“Plagas”, dijo mi viejo, apretando el vientre de la paloma con el taco de la bota. Había olor a pólvora. Levanté el cartucho Orbea, vacío, para mi colección. Marcaba con una cruz los que daban en el blanco. Dejaba sin marcar los pocos que habían fallado. La paloma era gorda, tenía el pecho claro y mullido como las palomas de ciudad; enorme en comparación con las torcazas del campo, pardas, chicas, con un borde negro en los ojos. No sabíamos de dónde venían. Del buche salieron granos frescos, enteros; podías contarlos.
La paloma se había llenado el buche en el lote de al lado y había levantado vuelo hasta el monte. La vimos desde abajo. La señalé con el dedo. El tiro la alcanzó enseguida y cayó temblando un poco. Mi viejo se acercó, la dio vuelta con la punta de la bota, la pisó, nos explicó y siguió adelante, con la Centauro apuntando al suelo. Mi hermano mayor le pasó dos cartuchos nuevos. Mi hermanito llevaba una rama larga en la mano y la arrastraba por el pasto.
Dejábamos las palomas muertas tiradas en el monte. Varias veces volvimos a buscarlas. Las encontrábamos agusanadas o desinfladas. Un par de veces nos encontramos, en cambio, con que ya no estaban. Una tarde, vimos manchas de sangre que se perdían al llegar a un matorral. Mi hermanito y yo pensamos que la paloma agonizaba escondida entre las ramas. Sentíamos su mirada clavada en nosotros. Mi hermano mayor pensó que un animal se la había llevado. Otra vez, Athos, el gran danés, encontró la paloma muerta y la trajo para jugar. Salimos corriendo espantados. Más rápido corríamos, más rápido corría Athos con la paloma en la boca. Su carrera la daba un poco de coherencia a nuestra estupidez de trompo humano. Estábamos dispuestos a cualquier cosa antes de que Athos nos tirara la paloma como hacía con la pelota en el jardín cuando le jugábamos. No entendía que no queríamos jugar.
Mi viejo a veces apuntaba con la escopeta para mostrarnos algo, sin tirar. Pasaba una bandada de patos y la filmaba con la mira de su Centauro. Una vez fue una formación de flamencos. Pero lo que más le gustaba mostrarnos era el juego del chimango y la tijereta. Volaban planeando en el aire.
Señalábamos con el dedo cuando veíamos algo entre las ramas de los árboles. “Ahí,” y él tiraba. Los eucaliptos eran tan viejos que en la inundación se caían solos porque las raíces no prendían bien. Habían crecido soltándose de la tierra. Algunas tardes oíamos el silbido tétrico del árbol hamacándose en el viento y de pronto el golpe contra el agua. Esa tarde mi viejo también mató un chimango que volaba cerca del alambrado, a unos metros de los gallineros. “Esperaba el momento”, dijimos.
Mi viejo caminaba con cuidado para no hacer ruido, con mis dos hermanos detrás, imitándolo. Yo iba última, me demoraba y los corría. Después de pasar el claro, mi viejo hizo una seña. Se dio vuelta, apuntó con la escopeta. Pero cuando disparó no oímos el ruido que hacen los cuerpos muertos al desplomarse. Vimos el pájaro cayendo y resistiendo a la vez, y corrimos a mirar.
La paloma se golpeaba el cuerpo con las alas, en un vuelo raso y torpe. Cuando nos acercamos se nos vino encima. Salió de la sombra que formaban unos arbustos. Después se quedó ahí, con las alas plegadas, los ojos negros abiertos, latiendo los ojos, se hinchaba y deshinchaba al respirar. Mi viejo la remató de un tiro. La paloma cayó de costado. Me quedé mirándola un rato. Dije: “Vamos”. No me animaba a volver sola.
Mi viejo encontró un pichón de paloma a unos metros. Lo agarró con el sombrero. Nos dijo que era un regalo y lo llevamos a casa entre los tres, haciendo planes. Me guardé el cartucho que dio y no dio en el blanco, el que tendría que haber marcado y no tendría que haber marcado con una cruz.
EC. Del libro de cuentos Tres hermanos, Tusquets, 2016