El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta (que por lo visto nadie compraba) en un local de la calle Bartolomé Mitre. A launa de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en los fondos del local, se acostaba en un catre, en el que dormía (o no) hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y, poco después, limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y, sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo se hundía dolorosamente en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.
Acaso hubiera una ventaja en esta vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas; por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla del lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda; no por ello dejo de poner atención y descubrió entonces que el agua le decía: ≪Gracias por escucharme≫. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: ≪Quiero decirle algo que le será útil≫.
A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua, llevo, como en un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados; gano dinero en cantidades enormes. Fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazo y cubrió de besos. El agua le previno: ≪Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo≫. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por una serie de equivocadas decisiones perdió todo lo que había ganado. Se hundió en la miseria. La mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora el agua y, repetidas veces, la escucho en vano mientras caía de la canilla del lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: ≪No te perdono lo que paso con esa mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo≫.
Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomo, pues, la vida de antes. Paso los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hundía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara, para ir hasta el lavatorio y escuchar inútilmente el agua que soltaba la canilla abierta.