. Tarragona nos aguarda… ¿No quiere venir con nosotros? Luego, el camino se le hará más largo en soledad…
El fraile no ha cruzado la puerta. Se mantiene un paso afuera, una sombra orlada por la luz del patio de galerías.
—Tengo que meditarlo mucho, tengo que rezar mucho, antes de… —dice Vicenç, con una mirada de locura que hurta los ojos a su compañero.
El hombre se vuelve un momento de medio lado y hace un gesto de interrogación. Alguien que ha quedado fuera de su vista le contesta:
—Le dejaremos suficiente pan. Nada puede pasarle, si no se queda demasiado tiempo.
—Bien, hermano Vicenç —dice el fraile—, con Dios lo dejo. Que Jesucristo ilumine su camino, y que sea pronto, antes de que este pobre monasterio sea invadido por ladrones.
Levantó los ojos y nos miramos. Dentro de muy poco, cuando los carromatos ya no pudieran hacernos oír el rechinar de sus ruedas, seríamos libres.
Rió con la boca abierta, sin sonido. Sólo le quedaban tres dientes. Un recuerdo de los franceses. Cuando la invasión, saquearon el monasterio y hubo hambre durante un buen tiempo. Engañaron la tripa con una judía seca en la boca, hasta que terminaba deshaciéndose en baba, pero comida de verdad, nada. Entonces el escorbuto y la pelagra arrasaron con los dientes y los pelos de frailes y no frailes.
Lo que nada aporta
Lo que nada aporta por rutinario o banal no debe ser narrado. Para qué perder el tiempo contando los innumerables regateos con carreros para trasladar unos pocos bastimentos y centenares de libros robados por Fra Vicenç para iniciar una nueva vida muy lejos de las celdas claustrales.
Debo decir, eso sí, que el fin del verano de 1836 nos encontró en Barcelona, arrinconados en una tienda del barrio de comerciantes junto a la antigua muralla de Sant Antoni. Por encima del terco aroma de los libros, pergaminos historiados y estampas, sobrevolaba un perfume de castañas asadas y de vinos, memoria de los anteriores ocupantes de la tienda.
Saber comprar barato a los incautos y vender caro a los eruditos es el secreto de toda librería de antiguos. Después de un recorrido por otros libreros, antes de que nos conocieran la cara, nos hicimos una idea de cuánto se podía pedir y por qué.
Así llegamos al comienzo de la historia que cerraría, justo un año después, con Fra Vicenç esperando aterrado el amanecer.
Fue tarde, cuando ya la noche se hacía dueña de las calles, y en la tienda Vicenç repasaba sus cuentas a la luz de una bujía. El hombre se coló por el resquicio de la puerta entornada y se acercó a la tabla del mostrador depositando un atado rústico.
Enseguida supe que no era lo que aparentaba. Sus ropas habían sido de buena calidad pero estaban muy gastadas y algo sucias, como si fuera el criado de una casa de alcurnia que se vestía con las sobras de sus amos, pero sus manos desmentían el resto. Nunca habían trabajado.
Lo que tampoco mentía era la palidez de su rostro, y los ojos cercados de azul sobre los huecos de la calavera. Ese hombre consumía opio cada día, y su vida fuera de los ensueños debía ser un fragor permanente.
—Quiero que vea lo que traigo —dijo, agregando con una mirada lateral— y espero que no me pregunte de dónde ha salido, porque buscaré otro comprador.
—Seré mudo como un pez muerto —le contesté, buscando una sonrisa, pero él se limitó a asentir aprobando.
Con un gesto de contrariedad desató los nudos y expuso a nuestros ojos aquel libro en gran folio, titulado enigmáticamente Ananga Ranga. Los textos estaban en inglés con tipos góticos, pero lo verdaderamente impresionante eran los grabados. Todos originales, al aguafuerte, iluminados uno a uno con aguadas y protegidos por una hoja de seda.
Mujeres y hombres en posturas sexuales que desafiaban las leyes de la gravedad, con sonrisas lejanas, de estado fuera de lo normal, estampadas en los rostros.
