El Azul de las Abejas (cap.1)

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Detrás de mi nariz

 

Mi viaje comenzó en alguna parte detrás de mi nariz.

Y mucho antes de salir de la Argentina. Ya no recuerdo si fue mi abuelo quien me anunció que pronto iba a empezar a tomar clases de francés —o si fue mi abuela o alguna de mis tías—. Sólo sé que un adulto me dijo que tenía que empezar cuanto antes y aprender muy rápido si no quería sentirme completamente perdida a mi llegada a París. La partida era inminente y tenía que prepararme. En dos o tres meses te reencontrás con tu mamá.

En La Plata, al principio aprendí a contestar en francés ciertas preguntas simples —Comment t’appelles-tu? Quel est ton âge? (“¿Cómo te llamás? ¿Qué edad tenés?”) — y más tarde a formular esas mismas preguntas a compañeritos imaginarios. Esforzándome por proponer variaciones a partir de las palabras que acababa de aprender. Fue una de las primeras cosas que me aconsejó Noémie, mi profesora de francés.

—Estoy segura de que podés hacer la misma pregunta de otro modo; a ver, pensá un poquito —me

decía en español.

—Mmmm… toi aussi, tu as huit ans? (¿vos también tenés ocho años?)

—Très bien! (¡Muy bien!”)

Junto a Noémie descubrí sonidos nuevos, una erre muy húmeda que hay que ir a buscar al fondo del paladar, casi a la garganta, y ciertas vocales que se hacen resonar detrás de la nariz, como si uno quisiera a la vez pronunciarlas y guardarlas para uno. El francés es una lengua muy extraña: deja caer los sonidos y al mismo tiempo los retiene, como si en el fondo no estuviera muy seguro de querer liberarlos… y esto fue, me acuerdo, lo primero que me dije a propósito de mi nuevo idioma. Y también que me haría falta practicar mucho.

Pronto Noémie me descubrió caracteres que no había visto nunca, el acento grave y el circunflejo, y, después, la “ce cedilla”. De este nuevo signo, “Ç”, mucho más que de los otros, me enamoré enseguida; y en pedacitos de papel, y en los márgenes blancos de los diarios, y en el reverso blanco de los sobres de las cartas, me aplicaba a escribir esta simple palabra, français, y a veces ces cedillas solas, o pegadas unas a otras, ççç, hasta formar una especie de cadena o surco. Era una manera de pasar el tiempo hasta esa partida que yo creía inminente.

Mi madre se había refugiado en Francia en agosto de 1976, y mi permanencia en La Plata no habría debido ser más que un breve paréntesis antes de reencontrarnos al otro lado del océano. Pero pasaron los meses. Llegó a pasar un año y yo no me iba de La Plata. Moi, j’ai neuf ans. Et toi?, (“Yo tengo nueve años, ¿y vos?”) era la pregunta que ahora le hacía a Noémie.

 

En esos últimos tiempos en La Plata yo iba a ver a mi padre a la cárcel, cada quince días, jueves por medio

—allá, el jueves es el día de visitas, el único y sin apelación—. Las visitas se hacen por la tarde y duran en realidad muy poco; pero, aunque la cárcel está en La Plata y estas visitas tienen lugar a una hora precisa, uno en

verdad pierde el día entero. Porque hay que formar fila ante la puerta de la cárcel. Después hay que pasar la requisa de una señora que permanece en silencio mientras las mujeres se desvisten bajo su mirada vigilante, tal como nosotras lo hicimos tantas veces, mi abuela y yo, una junto a la otra. No habla, esta señora, porque supone que las mujeres que han entrado en su cabina saben desde hace mucho cómo deben comportarse antes de ser palpadas. Y tiene razón. Por su lado, los hombres son sometidos a un tratamiento parecido por guardias que, supongo, deben de permanecer igualmente silenciosos. Después hay que hacer otra fila de espera, esta vez

dentro de la cárcel, y después avanzar por un corredor, y por último agruparse, unos tras otros, por familias y siempre en silencio, ante una reja enorme. Aquí suele suceder que alguien más se dedique a palparnos, aun cuando ya otros se hayan atribuido el derecho de revisación minuciosa mientras estábamos en bombacha ante aquella señora —pero esta segunda revisación es mucho más rápida, dura apenas unos instantes—. Es como un reflejo que tienen allá en la cárcel: palpan sólo por costumbre. Y después hay otra reja que dejar atrás y por fin una puerta. Mientras pasamos esta puerta, como todas las otras, es necesario que ciertos hombres con ametralladoras nos vean a todos muy bien, lo que a veces toma mucho tiempo. Por eso, durante mis últimos tiempos en La Plata, cuando iba a ver a mi padre a la cárcel, faltaba mucho a la escuela… y siempre en jueves. Y sin embargo nadie me hacía preguntas, ni mi maestra ni mis compañeritos de clase. Uno de cada dos jueves, yo desaparecía: eso era todo.

