La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos eso es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a querosén. Los asistentes a la clase de etnolingüística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy baja.
—¡Coño! —dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo:
—Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.
El pronombre reflexivo o algo en el acento español del portero provocó discretas sonrisas entre los lingüistas y antropólogos. La clase, Lengua y cultura del Chaco argentino, debía comenzar en unos minutos. Se contaba con un indio: el toba Marcelino Romero. No podía tardar. Considerando que viajaba desde Villa Insuperable, el trayecto le llevaba poco más de una hora.
A las diez y media en punto apareció en la puerta del aula. Era bajo y corpulento con una convencionalmente inexpresiva cara de indio. El pelo, renegrido y largo, contenido detrás de las orejas. Su aspecto era muy pulcro; llevaba saco, un pantalón muy usado, medias y alpargatas. Murmuró un saludo y se dirigió a su asiento, a un costado del escritorio de la doctora. Sobre el pizarrón, un cuadro repetía en griego y castellano, la leyenda: «El hombre es la medida de todas las cosas». La doctora salió del aula. Cuando volvió, escoltada por el portero y el antropólogo de la cátedra, ya era, definitivamente, la doctora y profesora Brigitta Inge Dusseldorff, de la Universidad de Mainz, especialista en lenguas amerindias, cuya tesis Einigelinguisticheindizien des Kurtunwandels in Nordost-Neuquinea (München, 1965) había impresionado vivamente a especialistas de todo el mundo. Otro de sus trabajos, Der Kulturwandel bei de Indianen des Gran Chaco (Sudamerika) seit der Konkista-Zeit (Mainz, 1969), era fervientemente citado por los alumnos de la Facultad, quienes deseaban desentrañar algún día sus profundos conceptos. La doctora Dusseldorff era alta, huesuda, de pelo muy corto; anteojos y pies enormes. La universidad argentina se conmovía con su presencia. El portero, un paso detrás de ella, no le llegaba al hombro.
—Gracias —dijo en correctísimo castellano, y agregó casi sin mirar al portero: Puede retirarse.
Todos se acomodaron en sus asientos; el antropólogo se ubicó cerca del escritorio. La clase comenzaba.
—La clase anterior —dijo la doctora, a quien le gustaba ir directamente al punto— habíamos llegado hasta la parte de caza y pesca, armas e implementos, ¿verdad?
Todos dieron cabezadas afirmativas.
—Bien, hoy no usaremos cintas grabadas —dijo la doctora—. Vamos a retomar con el propio informante la parte correspondiente a pesca. Por favor, señor Marcelino, ¿cómo se dice «pescar”?
El indio los miró, después miró inexpresivamente la pared y dijo:
—Sokoenagan.
—Muy bien. Así que eso es «pescar».
El indio sacudió la cabeza.
—No —dijo—. Yo voy a pescar.
—Ah, bien, la primera persona verbal. Entonces, usted va a pescar. —Lo señaló pero el indio no dijo nada. —Bien, pero ¿cómo se dice “pescar”?, solamente eso.
—Sokoenagan —dijo el indio.
La doctora quedó con el bolígrafo en alto.
—Intentemos con la tercera persona. ¿Cómo decimos «él pesca»?
—Niemayé-rokoenagan —dijo el indio.
—Perfectamente —dijo la doctora y se explayó en consideraciones fonéticas. Durante los siguientes veinte minutos la clase avanzó muy lentamente.
—Recapitulemos —dijo, por fin, la doctora—. Pescar: sokoenagan; yo pesco: sokoenagan; tú pescas: aratá-sokoenagan; él pesca: niemayé-rokoenagan. Observamos una glotalización con valor distintivo en…
El indio decía que no con la cabeza. Parecía que lo recapitulado no era correcto.
—¿Cómo? —dijo la doctora.
—Está sentado, todavía no fue —dijo el indio.
Hubo un breve silencio.