Vicenç se había mantenido un poco al margen, pero enseguida estuvo encima del libro, jadeando entrecortadamente, disimulando su perturbada atracción por los grabados eróticos y pornográficos.
El hombre captó el interés, pero debía ser mucha su necesidad de metálico porque la suma que sugirió podíamos pagarla. Quemando las reservas, pero podíamos pagarla, y Vicenç podía dar su alma por ese libro.
Cuando el hombre, que volvería más de una vez, se marchó, Vicenç terminó de cerrar la tienda y corrió a echarse en la cama con los pantalones bajos, el libro al alcance y la mano en sus partes.
De pronto lo tuve donde quería que estuviera, pegado a su debilidad: su hambre por los libros pornográficos y el inevitable y deseado comercio de la carne consigo mismo. La tentación para Vicenç eran los libros prohibidos, y eso cuesta mucho dinero.
Se tocaba sin cesar
Se tocaba sin cesar por los rincones. Se escondía atrás, en el recoveco donde había armado su cama, y nunca se regocijaba con menos de dos o tres libros abiertos a la vez, como un concierto de grabados que jugaban con sus sentidos, lo excitaban hasta que se corría con ese olor a semen de fosa, a flor blanca de cementerio que tienen los jugos nacidos viejos de los nacidos para frailes.
Yo atendía la tienda. Habíamos tenido suerte con la partida de la anterior ocupante, una vieja que traficaba con castañas y putas pobres. Un tumor maligno la ligaba a su cama, pero no quería ir al hospital. Cuando la gente como ella va al hospital es para morirse, y ella se aferraba a la vida como una ladilla. El dueño del local se mostró agradecido de que un fraile que ya no lo era por la prepotencia de la corona borrara la memoria de las putas que trajinaban en torno a la vieja castañera y las cambiara por libros.
Es cierto, ayudamos a la castañera a irse de la tienda, y Barcelona tuvo otra librería de textos para coleccionistas.
Con la compra del Ananga Ranga nuestras arcas quedaron vacías. Los libros que Vicenç vendía habitualmente dejaban una miseria. Textos muy sobados, restos de playa, como basura de marea, de estudiantes que habían dejado atrás sus estudios y eran ya otra cosa, doctores o trapisondistas. Es cierto que teníamos un fondo que valía una fortuna, los libros que habíamos robado de la biblioteca del Monasterio de Poblet. Los libros de la inquisición, los prohibidos, los pecaminosos, los de la bestialidad admitida como virtud sacrosanta.
Una mañana en que Vicenç había ido a revisar, tasar y tal vez expoliar la biblioteca de una gente que no sabía qué podía haber de valor, pero que necesitaba el dinero, se presentó en la tienda el primer muerto. Quiero llamarlo así para claridad de esta narración que nada tiene de misteriosa. El primer muerto.
Era un hombre rico. Eso era visible en la parquedad de sus ropajes de tonos oscuros; los pobres son ostentosos.
Era rico y aprovechaba sus viajes de negocios a Barcelona para explorar en busca de determinados libros, dijo:
—Busco determinados libros… y me gustaría contar con su invalorable ayuda.
—Si quiere decirme cuál es el tema, el autor, o dejarme una lista de probables títulos, tal vez pueda hacer algo.
Entonces nombró, como una orientación general, dos o tres títulos, agregando que por el precio no debía preocuparme; que mientras no quisiéramos tomarlo por tonto no discutiría.
Cuando se fue con el bastón marcando sus pasos bajo el sol del mediodía pude ver lo que sucedería, paso por paso. Me había dejado su dirección transitoria. Allí debía dejarle un mensaje si podía satisfacer sus deseos antes de que dejara Barcelona.
El primer muerto coleccionaba materiales que aunaban el dolor con el placer en grados extremos, y yo tenía lo que él estaba buscando. Entre los libros robados del monasterio había varios que se ajustaban a su deseo. Lo difícil sería convencer a Vicenç de que se desprendiera de ellos. Sin embargo, fue fácil, porque ayudó la suerte.