Cuando al fin llegaba junto a él, mi padre me hablaba mucho de ese viaje que muy pronto emprendería y para el que tenía que prepararme, sí. Decía que luego de mi partida los dos íbamos a escribirnos, y que era necesario hacerlo regularmente, al menos una vez por semana, de modo de mantener, en el papel, una especie de conversación. Me sentía capaz: sí, le escribiría. Jueves por medio le renovaba mi promesa.

La partida me daba miedo, por momentos. Y al mismo tiempo tenía muchas ganas. Ya no desaparecería los jueves para ir a ver a mi padre, es verdad. Pero tenía tanto apuro por volver a ver a mi mamá, que estaba en Francia hacía ya tanto tiempo. Y cada vez más tiempo. Hay un problema de papeles… Pero muy pronto te reencontrarás con ella, vas a ver, no puede demorarse mucho más. No dejaban de repetírmelo. Y sin embargo no sucedía nunca.

 

Noémie es morocha, tiene el pelo largo y un lunar junto a la comisura de la boca, apenas por encima de los labios. Un lunar que asocié inmediatamente al idioma francés, esa lengua que ya quería hacer mía, con sus vocales escondidas detrás de la nariz. Desde mi primera clase en La Plata seguía los movimientos de aquella pequeña mancha negra estampada apenas por encima de los labios de Noémie, antes de repetir los sonidos y las palabras que aquel lunar había acompañado. Así fue como en La Plata, gracias a Noémie y a su lunar, aun cuando mi partida se postergara una y otra vez, me puse ya en camino. En alguna parte por detrás de mi nariz.

Noémie y su lunar pasaban dos noches por semana por la casa de mis abuelos para ayudarme a llevar a término el gran viaje que yo debía emprender pronto, muy pronto, esta vez sí, ya está cerca. Después de aquellos

caracteres tan lindos y de aquellas preguntas que yo debía responder siempre haciendo mis propias variaciones, Noémie me enseñó canciones: Au clair de la lune primero, y luego Frère Jacques. En La Plata, mi profesora pensaba que este repertorio sería esencial a mi futura “integración”, como ella misma decía todo el tiempo. Tenés que saber cantar esas canciones para poder integrarte. Y À la claire fontaine también.

Como mi viaje se pospuso todavía un poco más,Noémie se dijo que tendría tiempo para profundizar mi aprendizaje con la ayuda de un libro de texto. Fue en ese primer libro francés que me enteré de que aquí, en Francia, todos los perros se llaman “Médor” y todos los gatos “Minet”. Y muchas otras cosas que en aquel momento me parecieron muy útiles.

 

Hasta la última clase, por mucho que Noémie se esforzara por hacerme avanzar por las lecciones sucesivas del libro, mi curso de francés se basó en aquel juego de preguntas y variaciones y encuentros con compañeritos imaginarios. Toi aussi, tu as dix ans, pas vrai? (¿Y vos? Vos también tenés diez años, ¿no es cierto?)

Noémie encarnaba alternativamente personajes de diferentes niños, personajes que se nos habían vuelto familiares: Marguerite, Catherine y Jean, chicos a los que les habíamos inventado, juntas, un aspecto y una historia, y que, a lo largo de los meses y las estaciones, parecían crecer al mismo tiempo que yo. Marguerite tenía un perro, pero Jean adoraba los gatos. En cuanto a Catherine, mi preferida, veía el Sena desde la ventana de su cuarto, et même la Tour Eiffel.

Al principio, Marguerite, Catherine y Jean se deslizaban todo el tiempo por el toboggan y se hamacaban en las balançoires; después, cada vez menos, pero siempre comían croissants y crêpes au sucre y tenían todos un lunar junto a la boca. No se conocían entre ellos pero yo sí los conocía bien: nos encontrábamos en diferentes lugares de París que Noémie me enseñaba a ubicar en el mapa. En cada clase, en el comedor de mis abuelos, en La Plata, dos veces por semana y durante casi dos años, Noémie y yo nos transportamos là-bas —es decir, aquí.

Hasta que un día partí, y para siempre.

Fue en enero, en los primeros días del año 1979, hace unos meses apenas… o una eternidad, ya no lo sé.

 

 

Casi verdadero

 

Un día, por fin, me reencontré con mamá en Francia. Sólo que no fui a vivir a París, como me habían dicho tantas veces, sino cerca.

Aunque ni dicho así sea del todo verdad.

Porque no puede decirse que el Blanc-Mesnil quede muy cerca de París; en realidad casi queda un poco lejos. A veces tengo la impresión de que queda muy lejos.

Pero fue eso lo que le conté a mi amiga Julieta en la carta que le mandé tan pronto como llegué a Francia. Como podés leer en el remitente, no vivo en París sino muy cerca. Escribí eso en principio porque es más simple, pero también porque París era el destino previsto para mí desde hacía mucho tiempo, el destino para el que yo me había preparado tanto. Si yo le hubiera escrito que para llegar a París desde el Blanc-Mesnil hay que atravesar Drancy, Bobigny y Pantin, ella, lo sé, se habría sentido extrañamente defraudada y habría ido a contarle a Ana, a Verónica y a todas las demás que en realidad no vivo en París, oh no. Habría dicho, me imagino, que antes de partir me habían contado cualquier historia, que se habían burlado de mí. Por lo demás, decir que vivo cerca de París no es verdaderamente falso, podría decirse que es casi verdadero.

