A la mayoría de la gente de Baradero, el pueblo en que nací, nos gusta ir a pescar en verano. Es como una suerte de excusa que nos acerca por las tardes, sin culpa, hasta la orilla del río.
Allí tomamos mate y conversamos.
Disfrutamos, en familia o con amigos.
Sospecho que los pescadores, los verdaderos, incluso los de mi pueblo, son de otra especie: personas bastante más silenciosas, más azarosas (sin duda hay un componente importante de cariño hacia las irregulares leyes del azar en el asunto de arrojar un anzuelo dentro de un líquido poco transparente y sentarse a esperar que justo por allí pase algún pez con ganas de comer aquello que uno ha puesto en ese anzuelo). Pero, sobre todo, imagino que los verdaderos pescadores son más constantes: muy capaces de hacerlo en cualquier época del año, siempre, a pesar del frío y de la lluvia y de todos los pesares climáticos.
Un par de veranos, en mi adolescencia, y aprovechándonos de la conocida y tan bien vista excusa de ir a pescar, con un grupo de amigos conseguimos el permiso de nuestros respectivos padres para poner una carpa de lona bien al fondo del balneario municipal. Allá lejos, bien lejos, en donde se junta el río Baradero con el río Arrecifes. Por supuesto, en lo que menos pensábamos era en pescar, lo único que queríamos era ser libres, completamente libres de nuestras familias y del pueblo y del mundo en general, por unos cuantos días.
Éramos muchos.
Recuerdo especialmente a Clavo, a Toscano, a Luis, que murió hace unos años, y a Pinceleta que era el mayor de todos y tenía un jeep con el que nos movíamos. Pero éramos más. O la carpa era demasiado pequeña, no sé. Lo cierto es que dormíamos amontonados y, a veces, bastante borrachos. No nos importaba. La pasábamos bien y, cuando finalmente de madrugada llegábamos a dormir, no nos hacíamos demasiados problemas por la ausencia de comodidades ni por el muy escaso espacio que compartíamos.
No nos importaba.
Hasta que, de repente, un día nos importó.
Para que nos entendamos, de esto hace una eternidad: corría el mes de enero del año mil novecientos setenta y cuatro. Perón acababa de ganar por goleada unas elecciones en las que yo no había podido votar por ser menor de edad: el general todavía vivía quiero decir.
La cosa empezó como una picazón en el bajo vientre, como solían decir, para esa misma época, los relatores o los comentaristas de fútbol. A quién le empezó, no lo recuerdo. Podría ser a mí o podría ser a cualquiera de los otros. Tampoco creo que sea relevante. Lo relevante, sin duda, fue descubrir que teníamos, todos o casi todos, unas arañitas minúsculas y blancas, muy blancas, que se empeñaban en meterse donde no debían.
Eran ladillas.
Y dolían.
Dolían un montón. No se aguantaba. No parábamos de rascarnos. Había que tomar una decisión. ¿Ir al hospital? ¿Ir a ver a un médico? No, de ninguna manera. Perón todavía vivía y no resultaba tan fácil presentarse frente a un médico y que, al rato nomás, todo el pueblo se enterara de que teníamos ladillas: en Baradero las noticias viajan demasiado rápido. Pero algo, de todas maneras, había que hacer. Lo primero que se nos ocurrió fue afeitarnos las zonas pudendas. Pero, claro, ahí la cuestión se puso todavía peor: los pelos, de algún modo, tapaban los bichos; afeitados los pelos, la invasión de arañitas blancas parecía infinita, imposible de detener.
La idea se le ocurrió a Pinceleta.
Era el mayor, el que tenía más calle.
Fue a ver a un amigo veterinario y volvió con un tarro de polvo e instrucciones muy precisas. Había que espolvorear bien las zonas atacadas y matar cada una de las arañitas presionando con las uñas de los pulgares hasta que hicieran ruido. Después, una vez que no quedara ni una sola en nuestros cuerpos, tendríamos que ingeniárnosla para lavar toda nuestra ropa, las bolsas de dormir y, quizá, también tirar la carpa al río.
Así lo hicimos.
Y tuvimos que volver, derrotados, a nuestras respectivas casas.
Perón todavía vivía y, ahora mismo, me asalta la duda de si el jeep no era, en realidad, de Luis.