El tiempo en la ruta se mata contando. Kilómetros, vacas, caballos y ovejas; horas, camiones y tractores que viajan a contrarreloj para llegar a la cena de Navidad; árboles que corren hacia nosotros; pedazos cauchos que flamean sobre la banquina, liebres enceguecidas que se cruzan y desaparecen debajo nuestro y zorrinos aplastados, impresos sobre el asfalto hace varios autos atrás. También: cigarrillos apagados en el cenicero del coche, las vueltas que le dimos al cassette de Sui Géneris cuando perdimos la señal de la radio, estaciones de ferrocarril abandonadas, parrillas al paso, moteles. Eso hago dos veces al año, durante tres días con sus noches, el tiempo que demoramos en llegar a la casa de la abuela a bordo del Falcon modelo ‘87 que mi papá compró poco después de habernos ido a vivir tan lejos, en la inauguración de la década del noventa.
Llevo la cabeza apoyada sobre el respaldo completo del asiento delantero y tengo una misión: cuidar a mi familia mientras dure el viaje. Esta es una tarea que requiere de mucha concentración y consiste en mantener la vista fija en el centro de la ruta y verificar, al mismo tiempo, que mi papá tampoco despegue los ojos del camino. Tengo además otros intereses: los cementerios que se levantan en las afueras de los pueblos, los santuarios y tumbas que nos ven pasar a la vera de la ruta; la lluvia de bichos que se estrellan contra el parabrisas y cuyas alas y patas se desprenden primero ante la embestida del viento caliente de fines de diciembre.
Si bien el ruido del motor hace que sea difícil escuchar lo que hablan, adivino cuando papá le pide a mamá que arregle el mate o chequee algo del mapa de la ruta 3, aunque sabe de memoria el orden de las ciudades o pueblos y el plano mal doblado y escrito con birome azul queda sepultado en el fondo de la guantera. No hablan mucho pero cada tanto advierto que intercambian miradas y sonrisas, y yo relajo un poco los hombros.
La parte de atrás del auto es otro mundo. La música apenas se escucha y mis hermanas pelean por las almohadas, reclaman que hace calor y se trenzan en forcejeos que incluyen tirones de pelo y mordidas en los brazos o piernas. Los pocos juguetes que nos dejaron llevar también son causa de disputas que se extienden buena parte del trayecto. Yo, por mi parte, trato de esquivar los puñetazos hasta que no me queda más opción que soltar algún codazo y todo se descontrola. Hasta que los grandes ponen orden con dos o tres gritos y cada una se enfoca en su ventanilla, en medio de una tensa calma que se extiende hasta que el cansancio y el hartazgo hacen lo suyo y mis hermanas caen vencidas sobre el asiento. Mamá nos mira de reojo y le avisa a papá que dos están dormidas, pero todavía sigue la “lechuza” atenta y él sonríe. Yo sé que hablan de mí pero no me inmuto; ya tengo bastante en mi batalla contra el sueño.
Al entusiasmo del primer día a bordo del auto le suceden otros dos completos de ansiedad y discusiones por la ventanilla en la que golpea el sol. Si bien una toalla sujetada a modo de cortina ayuda a contener los rayos del mediodía, el calor obliga a bajar el vidrio y la cortina improvisada se viene abajo. Entonces nos organizamos para intercambiar lugares y pasar todas un rato por el costado caliente del auto; una cantidad de unos minutos que mamá cuida que sea equitativa para evitar que se desate una nueva gresca. Pero eso tampoco es garantía de nada: una mirada o una mueca sobradora pondría en riesgo esa paz provisoria que supervisa papá desde el espejo retrovisor.
Si pasamos mucho tiempo mirando el cielo nos mareamos y el estómago puede jugarnos una mala pasada. Y, si alguna no aguanta más y vomita, se desencadena un efecto dominó y nadie queda a salvo del enchastre. Esto nos obliga a desviarnos a la banquina para cambiar remeras, shorts y zapatillas y esperar a que ese vaho nauseabundo se desprenda del tapizado para volver a respirar por la nariz. Ese tiempo se suma al total que estaba previsto y sabemos que la llegada se demorará aún más pero lo volvemos a hacer. Buscar formas a las nubes se convierte en el principal pasatiempo a medida que transcurren los kilómetros, cuando ya no hay caballos, gatos monteses, máquinas que rasuran la pampa ni campos de girasoles que nos llamen la atención.
En general, papá y mamá empiezan a buscar un lugar donde pasar la noche cuando del sol queda apenas un leve resplandor en la línea del horizonte. La novedad nos mejora el humor porque -como casi siempre- tenemos hambre y en los paquetes de galletitas quedaron las que no le gustan a nadie. Nosotras decimos que no tenemos sueño ni estamos cansadas, pero papá tiene que dormir y mamá nos pide -suplica, incluso- que tratemos de cerrar los ojos y hagamos silencio hasta el amanecer.
El último día es el más duro y en el asiento de atrás todo da lo mismo. A mí se me hace cada vez más difícil mantener la atención pero los sacudones que provocan al auto los camiones que nos pasan cerca me sacan del sopor por la fuerza. Ahora miro las manos de mi papá que, ya en tiempo de descuento, más que sostener, empujan el volante del Falcon blanco. Lo espío de reojo: lleva la mandíbula ajustada, un cigarrillo en las últimas, la barba de tres días. De pronto, un cartel verde se nos viene encima y me corro hacia la derecha para tratar de leer lo más rápido posible a cuánto estamos del final.
No alcanzo a hacerlo. Un llanto agudo me saca de mis cosas y me obliga a atender lo que pasa atrás. Mi hija va atada en su sillita y se queja porque se le apagó la tablet. Reacciono con una promesa: falta menos, es un ratito más. Pero sólo se calma cuando toma el control de mi celular, el único con señal en el paisaje serrano que recién descubro en la luneta trasera. En el volante, mi compañero me pregunta si estoy lista para renovar el mate y me carga, dice que ya descansé bastante. Elijo una playlist y vuelco la mitad de la yerba usada en la tapa del termo. Tomo el primero. El agua se mantuvo bien.
Luciana Acosta