“Según la física cuántica, una partícula puede estar en dos estados al mismo tiempo”
Las nubes solo aprendieron a colorear el día de gris. La bruma es densa, como si los pilares del cielo claudicasen y éste se desplomara sobre la tierra. El movimiento en la escena, que suele confundirse con vida, se lo aporta el desgarro del mar golpeando sobre las piedras del mirador. La sangre del océano se asemeja a la espuma y se diluye igual que ella. Incapaz de aprender, insiste con la arremetida y obtiene igual resultado, desgarro y espuma. La piedra, que parece mofarse de lo inútil del proceso, no se percata de que va siendo desgastada, que va perdiendo la batalla. El hombre del sobretodo azul oscuro apoya ambos codos sobre la barandilla. Contempla el mar con el mismo sosiego que la piedra. En su soberbia, tampoco comprende que también está desgastándose. Nadie es inmune a los embates que acaban en desgarros y espuma, aun cuando sean del otro.
¿Con quién creen que tratan esos imbéciles?, piensa o se grita mentalmente. A mí no me van a doblegar tan fácil. Les voy a dar pelea. Ya van a ver.
La ola emula un martillo infatigable y golpea de nuevo el yunque. Las chispas simulan gotas y le mojan el rostro.
Ya van a ver. Voy a vender todo y a ver que hacen, entonces, con esa arrogancia y desfachatez. Conmigo no van a jugar, aprenderán a respetarme, aunque sea la última lección.
Impacta con rudeza el puño sobre la baranda, que acusa la energía de esa ira y desprende algunos fragmentos. El mar envidia la potencia de ese puño, sin entender que la madera ya estaba podrida de antemano por la humedad. Son adversarios muy distintos. La mueca de dolor en el rostro del hombre evidencia que nada escapa al principio de acción y reacción, pero el mar ya está demasiado enfrascado en otro intento como para notarlo.
¿Y si me equivoco? Ya estoy viejo. Quizás no sea buena idea.
La mano izquierda busca el bolsillo del abrigo y extrae una moneda ya fuera de circulación, claramente cumplidora de alguna función distinta a lo mercantil. Se la cede con suavidad a la derecha, aún resentida por el puñetazo. Los dedos entran en escena y malabarean con la moneda, brindando un número muy bien practicado.
Cruz, vendo todo; cara, me quedo en el molde. Le imprime al disco de bronce un movimiento en parábola. Lo atrapa cerrando el puño y con brusco ademán aprisiona la moneda entre el dorso de la mano izquierda y la palma derecha. Inspira con profundidad, repetidas veces, sin dejar de mirar el mar, como si quisiera que le contagiase coraje a través de los ojos o de las narinas. El temblor lo siente y no se atreve a observarlo, aún. La palma tapa la moneda.
El sol no tiene intenciones de dar tregua a la ciudad y mantiene el castigo de luz y calor sobre el asfalto. Varios autos, edificios y cuerpos comienzan a derretirse, aunque nuestros ojos no tengan la sutileza para notarlo. La oficina con aire acondicionado se transforma en la celda buscada, como aquel delator que prefiere la cárcel a la libertad, por miedo a las represalias.
La mujer de pelo castaño y lacio caído hacia el costado de los lentes, con aires de retraimiento e inteligencia, se sienta frente a la computadora. La repetición y la parsimonia han transformado la escena en una postal. Números y columnas invaden la pantalla. La opresión se codifica de múltiples maneras, a ella le tocó sufrir la numérica.
¿Cuánto hay encerrado en una cifra?, piensa o se conversa a sí mismo. Universos, verdades, una obra. Si las matemáticas fuesen nuestra creación, resultaríamos más pragmáticos que Dios. Su plan de diseñar el mundo tan burdo y dejar escondida la magia en las palabras, o en los números, fracasó rotundamente. Nos hizo ciegos en exceso o desmesuradamente perezosos.
No hay forma de que sea creación nuestra, prosigue el diálogo interno. Es descubrimiento. Es la palabra la que inventa al hombre y no al revés. El número lo pule, lo purifica. La geometría sobrepasa cualquier atardecer a orillas del mar.
-¡Crees que te pagamos para papar moscas! –le grita el supervisor y el susto la arranca de la charla interior.
-Perdón, señor –contesta como niña ante el reto paterno.
Las manos fingen actividad pero el cerebro ya inició la fuga al sitio de resguardo. Desde allí, abre fuego con pensamientos reiterativos. El primero aparece: Miserias a fin de mes no justifican el sacrificio. La mano busca el ansiolítico y lo encuentra, lo saca del bolsillo y comienza a serpentearlo entre los dedos. El abuelo armaba y desarmaba cigarrillos. Su cigarro es la moneda. Se distrae y le da lugar a otro balazo del enemigo incansable: Debo renunciar. La sentencia cae como gotas de sangre en un recipiente de agua cristalina. Se esparce y lo tiñe por completo. Algo tan diminuto arruina litros de fluido potable.
Cruz, renuncio; cara, me quedo en el molde. La moneda asciende girando pero ella sólo puede ver la trayectoria parabólica. No se detiene a pensar la cantidad de veces por segundo que su vida cambia de destino, que es feliz y retorna a la infelicidad, que se alivia o se amarga, que va y vine, para volver a ir y venir. El disco de bronce cae en la mano abierta y es desplazado bruscamente hacia el dorso de la otra mano. La decisión ya está tomada, pese a que aún la desconoce. La palma de la mano tapa la moneda.
La palma tapa la moneda. En estos momentos las dos posibilidades coexisten. Se está vivo y muerto a la vez. La gente nunca va a comprender el coraje necesario para dejar que el azar tome sus decisiones.