—Un tiempo continuo o un elemento espacial en la conjugación —avisó la doctora a la clase—. Explíquese —dijo severamente. Por un momento pareció que iba a agregar «buen hombre» pero no fue así.
—Está sentado, pero todavía no fue a pescar. Está pensando —dijo el indio—, está pensando en ir a pescar. Lo estoy viendo cerca.
Alumnos y profesores se movieron inquietos. El informante no facilitaba las cosas hoy. Una de las alumnas intervino con evidentes deseos de coincidir con la doctora Dusseldorff. Era la alumna más adelantada. Había tenido la oportunidad de hablar a solas con la doctora y se había mencionado la posibilidad de una beca; hasta, quizás, un viaje a Alemania.
—¿Podrá ser, tal vez, un subsistema de presencia/ausencia del objeto nombrado?
—No creo que sea el caso —dijo, con frialdad, la doctora.
El antropólogo, joven, pálido, de traje y bufanda, con experiencia de campo, intervino:
—Permítame, doctora —era un hombre que sabía manejarse con los indios—. ¿Qué querés decir cuando decís que lo estás viendo, Marcelino? —el antropólogo tuteaba al toba, aunque debía tener veinte años menos. La doctora aprobó con una inclinación de cabeza la eficaz intervención masculina.
—Si no lo veo, digo de una manera distinta —dijo el indio. Y agregó—: Pero no pesca; va a ir a pescar.
Hubo un suspiro de alivio general. El antropólogo daba explicaciones a unas alumnas sentadas a su alrededor. Fumaba elegantemente. Conocía las últimas corrientes teóricas; sin embargo, añoraba la época de la Antropología clásica y soñaba con reeditar a uno de aquellos refinados y eruditos dandies ingleses, capaces de internarse en lo más profundo y salvaje de la jungla, todo por la ciencia. Él mismo ya había estado en el Impenetrable. Esto le otorgaba una secreta superioridad sobre la doctora, que sólo había trabajado con estadísticas, lenguajes procesados y computadoras. Los murmullos se generalizaron.
—Muy bien, Marcelino —dijo el antropólogo. Su tono contenía un premio.
La clase continuó. El indio permanecía sentado, inmóvil; la espalda, recta, no tocaba el respaldo de la silla.
—Pasemos a la caza —dijo la doctora, acomodándose los anteojos. El antropólogo sintió nuevamente que le correspondía tomar la palabra.
—Vos contaste que salías a cazar con tu abuelo, ¿no, Marcelino?
—Sí —dijo el indio.
—¿Había algún rito… —el antropólogo titubeó—, quiero decir, alguna reunión, alguna ceremonia, antes de que salieran a cazar? Tu abuelo, ¿qué decía de esto?
—No —dijo el indio y miró vagamente a su alrededor.
Se produjo un corto silencio. La doctora intervino. Manifestó su interés en preguntar sobre la terminología referida a la caza. El antropólogo estuvo totalmente de acuerdo. Pero antes de que la doctora pudiese formular la primera pregunta, el toba, inesperadamente, comenzó a hablar. Hablaba en voz baja, con la mirada clavada en el piso. Explicó la enfermedad que se podía contraer por maleficio del animal perseguido. Él se había enfermado de ese modo. La ciudad se parecía a la selva, dijo. Allá había que cuidarse de los bichos; acá hay que cuidarse de la gente. Recordó a su padre y a su abuelo, cuando lo llevaban a cazar. Ellos le habían enseñado cómo hacerlo. Pero él, después, había querido venirse. Salir del Chaco, de la tierra firme, y venirse, porque se había peleado con el capataz, que era paraguayo, y les daba trabajo nada más que a los paraguayos. No a los hermanos tobas, no a los argentinos.
La última palabra sonó extraña en el aula. Los presentes miraban al indio como si acabara de decir algo fuera de lugar, o como si empezaran a descubrir en é1 una cualidad que antes no habían percibido. En el aire flotaba una observación notable: ese indio era argentino.
