Me preguntan a menudo en entrevistas y encuentros por las lecturas de mi infancia. Por los escritores y las obras que devoré a los ocho, diez, doce años; esos libros que influyeron en mis gustos literarios y en mi devenir como persona. Siempre, irremediablemente, menciono a Enid Blyton. No soy especialmente original: a la sombra de sus historias crecieron por el mundo generaciones enteras de niños a lo largo de varias décadas del siglo XX. Entre ellos, montones de españoles de los sesenta, unos cuantos de los cincuenta y algunos de los setenta antes de que la tele le clavara el estoque a la imaginación. Otros escritores de mi quinta como Rafael Reig y Antonio Orejudo, tan divertidos y magníficos ambos, han declarado públicamente su querencia por la misma autora. Hace apenas unas semanas, la superventas australiana Kate Morton nos lo ha confesado también.
Yo querría haber sido la protagonista de un montón de novelas de Enid Blyton. La primera de mis preferencias la ocupa la Jorge de Los Cinco: pasarme la vida en pantalón corto sin ir aparentemente al colegio, tener un perrazo que se llamara Tim y un padre científico medio chalao que no se acordara ni siquiera de mi nombre, ése habría sido mi sueño. Yo querría haber ido ir al cerro del contrabandista, a las rocas del diablo o a la isla de Kirrin, tener tres primos que aparecieran en vacaciones y se volatilizaran el resto del año, y una casa llena de linternas, cuerdas y pasadizos secretos. Yo querría no haber crecido nunca, como ellos, que salieron de la pluma de la autora en 1942 y en las últimas entregas de principios de los sesenta seguían teniendo mágicamente la misma edad.
Las aventuras de los Siete Secretos –otra de las grandes colecciones de la escritora— me gustaban bastante menos, dónde va a parar. Eran pequeñajos, nada aguerridos, niños corrientes. Había, no obstante, tres cosas que los salvaban: la contraseña, el cobertizo y Peter. Decenas de años antes de que las nuevas tecnologías se empeñaran en pedirnos una contraseña hasta para ponernos de pie, aquello de tener una palabra clave para acceder a según qué cosas resultaba fascinante. ¿Y quién no soñaba con un cobertizo en el que encerrarse con los amigos a resolver asuntos y a merendar? El gallinero sin gallinas de la gran casa de mi amiga Carmen Colombás nos sirvió durante unos años de alternativa, pero nunca logramos darle el status de cobertizo first class. De Peter, el líder del grupo, me gustaba eso, que tuviera la voz de mando, con un par. Que fuera el mayor, el más listo, el más guapo. El resto de la pandilla, me daba exactamente igual.
A la vista de que en mi niñez de secano y desarrollismo ibérico andaba escasa de islas con acantilados y cobertizos de los buenos, a veces fantaseé también en la idea de acabar interna en un colegio a lo Torres de Malory. Ser Darrell Rivers, dormir en la torre norte con mis amigas, escaparme a nadar de madrugada, escribir con pluma y gastar bromas a madeimoselle Dupont no habría estado nada mal.
Pasaron los años y se me pasó el arroz, pero ya saben que esas cosas de la infancia marcan de mala manera. Tanto, que anoche soñé que volvía a ser uno de ellos. Ni la aguerrida Jorge, ni el implacable Peter, ni la equilibrada Darrell. Anoche soñé algo que ya habían pensado Reig y Orejudo hace tiempo: que de vieja acababa convertida en una escritora tan prolífica y planetaria como la Mrs. Blyton que alumbró a mis héroes.