La última vez que nos vimos, Julieta me pidió que le contara cómo eran “la Torre Eiffel” y “Notredam” apenas como estuviera “allá” al otro lado del océano. Por eso, en el sobre de esa carta que le mandé, deslicé también una postal en que se veía la Tour Eiffel, y le hablé de la nieve en pleno mes de enero… y le conté todas mis anécdotas de frío, de nieve y de copos helados, con lo que estaba segura de causar gran asombro en La Plata en el corazón del verano austral.

A veces, uno tiene la impresión de ver por el suelo diamantes o trozos de cristal, pero son sólo charcos que el frío congeló. Basta golpearlos un poco para que se rompan en mil pedacitos. Si uno salta sobre ellos con los pies juntos haciéndolos estallar, después tiene la impresión de estar de pie entre las mil astillas de un espejo roto… y esto, aproximadamente, fue lo que le dije a Julieta en español, en mi carta.

Julieta me respondió que, gracias a todo lo que yo había escrito y a esa linda tarjeta postal, había podido imaginarme perfectamente a mí bajo la Torre Eiffel, con una boina de lana de colores y ante un cantero de flores coloridas. ¡Qué lindo! Debo decir que la respuesta de Julieta me alivió, y mucho. Ella me imaginaba ahí: yo lo había logrado.

Tan pronto como llegué a Francia, también le mandé a Noémie una tarjeta postal. Para ella busqué una foto en la que se vieran los muelles del Sena: los muelles en que ella me había hecho dialogar, tantas veces, con nuestros personajes preferidos, Catherine y su abuela Marinette. En esa imagen que elegí para Noémie también se veía, de fondo, la catedral de Notre Dame y los tenderetes abiertos de algunos bouquinistes: casi el mismo lugar en que yo había conseguido por primera vez guardarme, en una misma frase, tres vocales sucesivas detrás de mi nariz. Algo que había hecho de una manera bastante creíble, o por lo menos eso había parecido decir la sonrisa de Catherine, seguida de inmediato por la sonrisa de su abuela, las dos rubricadas por el mismo lunar. En esa postal no le recordé a Noémie aquella conversación sobre los muelles de un Sena imaginario que había quedado en mi memoria como mi primera proeza nasal, el momento en que, en La Plata, en casa de mis abuelos, sobre la mesa de la cocina, por fin había empezado mi viaje. Pero tenía la esperanza de que, con sólo ver esa imagen que había elegido para ella, Noémie lo recordara. En el reverso de la tarjeta repetí mis anécdotas de nieve y charcos de agua bajo capas de cristal. Pero me cuidé muy bien de decirle a Noémie que, en aquellos primeros días que pasé en Francia, no había comprendido casi nada cada vez que había escuchado hablar francés de veras. Tampoco le dije que en mi edificio hay dos perros, un pastor alemán y otro chiquitito y morrudo, pero los dos se llaman Sultán. Eso la habría sorprendido extrañamente. Me imaginaba a Noémie con su lunar, ante otro alumno, inclinados los dos sobre el libro de francés en que se veían aquellos dos personajes, el perro Médor y el gato Minet, y volvía a escucharla explicar que así llaman en Francia a los perros y a los gatos. ¿Podía hablarle entonces de los dos Sultanes de mi edificio? No, cómo iba a hacerle algo así.

 

Lo bueno de las cartas es que uno puede pintar las cosas como quiere, sin mentir por eso. Elegir entre las cosas que nos rodean, de modo que todo parezca más bello en el papel. La nieve y la escarcha del mes de enero, por esos mismos días en que en La Plata la gente pone la cabeza bajo el chorro de la canilla para poder aliviarse del bochorno del verano, son verdaderas. Y los charcos de agua congelados, brillantes como espejos, que parecen pedir que uno los rompa en mil pedazos una y otra vez, los he visto, desde la ventana de mi cuarto —durante los largos meses de invierno—, en las calles de la urbanización Camino Verde, o Voie Verte, en el Blanc-Mesnil, como marcando el camino de puntos suspensivos.

Laura Alcoba

Laura Alcoba
Laura Alcoba
Vivió hasta los diez años en Argentina antes de radicarse en París. Se licenció en letras en l’Ecole Normale Supérieure, y es especialista en el Siglo de Oro español, editora y traductora en Francia. Ha escrito las novelas La casa de los conejos (Edhasa, 2008), Jardín blanco (Edhasa, 2010) y Los pasajeros del Anna C (Edhasa, 2012), las tres fueron publicadas originalmente en Francia por Gallimard, al igual que El azul de las abejas. Su obra se tradujo al alemán, el inglés, el serbio, el italiano y el catalán.

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