—Me fui un domingo a hablarle —proseguía el toba. No había variado su actitud y su mirada permanecía fija en el suelo—. Y me pelié. Trabajábamos toda la semana, no había domingo.
Estudiando su cuaderno de notas, la doctora dijo:
—Creo que nos vamos del tema. No se trata de historia personal sino de reconstrucción cultural —. Miró al antropólogo, que acudió otra vez en su auxilio.
—Está bien, Marcelino —dijo el antropólogo con cierta advertencia en el tono de su voz; tenía experiencia de campo y sabía cómo hablar con los indios—, está muy bien —ahora parecía dirigirse a una criatura—, pero queremos que nos cuentes cuando ibas a cazar; qué armas usabas, cómo se llamaban, ¿te acordás? Vos tenías dieciocho años cuando te viniste del Chaco.
—Sí, me vine —dijo el indio—. Yo no quise entrar en la transculturación —como llevadas por un mismo impulso, todas las cabezas se inclinaron; se tomó nota de esta palabra tan correctamente asimilada por el toba.— Yo reboté porque me pelié con el capataz. Llovía y mi abuelo y yo habíamos cargado todo el domingo. Mi abuelo y yo, entreverados con los otros, cargamos los vagones con los fardos, aunque llovía. Entonces me pelié y me vine a la ciudad, al Hotel de Inmigrantes; pero la pieza era muy chica, todo era muy chico. Uno quiere ver campo y no. Ve nada más que ciudad, por todos lados.
La clase estaba en suspenso. La doctora, impaciente, miró al indio y dijo con tono autoritario:
—Vamos a continuar con implementos y armas, pero antes probaremos con dos palabras para retomar la parte fonética —Miró otra vez al indio— ¿Cómo se dice “pez”?
El indio suspiró y se apoyó en el respaldo de la silla; después, metió las manos en los bolsillos del pantalón y cruzó una pierna sobre otra. No pareció un gesto oportuno en el contexto de la clase. Miró de frente a la doctora.
—Naiaq —dijo.
—Bien, entonces podríamos establecer: sokoenagannaiaq: yo pesco un pez. Observen que hay dos nasales en contacto —dijo con algo que podía parecerse al entusiasmo, la doctora.
—Si el pez está ahí y yo lo veo, sí —interrumpió el indio—, si no, no. —Todos lo miraron—. Hay otra forma —concluyó, finalmente, el toba.
—¿Cuál? —preguntó la doctora Dusseldorff. Sus ojos se habían achicado detrás de los enormes anteojos.
—Lacheogé-mnaiaq-ñiemayé-dokoeratak —dijo el indio.
Algunos de los presentes creyeron advertir una sombra de sonrisa en su cara pétrea, pero sus ojos estaban serios y fijos.
—Parece que el informante no está bien dispuesto hoy para la parte lingüística. Si quierre, profesorrr podemos continuarr con implementos y armas —dijo la doctora, marcando tremendamente las erres.
Todos se relajaron. Sería lo mejor. La clase en pleno se daba cuenta de que la doctora estaba ligeramente fastidiada. Cuando esto ocurría, su lengua materna subía a la superficie. El informante debía colaborar, de otro modo era imposible organizar adecuadamente la parte fonética.
—Un merecido receso, doctora —dijo, sonriente, el antropólogo.
Todos rieron. Una de las alumnas se ofreció para traer café. El antropólogo y la doctora se retiraron a un rincón, a hablar en voz baja. Dos estudiantes se acercaron al indio, que permanecía sentado en su silla.
—Andá al punto, Marcelino, no te vayas por las ramas que esto va a durar todo el día. —Le ofrecieron un cigarrillo y el toba aceptó, pero no se levantó de su silla. Cada tanto, un rápido parpadeo le modificaba la expresión.
