Abrió los ojos despacio. Como quien no quiere la cosa. Era temprano como siempre, como cada día, como cada uno de estos días, en especial.
Se quedó un rato mirando a través de la cápsula, esa tapa translúcida que reflejaba todo, que no dejaba escuchar lo que pasaba afuera, a él, que le costaba no escuchar, justo a él, que comprendía todo lo que estaba detrás de las palabras desde que nació. Maldijo cada minuto de su existencia, lo maldijo todo, menos a su madre. Qué tipo de hombre maldice a su madre. Se rió fuerte pero no se escuchó a través del acrílico insonoro. Cerró los ojos de nuevo, le pesaban debajo de las cejas, le ardían, tenía que dormir más, un rato más. Se masajeó un poco las sienes como dando cuerda al cerebro añoso. La maniobra funcionó y la trajo a ella. De un modo imaginario pero la trajo, detrás del iris, de la córnea, la vio caminar, descalza, con el pelo negro atado en un rodete alto, como a él le gustaba. Recordó cuánto, cuánto amaba deslizar los dedos por la nuca morena, rascar despacito sobre las vértebras hasta que le aparecía piel de gallina. Le besaba la raíz del pelo la parte de atrás de las orejas, ella se reía y le apretaba las manos y se daba vuelta y lo besaba también, antes de salir a la calle.
Se impresionó de recordar cada detalle después de tanto tiempo sin verla, le bailaba en la punta de la nariz su perfume, todavía. Ese aroma a jazmín blanco, dulzón, inconfundible. Gardenia se llama, le indicó ella una y otra vez. Gardenia.
Bostezó grande y se estiró lo más que pudo. Marcó de memoria el código para abrir la cápsula. Digitó también la clave para apagar el ozono. Se paró al lado de la cama tubo y sintió la alfombra rugosa en las plantas de los pies, dobló los dedos y los deslizó una y otra vez. Podía sentir la cosquilla y le gustaba, volvió a sonreír despacito. El hotel quedaba en pleno centro de Roma. El jefe esta vez lo mandó a atender sus asuntos ahí. Nunca había estado antes, le impresionó la ciudad cuando se asomó a la ventana hermética, le hubiese gustado abrirla de par en par, pero ya no se podía. De a poco todas las personas iban eligiendo aislarse, escasamente salían de los cubículos que les eran asignados. Muy pocos caminaban por la calle. Los que circulaban llevaban un adminículo en la cabeza con oxígeno para poder respirar. La pandemia que correspondía a esta época no se hizo esperar. Notó que todos los edificios contaban con ozonización, las casas también, era el único lugar seguro donde uno podía sacarse el casco con provisión de aire limpio.
Sacudió la cabeza con una desilusión enorme. Odió al jefe con todas sus fuerzas. Transferirlo otra vez, en este momento. No le bastaba con el trabajo arduo que hacía todos los años. Desde hace tanto tiempo. Había otros, con más antigüedad que podrían haber sido transferidos, pero no. Otra vez él.
Se acordó de sus compañeros de la última tarea asignada. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Supo de sus muertes violentas, injustas. Los asuntos del jefe no eran para nada pacíficos, se fue enterando con el tiempo. Caminó lento hasta el baño y se lavó la cara con agua helada. Se miró al espejo, se miró profundo. Tenía los ojos cansados, las bolsas pronunciadas. Los años de trabajo sin descanso hicieron mella en su cara, en su alma. La barba finalmente comenzaba a mostrar algunos pelos blancos. Decidió bañarse para bajar a desayunar. El jabón tenía olor a limpio, a puro, a antiséptico. Se secó rápidamente. La calefacción aparentemente estaba fallando. Se vistió con pantalones gruesos y un pulóver polera abrigadísimo. Nunca había estado en Roma. Ansiaba salir a la calle. Se preguntó quiénes serían sus compañeros de trabajo ésta vez, cómo lo recibirían.
El jefe le había advertido que no se distrajera con grupos numerosos, que no anduviera por ahí en las distintas oficinas anunciándose, le recalcó que mantuviera el perfil bajo esta vez, que se mantuviera lo más desapercibido posible. Que ya encontraría compañeros con quienes discutir los asuntos que los ocupaban nuevamente. Que no quería el mismo drama del último trámite, le gritó por la puerta del despacho. Sin conflictos esta vez, te lo pido por favor. Viejo insensible y desagradecido. Se arrepintió de haber trabajado para él. De repente le dio mucha hambre. Bajó al bar del hotel y se sirvió una taza de café caliente, humeante, negro. Se armó un sándwich con lo que fue encontrando y se sirvió un enorme vaso de jugo de naranja. Se devoró todo en tres minutos. Deseó poder apagar el celular y que no pudieran ubicarlo más, nunca más. Cerrar todos los dispositivos, los localizadores satelitales de la oficina central. Quería ser libre. Desatarse de todos. Salió a la calle después de ponerse el casco de oxígeno. Todo se teñía con la luz rojiza del sol, que pasaba cada vez más directa a la Tierra. Se cruzó a algunas personas haciendo turismo con sus cascos reglamentarios. Caminó hacia la plaza de San Pedro y entró a la iglesia. Caminó maravillado por el corredor de enormes columnatas. Se detuvo en seco cuando vio la escultura blanca. El mármol representando la muerte. La madre doliente. Nunca la había visto antes. Se quedó petrificado imitando la figura. La Piedad. Magnificente obra de la madre con el hijo muerto en los brazos. El hombre no pudo más y se permitió tocarla. El índice moreno le recorrió la cara esculpida en la piedra. Le pareció ver que ella levantaba la cabeza y lo miraba. Quiso que lo hablara. Aborreció al jefe por haberle hecho eso a su madre. Lo insultó en mil lenguas por su destino. Juró por sí mismo no volver a entregarle su vida. Es martes 25 de diciembre en Roma y Jesús de Nazareth llora desconsolado, parado frente a la escultura de la iglesia de San Pedro. Hoy, cumple dos mil ciento veinte años.