Con la caída de la tarde, cuando las bujías marcaban la oscuridad con más ahínco que la noche misma, retornó el hombre misterioso que se disfrazaba de criado de casa rica, ladrón de libros de su amo, para satisfacer su necesidad de opio.
Hacía unos días raros en Barcelona, como de verano a pesar del otoño y, dentro de lo que manda la decencia, la gente andaba más ligera de ropa. El hombre no. Necesitaba ese levitón pardo para esconder un libro de los moros que, cuando lo abrió sobre el mostrador, pese a su tamaño en octavo mayor, pareció ocupar todo el espacio, consumir el aire, y más aún, con sus figuras de una sexualidad apabullante. Los grabados habían sido iluminados con tintas por un gran artista que lograba que los colores consiguieran la turgencia, la piel de seda, y la premura primordial de las carnes.
Se le cortó el aliento
Se le cortó el aliento y podía haber muerto si no lo salva una tos oportuna, y el paso atrás que tuvo que dar cuando el hombre nos miró con esos ojos hundidos en las cuencas y dijo cuanto quería por El jardín perfumado de Cheik Nefzaoui.
Era imposible pagar esa suma. No la teníamos. Pude ver cómo la locura y la furia hinchaban las venas del cuello de Vicenç. No podía pagar ese libro, pero tampoco podía dejar que se le escapara. No lo sabía, pero estaba dispuesto a matar para quedárselo.
—Gabriel… —pidió ayuda con sus ojos acuosos.
—Señor —intervine—, si pudiera darme tiempo hasta mañana, le juro que al anochecer habré reunido la suma que me pide.
No sé qué pasaba por la cabeza del hijo del opio, pero era evidente que no estaba en sus planes malvender la pieza y que podía esperar un día más, porque escondió el libro en su levitón y dijo:
—Hasta mañana. Sólo espero hasta mañana, y si no… tendré que recurrir a Patxot.
No era la primera vez que oía ese nombre, pero antes no era lo que comenzaba a ser, nuestro enemigo. Patxot tenía la tienda más reputada entre los libreros de viejo de Barcelona, y vivía como un rey gracias a sus ganancias. Hasta ese día y esa hora no nos importaba nada su existencia, pero a partir de ese momento lo veríamos con odio y envidia. Patxot podía comprar ese libro si Vicenç no encontraba la manera de hacerse con él.
Fue entonces cuando di el primer paso hacia hoy.
Antes tuve que esperar a que Vicenç dejara de llorar y retorcerse como si estuviera envenenado. Entonces le hablé del hombre que se hospedaba en la plaza Real, a quien iría a ver con el libro del Papa Pablo IV, Gran Inquisidor, maestro de la tortura y ferviente perseguidor de brujas. Con sus ilustraciones rústicas como el sexo en el campo, In extremis, que explicaba las 666 clases de brujas existentes, le resultaría irresistible.
—¡No quiero, no puedo venderlo, no puedes separarme de ese libro! —gimió Vicenç. Entonces lo traté de hijo de puta imbécil y le dije qué me proponía hacer. Se quedó un momento viendo visiones, con su desdentada boca abierta, la lengua moviéndose como un gigantesco gusano con vida propia, y luego asintió.
Solamente tuve que recordarle que yo ya había dado el primer paso con la putera vendedora de castañas, cuando aproveché su soledad para asfixiarla con una almohada y así heredar su tienda.
A media mañana llegué hasta el hostal donde el primer muerto se hospedaba. Me había vestido adecuadamente, pero me hicieron esperar porque estaba reunido con otra persona.
Cuando subía a sus habitaciones me crucé con Patxot en las escaleras. Nos ignoramos significativamente. Los dos sabíamos por qué estaba el otro en ese sitio.
El primer muerto fumaba un cigarro perfumado y se tomó un buen rato para admirar el libro del Papa Pablo IV, que odiaba por igual a los judíos, las mujeres y los protestantes, sin siquiera ofrecerme una silla. Esperé, de pie, con la actitud propia de un sirviente. Al fin dijo lo que quería oír:
—¿Cuánto cree que vale esto que me trae?