—Así que la ciudad no te gusta —le dijo uno de los estudiantes—, sin embargo, vos acá podés trabajar y mantener a tu familia, ¿no, Marcelino? Estás mejor que en el Chaco.
El indio dijo que sí con la cabeza. Miraba la punta del cigarrillo:
—Pero cuando uno quiere ver campo, ve nada más que ciudad —dijo—, por todos lados ciudad.
Diez minutos más tarde, el antropólogo golpeó las manos académicamente.
—Continuamos —dijo.
Mientras todos se ubicaban, él mismo salió y se dirigió a Arqueología. Cuando volvió a entrar traía dos arcos, varias flechas, tres lanzas de diferentes tamaños y un lazo hecho de fibras vegetales con complicados nudos en los extremos.
—Bueno, Marcelino —dijo el antropólogo, colocándose frente al toba—, ¿reconocés estos elementos, estas armas…? —Sostenía el arco y las flechas delante de los ojos del indio. Desde la silla, el toba miró los objetos. Levantó una mano y tocó con la punta de los dedos el arco. Bajó la mano.
—Sí —dijo—, sí.
—¿Alguno te llama la atención en forma especial? —continuó preguntando el antropólogo.
El indio tomó una de las flechas, la más chica, sin plumas en el extremo.
—Ésta es una flecha para pescar.
—Perfectamente. ¿Se utiliza con este arco? La clase pasada dijiste que tu abuelo tenía todas estas cosas guardadas en su casa.
De repente, el indio se puso de pie y se inclinó sobre el antropólogo. Todos se sorprendieron; el antropólogo dio un brusco paso hacia atrás. El indio le habló en voz baja.
—Por supuesto, Marcelino —ya repuesto de la sorpresa el antropólogo intentaba reír— por supuesto. —Marcelino pide permiso para quitarse el saco y estar más cómodo para reconocer el arco —informó a la clase.
Se oyeron unas risas aisladas, nerviosas. La doctora, completamente seria, anotaba algo en su libreta de apuntes. El indio colocó cuidadosamente el saco en el respaldo de la silla. Después tomó con cuidado el arco. En las manos del indio, el arco dejó de ser una pieza de museo y se volvió un objeto vivo. Sus manos, anchas y morenas, lo recorrían parte por parte. No había ninguna afectación en ese reconocimiento. Su disposición era la de alguien que sabe muy bien lo que va a hacer. Con una mano sostuvo el arco y con la otra tomó las flechas.
—Ésta es de caza —dijo sin dirigirse a nadie. Paradójicamente, se veía mucho más corpulento en camisa, sin el saco. Su cuello y sus hombros eran poderosos. En su frente, inclinada para observar mejor los objetos, se marcaba una vena desde el entrecejo hasta el nacimiento del pelo. Todos lo miraban con curiosidad. No parecía el mismo que hacía unos minutos contestaba pasivamente las preguntas de la doctora—. Y ésta es la de guerra. —Al decirlo, el indio miró al antropólogo. La flecha que sostenía era la más grande, con un penacho de plumas de colores en el extremo— Mi abuelo decía que Peritnalik nos mandaba a la guerra a los hermanos. —Miró otra vez al antropólogo y después a todos; antes de que el antropólogo hablara, dijo: Peritnalik, Dios, El Gran Padre, el que manda los espíritus a la llanura del indio.
Algunos tomaban notas. La mayoría clavaba una mirada ansiosa en el toba. No podía decirse que estuviera haciendo nada impropio, pero algo había en su manera de pararse y de tomar el arco que sobrepasaba los límites de una clase en el Instituto. El antropólogo se había sentado cerca de la puerta, a un costado del indio, y lo observaba. Trataba de aparentar interés, pero era evidente que estaba algo desconcertado e incómodo.
