Caracoles

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La lluvia dejó el aire impregnado de olor a tierra húmeda. Salieron temprano, vestidos con ropa de mangas y piernas largas para que las espinas de los cardos no los rasparan mientras juntaban los caracoles pegados a las hojas y a los tallos pinchudos. Era la primera vez que lo hacían, y Rita lo disfrutaba como si hubieran ido a un baile. 

Compartían pocas actividades, por lo general cada uno se sumergía en sus tareas cotidianas. Al final del día, con los cuerpos fatigados, se encontraban en la casa. Poca luz, olor de la comida, los platos servidos y ellos sentados uno frente a otro para cruzar algunas palabras, algunas miradas. Después, reconfortados por el alimento, se van iban a la cama para entregarse, en un enredo de brazos y piernas, al deseo, al descanso. 

—Una semana con harina de maíz es suficiente para purgarlos —dijo Fausto después de acomodar los caracoles en un cajón con finas rendijas y una chapa como tapa—. Hay que cerrar bien, y poner una piedra arriba.

Rita nunca había probado caracoles, pero la idea de comer algo que se pudiera recolectar le había resultado atractiva. No pensó en el sabor, prefería creer que, tal como Fausto le aseguraba, serían muy ricos. Que sería como la carne de caza: la mulita le había impresionado, pero era bastante parecida a la carne de pollo. 

Además, siempre estaban cortos de dinero. Ella se encargaba de la limpieza de la casa en la estancia de la que él era puestero y, cuando podía, también hacía algunas changas como peón de albañil. Así que el ahorro de unas comidas podía servir para los nuevos gastos. 

Pasaron los días sin que Fausto preguntara ni por los caracoles ni por ninguna otra cosa. Al llegar a casa se limitaba a comer en silencio, sin prestarle atención a Rita; desaparecía detrás de la tela oscura que hacía las veces de puerta, y ocultaba la cama. No le importaba que ella se quedara levantada. No la buscaba. Entonces Rita, se acomodaba en el sillón que le había regalado la señora cuando cambió los muebles de su dormitorio, y comenzaba a tejer al crochet pequeños cuadrados blancos que luego convertiría en manta. 

El domingo, el sol anunciaba la llegada del verano, aunque el viento mantenía las temperaturas primaverales.

—Hoy los comemos —dijo Fausto y salió de la casa. Eso fue suficiente para entusiasmar a Rita. 

Puso la mesa a la sombra del sauce, colocó el mantel floreado que usaban en los festejos y lo sostuvo con una piedra en cada punta. En el centro acomodó un plato con tres limones recién cosechados, como había visto alguna vez en una revista. Pensó que por la tarde podrían ir hasta el río, como hacían cuando empezaron a estar juntos. Pasaban horas en la orilla, a veces él pescaba; en verano se bañaban y comían sandía, que enfriaban en el agua que corría fresca. 

Fausto llegó con un ramo de orégano y tomillo; no dijo nada de la mesa. Puso una olla grande sobre la hornalla.

—Picá cebolla y ajo, después unos tomates —le dijo sin mirarla, mientras ponía un balde con los caracoles en la pileta de la cocina. 

Ella agarró la tabla de picar y eligió un par de cebollas.

—Hablé con doña Eufemia —dijo Fausto y se dispuso a lavar los caracoles bajo el chorro de agua. A Rita le corrió un frío por la espalda.

—¿Para qué? No me dijiste nada.

Fausto no contestó.

Rita estrujaba los tomates en el cernidor y apretaba los dientes.

—Dale con la cebolla primero —le ordenó Fausto.

—¿Qué te dijo la doña? —insistió Rita.

—Que viene ella, no hace falta que te muevas hasta allá. No nos cobra más por venir a casa, como era amiga de mi vieja…. Después, un poco de cama, y al día siguiente estás como si nada, me dijo.

Rita picaba las cebollas y le saltaban las lágrimas. 

—Está bien fuerte esa cebolla —dijo Fausto—, mirá cómo tenés los ojos. 

Ella no respondió, tenía la mirada fija en la tabla, en el cuchillo. 

El agua hervía. Fausto echó los caracoles adentro de la olla y puso la tapa.

—Estate atenta, ya vuelvo —dijo y salió, empujando la cortina que tapaba la puerta.

Rita puso el sartén, abollado y negro, sobre el fuego, y empezó a saltear las cebollas. Agregó unos dientes de ajos. Las lágrimas seguían cayendo y ella luchaba por retenerlas. Miró la olla y deseó que faltara mucho para que estuvieran listos: no podría comer ni un bocado y no quería más problemas.

La tapa se movió apenas.  El olor penetrante y dulce de la cebolla invadía la cocina. Rita agregó los tomates y revolvió con la vieja cuchara de madera. 

La tapa volvió a moverse. Rita la levantó. El agua hervía y los caracoles trataban de huir de ese infierno. Rita pegó un gritó. La tapa cayó al piso y los caracoles, pegados a la tapa, se desparramaron por la cocina. Algunos lograron arrastrarse hacia el suelo.

Fausto entró en ese momento.

—¿Qué estás haciendo? —gritó— Te dije que estés atenta.

—Están vivos. —Rita lloraba.

—Y qué te creés… —Fausto le arrancó la cuchara, y empezó a hundir con ella los caracoles dentro del agua.

Rita se apoyó en la mesa, apenas podía sostenerse. Pálida, se resistía al líquido asqueroso que le revolvía las tripas y hacía fuerza para salir por su boca.

Silvana Schirripa

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