Dije una cifra. Lo había pensado mucho durante la noche. Tenía que ser una cantidad no imposible de pagar en metálico, aunque pensara que era un tonto. Tenía premura y no podía tomar letras, me justifiqué.
—Está bien… aceptado —dijo, encaminándose hacia un escritorio donde se amontonaban prolijas pilas de papeles y registros con cuentas y sellos que no pude reconocer. Allí abrió una espléndida cartera de viaje y me entregó el pago.
—Sé dónde hay más… —dije.
—¿Como éste?
Asentí, mudo.
—¿Están en venta?
—Tal vez…
—Sí o no. No me haga perder el tiempo.
—Es que… se trata de un coleccionista. Un hombre un poco maniático, si me permite. A un caballero como usted sin duda le dejará observar su colección y hasta estaría feliz de venderle algún libro porque, esto no se lo dirá pero yo sí puedo decirlo, tiene algunas dificultades económicas.
—¿Qué me sugiere?
—Si usted quiere, esta noche misma puedo llevarlo hasta su casa, pero usted, caballero, deberá aportar algo para que confíe. Si usted lleva el libro que acaba de comprar, para que él sepa que sabe y comprende su pasión, seguramente sacará provecho.
—¿No es un poco rara su propuesta?
Me encogí de hombros pidiendo disculpas:
—Ya se lo he dicho…, el hombre tiene sus manías, y no se desprenderá de nada que no vaya a parar a las manos adecuadas.
Tiró el cigarro apagado por la ventana, se sirvió un trago de un botellón de cristal y, después de encender otro cigarro, aceptó que cada uno tenía sus rarezas, y que estaba dispuesto a verlo.
Le di una cita en la calle de los plateros, sobre la hora de la cena, y me retiré con una reverencia.
Fue un día difícil. Vicenç se comportaba como si le hubieran arrancado las tripas. Se puso un poco mejor cuando al atardecer, después de que hubiéramos entornado la puerta de la tienda, regresó el opiómano con su maravilloso El jardín perfumado. Esa vez había una sordera angustiosa en su voz. Hasta después no supe qué prohibición eludía con la venta secreta de parte de su biblioteca, que era y no era suya.
Pagamos, y un rato más tarde Vicenç se encerraba en la trastienda con un candil, como si esa fuera su noche de bodas.
Cuando los olores de las cenas
Cuando los olores de las cenas llenaban las vacías callejuelas de Barcelona, pude acercarme hasta el portal de la calle de los plateros y acecharlo.
Llegó punteando los adoquines con su bastón. La lumbre de su cigarro ardía como una brasa del infierno en la oscuridad llena de gatos.
—¿Es aquí, en esta casa? —preguntó.
—Aquí mismo —mentí—, ¿trajo el libro?
Podría haber dicho que no, que no le daba la gana de traerlo consigo, y ya nunca lo hubiera recuperado. Ése era el punto débil, fatalmente débil, de mi maniobra. No me pondría en ese riesgo nunca más.
—¿Puedo verlo? —insistí.
Hizo un gesto de fastidio pero metió la mano bajo la capa y me lo mostró. Entonces me arrojé sobre él con el cuchillo, directo a su garganta.
No fue fácil. La gente no muere fácilmente, ni siquiera tomada por sorpresa. El primer muerto alcanzó a retorcer el puño de su bastón y extraer, a medias, la hoja del estoque. Pero no pudo escapar de la muerte. Mi mano lo aferraba de los pelos mientras el cuchillo bailaba revolviendo y cortando tendones y venas de su cuello, que vertía una catarata de sangre.
La primera vez que se mata todo es ferozmente confuso, y cuando se da el paso atrás y se observa el resultado, aparecen cosas que no tienen explicación: el corte en el brazo que no pudo hacerme con su estoque, la cuchilla que no sé cómo se atoró en un hueso y tuve que abandonar en su garganta, los pelos que tuve que escupir de mi boca, el olor a mierda que se me escurría entre las piernas, ni cómo su bolsa, preñada para la compra que pensaba hacer, y su reloj de oro, fueron a parar a mis bolsillos.
