El árbol

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El abuelo se murió sentado en el sillón. Creo que mamá se dio cuenta, pero siguió mirando por la ventana mientras lavaba los platos. Supuse que estaría concentrada en el naranjo que crecía en el patio y en ese sol que brillaba sobre sus hojas. Nunca supe por qué ese árbol la tranquilizaba tanto. En ese momento, no me animé a preguntarle. Le volvió a pasar la esponja a los platos, como si no me hubiera escuchado. 

El vapor del agua caliente le empañaba la cara y una producción ridícula de espuma rebalsaba la pileta. Se empecinaba en mirar por la ventana de la cocina, al día primaveral y a ese árbol que crecía en el centro del patio. Justamente lo habían plantado el día que falleció mi abuela, según me contaron. A ese árbol mamá lo adoraba. Cada estación, luego de florecer, daba unas naranjas enormes y jugosas con las que hacía mermelada casera. En más de una ocasión la había visto hablándole, con los labios pegados a la corteza. A veces tocaba con la yema de los dedos sus hojas como si las acariciara. 

Volví a insistirle. El abuelo no se mueve, le dije. ¿Y eso qué novedad es, Julián?, me respondió y fregó las fuentes que ya había lavado. Tenía razón, no era ninguna sorpresa que el abuelo no se moviera. Llevaba un año sin salir del comedor. Desde que se había instalado en el sillón miraba tele y dormía entre los almohadones cuadriculados de ese mueble. Tenía una vida casi vegetativa y sus gestos, que tanto enojaban a mamá, no podían ser más lentos. En realidad a mí también me molestaba, nunca me había llevado bien con él. No era como otros abuelos que querían hablar de lo que hicieron de sus vidas o se preocupaban por sus nietos. Disfrutaba de cosas insignificantes como asolearse durante horas con la mezquina luz del sol que entraba al comedor. Pero sobre todo me incomodaba ese olor que emanaba su cuerpo. No era el sudor o el sebo de su piel, parecía el aroma de la fruta podrida y la hierba en descomposición. Cuando se lo hacía notar a mamá, ella lo negaba y rociaba la casa con desodorante de ambiente. 

No se bañaba nunca, a lo sumo cada dos días pedía una palangana para remojarse los pies. Decía que así podía tomar agua, sumergiendo sus extremidades en ese recipiente. Era cierto que desde que se había sentado en el sillón no lo había visto beber de un vaso. Pero, como otras cosas, debería hacerlo de noche cuando nos acostábamos. 

El abuelo no está respirando, dije. Y mi mamá al fin arrojó la esponja en la pileta y se secó las manos en el delantal. Caminó hasta donde estaba su padre y le tomó el pulso. Luego me pidió que la ayudara a incorporarlo. Cuando intentamos empujarlo un poco hacia adelante vimos que había echado raíces en el sillón, eran unos filamentos delgados que parecían hilos de celofán. Mamá me miró enojada, como si yo hubiera hecho algo terrible. Y por un momento hasta me sentí culpable. Me preguntó: ¿Hace cuántos días que no le ponés agua? No sé, me olvidé. Por Dios, Julián. La palangana está seca. ¿Cuánto te costaba atender un poco mejor a tu abuelo?

Mamá volvió a la cocina. Agarró el atado de Marlboro que tenía arriba de la heladera y se sentó a la mesa. Prendió un cigarrillo, luego miró la llama que bailoteaba en la punta del fósforo antes de apagarlo. Lanzó unas bocanadas de humo al cielo raso y tamborileó los dedos sobre la madera. Me senté frente a ella y la miré a los ojos, parecía furiosa. No le insinué nada, pero ella tampoco le había puesto agua. En todo caso los dos éramos igual de culpables, si es que el abuelo se pudiera haber muerto por algo tan insignificante. 

Después de un par de pitadas apagó el cigarrillo. Lo aplastó contra el cenicero como si matara un insecto y llamó a su hermano por teléfono. Le contó lo que había pasado y le pidió que fuera a casa lo antes posible. 