El toba, con una destreza sorprendente, tensó la cuerda y la amarró al extremo del arco. Todos los ojos estaban fijos en sus manos. Una ligera inquietud se pintó en las caras. En realidad, nadie conocía bien a ese indio. Habían dado con él por casualidad y había resultado particularmente oportuno para ilustrar las clases de la doctora Dusseldorff. Como para retomar el hilo perdido de la clase, el antropólogo preguntó:
—Cómo se dice «flecha», Marcelino.
El indio levantó bruscamente la cabeza.
—Hichqená —dijo.
—Podemos establecer una comparación con la terminología mataca que…
El antropólogo debió interrumpirse. El indio, con las piernas separadas y firmemente plantado, tensaba el arco como probándolo. Una parte de su pelo, renegrido y duro —de tipo mongólico, pensó automáticamente el antropólogo— se había deslizado de atrás de su oreja y le caía sobre la cara. La mano oscura alrededor de la madera se veía enorme. Una energía insospechada hasta entonces —en las clases anteriores el indio había permanecido siempre respetuosamente sentado en su silla— irradió de su cuerpo y envió una fuerza recíproca entre su brazo y la tensión del arco, una especie de potencia masculina que fastidió especialmente a la doctora Dusseldorff, habituada a las jerarquías asexuadas de la ciencia. Con voz gutural, el toba dijo:
—Kal’lok —y repitió más fuerte—… Kal’lok.
Nadie anotaba ya las palabras. Con una agilidad que dejó a todos en pasmados, el indio se agachó y tomó una flecha, la más larga, con el penacho de plumas. El antropólogo se levantó de la silla. Estaba todavía más pálido. La doctora había dejado su cuaderno de notas sobre el escritorio.
—Creo que no es necesario… —empezó a decir.
—¡Ena…! ¡Ená…! ¡Peritnalik! —la voz profunda del toba rebotó en las paredes.
Varios cuadernos de notas cayeron al suelo. El indio había colocado la flecha de guerra en el arco y volvía a tensar la cuerda. Había quedado de perfil a la clase y en esa actitud era muy fácil imaginar su torso desnudo, como en un sobrerrelieve. La flecha ocupaba exactamente el vacío de la tensión. Su punta alcanzó la dirección de la altura de los ojos del antropólogo. La doctora tenía la boca abierta.
—Hanakenáña’alwáekorapigemramayémnorék, ramayélacheogé, ramayépéhabiák… —murmuró la voz ronca del indio. Estaba inmóvil. Sólo sus ojos describieron, lentamente, un semicírculo que los abarcó a todos en la clase. Algunas cabezas iniciaron el movimiento de ocultarse tras la espalda de los que tenían delante. En el fondo del aula, una chica se puso de pie.
—Kal’lok —dijo el indio y cerró la boca.
El silencio pesó como una losa.
El toba bajó, despacio, el brazo y destensó el arco. Con delicadeza sacó la flecha y la colocó junto a las otras. Apoyó el arco en el respaldo de la silla. Retiró el saco y se lo colgó del antebrazo.
El aula, de a poco, empezó a cobrar vida. Hubo carraspeos, personas que se inclinaban buscando en el suelo sus cuadernos de notas, algunas toses aisladas. El antropólogo, todavía pálido, encendió un cigarrillo y se aproximó al indio.
—Perfectamente, Marcelino, perfectamente —dijo.
Esto devolvió a la clase su capacidad de expresión. En general, se intentaba averiguar quién había tomado notas. Recorrió el aula la información de que lo dicho por el toba había sido una invocación a Peritnalik. Algo como «…el dueño del fuego, el dueño de la noche y de la selva…» y también algo más, pero no se podía asegurar.
Rápidamente, se reunió el dinero con que se pagaba la colaboración de Marcelino Romero. Uno de los alumnos se lo entregó sin mirarlo.
El antropólogo y la doctora Dusseldorff salieron últimos. La clase no había sido satisfactoria. Consideraban, académicamente, la posibilidad de conseguir otro informante. Tal vez un mataco con mayor disposición. La buena disposición era fundamental para los fines científicos.
Sylvia Iparraguirre