Siempre es así la primera vez. Oscuro. Pero se aprende.
Cogí el libro y, con su bastón estoque dispuesto para repeler a cualquiera que quisiera detenerme, huí tan rápido como pude.
Poco más tarde, Vicenç se lamentaba de haber estropeado para siempre su ropa. Y era cierto. El dulce y pútrido olor de la sangre y la mierda impregnaba la tienda, y tuvo que desnudarse totalmente; con su cuerpo escuchimizado de fraile ajeno al trabajo físico, con un trapo en la palangana frotando el jabón de cebo, parecía un carnicero descuidado.
Hice un atado con su ropa sucia y salí otra vez a la calle. Hay rincones cerca del puerto donde esa ropa sería devorada por las ratas, que acudirían en riada al olor de la sangre.
Fra Vicenç me mira
Fra Vicenç me mira con ojos desorbitados. Pronto amanecerá y vendrán a buscarlo, para llevarlo a rastras (¿de qué otra manera, si no?) hasta el sitio donde será agarrotado. Tiembla, mojado en sus últimos sudores. Pero yo lo veo como era, como comenzó a ser, en la mañana siguiente al primer muerto.
Como si de golpe hubiera sido absuelto de todos sus pecados. Después de arrojar la ropa a las ratas se había masturbado una y otra vez, pegado a su libro recuperado, babeando sobre las ondulantes figuras, gimiendo sobre las aguadas voluptuosas del libro más nuevo, comprado al opiómano.
Luego se durmió como un leño un par de horas y salimos a la calle ya con el sol alto a recorrer las tiendas de ropas de segunda mano. Allí eligió sin preguntar el precio. Parecía como si hubiera decidido que valía la pena vivir la vida. Más aún, se permitió la locura de entrar en la tienda de Patxot y comprar unas estampas baratas de bailarinas turcas, que un dependiente del librero ocultó en un envoltorio de papel. Para su suerte, Patxot, que podía haber relacionado el primer muerto con su figura subiendo las escaleras en la plaza Real, no estaba a la vista.
El segundo muerto llegó una mañana sabiendo exactamente qué buscaba. Se lo había dicho el opiómano, a quien hacia un tiempo que no veíamos. Quería el Ananga Ranga, aquel libro en gran folio que exhibía las posiciones culebreantes de la guerra de los sexos. No tuve que decir nada. Vicenç había aprendido la lección. Citó al hombre a una hora tardía, cuando ya la noche dominaba la ciudad, y lo atendió a puertas cerradas.
Pagó lo que le pedimos porque no podíamos negarnos a vender. El hombre, con insidia, había dejado caer que si las autoridades se enteraban de que teníamos ciertos materiales prohibidos nos esperaba la cárcel. El miedo y la seguridad de lo que ya se ha probado como bueno hicieron el resto. Salimos detrás de él y nos pegamos a sus pasos como una sombra.
No podíamos aguardar demasiado, y a la primera oportunidad Vicenç saltó hacia su espalda y le hundió el estoque hasta la mitad de la hoja. El segundo muerto quiso revolverse, tosiendo, los pulmones inundados por su sangre, y recibió la segunda estocada en el cuello. Entonces cayó girando sobre sí mismo, a cuatro patas, aún buscando el escape, sin conseguirlo. El filo del estoque era muy largo y el tajo en la garganta terminó con sus horas.
Lo miré derrumbarse y me dije que así tenía que ser, atacando por la espalda, para no tener que comprar ropa nueva cada vez. Recuperé el libro y retrocedí a la oscuridad sin problemas. Estaba aprendiendo rápido. Nunca hay nadie cerca en las noches cuando suceden estas cosas, y si hubiera, pondría distancia rápidamente para no ver, no oír y no tener que hablar.