Volvió a la cocina y deambuló de una punta a la otra como si no supiera en qué ocupar su tiempo. Caminó un rato hasta que pareció ocurrírsele algo, se arremangó la camisa y se ató el pelo. Sacó un cuenco de plástico donde colocó medio paquete de harina y azúcar. Batió unos huevos en un vaso que luego volcó en la mezcla. Le pregunté qué estaba haciendo. Una torta, ¿no ves? Por lo menos, cuando venga Carlos, quiero tener algo para convidarle. Sabés lo que le gustan mis tortas de ochenta golpes.

No le dije nada. ¿Para qué discutir con ella? Cuando se ponía así era mejor seguirle la corriente. Una vez que terminó de mezclar, espolvoreó la mesada con harina y empezó a darle puñetazos a la masa. Ochenta golpes, uno tras otro con la mano cerrada. La observé por un momento, la mesada temblaba con cada trompada que le daba. 

Tocaron timbre. Me quise levantar para abrirle al tío, pero mamá me hizo un gesto y me quedé en mi lugar. Luego se limpió la harina de las manos en el delantal y corrió para abrir la puerta. Mamá lloró sobre el hombro de su hermano y eso me hizo sentir un nudo en la garganta. Después agarró del brazo al tío y lo llevó hasta el sillón donde estaba el abuelo. Lo miraron sin cruzar ni una palabra, con un gesto triste en el rostro. 

Hubo un silencio incómodo que duró casi media hora. Después, mamá le mostró las raíces que el abuelo había empezado a echar en el sillón. El tío Carlos no pareció sorprendido. Solo meneó la cabeza de un lado a otro en un gesto difícil de interpretar.

Por favor vení acá, Julián, me dijo mamá. Cuando estuve a su lado me abrazó. Me quedé junto a ellos mirando las facciones del abuelo momificadas en un gesto de espanto. Hay que hacerlo ahora, dijo el tío Carlos. Claro, le respondió mamá. Si esperamos mucho no va a brotar. No sabía bien de qué estaban hablando, pero imaginé que de eso se trataba la muerte. 

Arrastrar al abuelo hasta el patio fue un esfuerzo enorme. Pero sobre todo fue complicado despegarlo del sillón sin que se le estropearan las raíces. El tío y mamá se tomaron mucho tiempo para quitar esos hilos transparentes sin que se rompieran. Parecían salir de la espalda del abuelo y anudarse al tejido de los almohadones.

Empezaba a caer el sol y un tibio resplandor se desdibujaba sobre nuestros cuerpos. El tío me dio unas palmadas en la espalda y me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Era un hombre alto, corpulento y decidido. Parecía saber bien lo que estaba haciendo y eso me dio tranquilidad. Salimos de casa y fuimos hasta su auto. Sacó unas palas del baúl. Después volvimos hasta el patio. En un rato hicimos un pozo grande junto al naranjo.

Gastón Irigaray
Gastón Irigaray
Nació en Mar del Plata, Buenos Aires, en 1975. Reside en Necochea. Es Lic. en Psicología y Psicoanalista (UNMdP). Recibió entre otros los siguientes premios y menciones: Pukiyari Editores (2016), Columbus, Ohio, EEUU. Ángel Ganivet (2018), Helsinki, Finlandia. Premio ITAÚ (2018), Argentina, Paraguay, Uruguay. APAIB (2019), Buenos Aires, Argentina. TRILCE (2020), Sídney, Australia. La idealista.com (2021), México. En el año 2021 obtuvo el primer premio en el V Concurso Internacional de Relatos Ciudad de Sevilla, España, y fue publicado por la Editorial Samarcanda. En 2022, fue uno de los ganadores del Concurso Mar abierto de narrativa breve, de Editorial CEPES (Mar del Plata) e integró la Antología publicada por la misma editorial.

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