En la costumbre está la seguridad
En la costumbre está la seguridad, pero no la saciedad. Vicenç dormía otra vez mal y olía peor. Se había apoderado de él una sed irrefrenable por textos y estampas de sexo brutal, y había estado un par de veces a punto de destrozarse la verga estrangulándosela con alambre para retener la pérdida seminal, que lo corroía como si ése fuera el único pecado intolerable.
Curiosamente, su vida como librero había dado un giro importante. Gracias al dinero con que contaba por las ventas a los muertos se había convertido en un buen comprador y la tienda, cada día más parecida a una cueva de rata, era visitada por muchos bibliófilos, estudiantes de letras y bachilleres de paso, en busca de textos agotados o difíciles de hallar. Era como si esa mezcla de olor a mugre, semen reseco, cueros de encuadernación y tintas viejas les garantizara la autenticidad de aquello en lo que gastaban su dinero.
Aunque todavía a escala no comparable, su existencia ya resultaba una pequeña molestia para su competidor y enemigo larvado, el señor Patxot, a quien comenzaba a inquietarle ese fraile exclaustrado que esquivaba todos los lujos para vivir encerrado entre sus estanterías.
Su muerto número seis de ese año, y no hubo otro, fue nuestro amigo el opiómano.
A esas alturas ya no se cuidaba en ocultamientos. Era el hijo menor de uno de los apellidos más antiguos de Cataluña y ejercía de estudiante crónico, mantenido por una renta holgada pero magra para sus vicios. Por eso, de tanto en tanto, saqueaba la biblioteca de la familia, olvidada en los altos de la masía por falta de lectores, y sacrificaba alguno de los volúmenes que un par de generaciones de erotómanos habían acumulado.
Por él, un día que estaba de humor sardónico, supimos que Patxot había comprado un ejemplar único de la Biblia, salido de las prensas del propio Gutenberg. Una Biblia protestante impresa a todo lujo en alemán, que había formado parte de la colección de Biblias del káiser Guillermo: la Biblia Guillermo.
Esa vez, como siempre a la hora en que habíamos cerrado las puertas y Vicenç comía su pitanza nocturna a la luz de un raquítico candil, sus golpes nos indicaron que allí estaba. Se le veía sonriente, vestido según su condición, y lo primero que hizo, sin decir buenas noches, fue dejar sobre el mostrador un hinchado monedero de ante, que abrió con un gesto despreciativo para que apreciáramos el relumbrón de las monedas de oro.
—Ha muerto mi padre —dijo, como si eso lo explicara todo— y quiero recuperar mis libros. Comencemos por el último.
Vicenç lo miró un instante, bajó la vista hasta las monedas y sin contestar una palabra las volcó sobre la mesa contándolas con parsimonia. Luego separó unas cuantas y las deslizó hacia la mano del otro. El resto desapareció sin prisas en el bolsillo de su gabán.
—Esto es lo que pagué por él, y no quiero una moneda más —murmuró con sequedad. Enseguida volvió de la trastienda con la caja de madera que contenía los relatos de Fanny Hill, escritos en 1748 por John Cleland, en una edición ilustrada con pornográfico realismo.
El hombre debió sentirse por una vez generoso y seguro de sí mismo, porque comentó que estaba dispuesto a pujar con quien fuera para comprarle a Patxot su Biblia impar. Y se deshizo en elogios hacia ese eximio librero. Eso selló su destino.
Dejé la tienda a poco que él saliera y a paso vivo me adelanté a su caminata. Había sido tan inocente como para comentar que dejaría la caja de los relatos en casa de un amigo, a pocos pasos de la catedral, para luego irse de juerga.
Lo saben bien los ladrones: las callejas son peligrosas porque facilitan las emboscadas. Lo esperé en un portal, aunque en el último momento quise que me viera y me expuse a su mirada. Tuvo un sobresalto, pero enseguida se sobrepuso con una sonrisa despectiva, que se convirtió en sorpresa.
La primera puñalada le entró poco más arriba de la cintura. Eso duele, y ahoga las palabras. La segunda y las siguientes cribaron su pecho con unos silbidos de pulmones que se deshinchan en el estertor de la agonía.
Ya no tendría que angustiarse por nada. Ni siquiera por el opio.
En la tarde de un malhadado jueves
En la tarde de un malhadado jueves del mes pasado Vicenç, cuando otra vez regresaba el otoño, se presentó en casa de Patxot, asegurándose de que nadie lo viera entrar. El librero no pudo resistir la posibilidad de humillarlo rechazando la oferta que le hacía por la Biblia Guillermo. Entonces sucedió que Vicenç sacó del bastón el estoque que conservaba del primer muerto y lo apuñaló en el corazón.
La Biblia Guillermo es más grande de lo normal, un verdadero «gran folio» que apenas cupo en una maleta de viaje, y con ella salió de la casa. La casa que comenzó a arder porque la regué con el petróleo de las lámparas y le prendí fuego.
Todo ardió, excepto el estoque del primer muerto que sobrevivió incólume y un juez relacionó esa muerte con la primera de la serie. También hubo un vecino que vio algo, o más bien olió algo, al cruzarse a poca distancia con el mugriento Vicenç, a quien describió como si lo hubiera parido, sucio, zurumbático y escuchimizado.
Los alguaciles llegaron a la tienda con una orden y encontraron la Biblia sobre la cama de Vicenç, que se dejó conducir ante el juez sin una palabra de excusa.
—Gabriel… —me dijo, el primer día del juicio—, nadie se merecía ese libro único que no fuera yo. Dios me ha elegido para que preserve su orgullo.
—¿El orgullo de Dios?
—Yo me entiendo.
Y algo así fue lo que le dijo al juez en esa primera jornada: que recuperaba libros que nadie más que él tenía derecho de tener, por orden de Dios.
Sus palabras salieron a las calles y ocuparon las bocas de todos durante días: un hombre dispuesto a matar para no desprenderse de unos libros era comentado tanto por las familias como por los borrachos.
Pero hubo un día en que el juez hizo algo que le partió el espinazo. Con la presencia de un erudito, su excelencia demostró que la Biblia Guillermo no era única. Que había por lo menos cuatro ejemplares, comprobados, en tres colecciones europeas y una americana. Le quebró el espinazo. Se sintió estafado por Patxot. Estafado por la vida, y estafado por Gabriel, principalmente.
Entonces me acusó ante el juez. Me culpó de haberle inducido a robar en el monasterio de Poblet, de haberlo torturado para que asesinara a sus compradores, de haberle vuelto loco para que asumiera los crímenes, cuando en realidad había sido yo, Gabriel, el asesino.
El juez, hombre de pocas palabras, lo condenó a morir en el garrote vil, y ordenó que se borrara de los papeles del juicio la perorata de un criminal que se inventaba un demonio tentador para justificar sus hechos. Y así se hizo. Todas las referencias a Gabriel fueron borradas.
Ahora, con esos gallos que le cantan
Ahora, con esos gallos que le cantan a octubre desde un horizonte que no vemos, llega la aurora. Vicenç, Fra Vicenç, fraile exclaustrado, librero dominado por su locura, el asesino del año, me mira muerto de miedo y no para de rezar, de justificarse ante no sé quién, culpándome.
Todo terminará pronto, cuando encierren su miedo y sus alaridos en una capucha. Entonces, en la oscuridad de la tela que le velará los movimientos de los verdugos sólo podrá verse en mis ojos. Los ojos de Gabriel, su ángel negro.
Dicen, dijeron luego, cuando la historia del librero asesino de Barcelona se hizo leyenda y hasta el maricón insomne de Gustave Flaubert lo narró en su primer relato, que lo último que musitó fue: ¿por qué me abandonaste?, como si el hijo de puta fuera un Cristo en la cruz.
Nunca, jamás, fue abandonado.
Tuvo a su Gabriel para guiarle los pasos en el cumplimiento de sus deseos. Tuvo a su ángel negro. Sólo que él tenía mucha basura en la cabeza y no terminaba de entender algo sencillo: desde la expulsión del Paraíso todos los ángeles son negros.