El vapor de la carrera apareció en la punta de la usina con todas las luces encendidas. No era más que eso, un montoncito de luces que aparecía a las nueve por la derecha y se deslizaba sobre el parapeto de la Costanera hacia la izquierda, entre las boyas del canal. Hasta el parapeto, a pesar de la luz macilenta de los faroles, era fácil reconocer cada cosa. Después había unas luces solitarias que flotaban a distintas alturas en medio de la oscuridad. Las luces de los barcos y las luces del canal y, arriba de todo, las luces de los aviones que salían o entraban al aeroparque, y naturalmente las luces de las estrellas. Parecían estar todas a la misma distancia, sólo que a distintas alturas. Inclusive era fácil confundir una boya blanca con una estrella.
El vapor de la carrera cruzaba hacia la izquierda o eso parecía al menos porque observándolo mejor llegaba un momento en el cual se detenía casi en el medio y después, muy lentamente, comenzaba a trepar. De manera que nunca llegaba al otro lado, sino que de pronto desaparecía en la noche.
Era algo realmente alegre aquel montoncito de luces.
A esa hora la mayor parte de la gente se había marchado y de este lado del parapeto los coches iban y venían a marcha reducida. En general, todo comenzaba a moverse con mayor lentitud. La gente que quedaba o las sombras de la gente erraban de aquí para allá, sin tiempo, y las voces sonaban frágiles y quebradizas en alguna dirección incierta.
A ratos soplaba el viento del río y entonces las luces vacilaban como si fueran a apagarse y un olor agrio y melancólico brotaba de las sombras.
En enero, cuando el vapor asomaba en la punta de la usina, todavía quedaba un resto de luz sobre las copas de los árboles. Sobre el río y a ras del suelo ya era de noche. Pero las puntas de los árboles y sobre todo las torres de la radio estaban metidas en el día. Era la hora exacta para admirar aquellas torres.
Los mozos de La Rambla plegaban las sombrillas y tendían las mesas. Cada diez minutos los parlantes anunciaban la gran atracción de la temporada: Piero. Todas las noches, mientras los tipos de los coches masticaban con cara de muertos de hambre, Piero aullaba con acompañamiento de guitarra Notte di luna calante o Le stelle d’oro, por el estilo de Peppino di Capri. En realidad, no tocaba él la guitarra sino que hacía como que la tocaba porque el verdadero acompañamiento provenía de una cinta magnética. A cierta distancia, y masticando como masticaban aquellos tipos, era difícil distinguir las cosas y sólo se apreciaba el conjunto. A esa distancia y en medio de las luces Piero parecía también el tipo más divertido del mundo. Mientras aullaba, sonreía y saludaba a la gente. Lo hacía de una manera ambigua y general pero, para el caso, producía el efecto de que sonreía y saludaba a cada uno en particular. Cuando cantaba Él iba a caballo, por ejemplo, se movía de tal manera que a pesar del cuerpecito seco y miserable que tenía daba la impresión de ser el caballo y el jinete al mismo tiempo. Pero sobre todo daba la impresión de ser exactamente el alegre tipo de la historia.
Para decir la verdad, si había un muerto de hambre en todo este asunto era el propio Piero, o como se llamara. Dos años antes, el verano que Milo comenzó a trabajar con Silvestre, Piero, que entonces se llamaba Larry, hacía lo que se dice baile de fantasía con el mismo sistema de la cinta magnética. Pasaban, por ejemplo, Patricia, de Pérez Prado, que en aquel verano estaba de moda y Larry, es decir, Piero, baila- ba como una loca con un saco de seda de color rojo, un pantalón blanco y un sombrero de copa.
La primera vez que lo vio Milo quedó impresionado. Parecía un tipo lleno de vida. Brotaba de la luz y giraba y saltaba suavemente como un gran pájaro. Hasta el día que lo vio detrás del escenario entre los cajones de Coca-Cola y los barriles de vino con una camiseta agujereada y un pantalón raído, devorando un sandwich de chorizo con ese rostro pálido y endurecido medio de chico, medio de viejo.
Completaban el programa una pareja de cómicos: Sandra y Rollito. Según Silvestre tenían escuela. Milo no estaba muy seguro y además no sabía qué era exactamente eso de tener escuela. Hablando con franqueza, para él más bien resultaban otros muertos de hambre. Los chistes que hacían los conocía todo el mundo y si alguien, por casualidad, no los conocía podía darse cuenta en seguida de cómo iban a terminar. Estaba el chiste del paraguas, por ejemplo, o el del médico sordo, chistes clásicos como quien dice, y el único que se reía era Silvestre. Milo se reía también, por cortesía, pero le daba bien en los forros. Por supuesto, nunca faltaba algún desgraciado que les largaba una pedorreta. En realidad el chiste estaba en eso, y todo el mundo lo festejaba. Al principio los cómicos se hacían los desentendidos, pero al final Rollito, por lo menos, lo festejaba también y se quitaba el bonete y agradecía. El desgraciado le disparaba entonces otra pedorreta, una de esas breves y agudas que por algún motivo parecen más certeras.
Sandra vestía un mameluco de seda de dos colores, rojo y amarillo, con una especie de babero en forma de bandeja. Rollito una levita a cuadros y un pantalón enorme con dos parches amarillo y rojo. Además usaba un par de zapatos muy largos y flexibles que golpeaba contra el piso cada vez que decía algo gracioso o que suponía gracioso, y un paraguas, naturalmente, para el chiste del paraguas.
De cerca, es decir, detrás del escenario, entre los barriles y cajones de Coca-Cola parecían dos personas distintas. Rollito era un verdadero anciano con dos piernitas temblorosas, blancas como la leche. Así en calzoncillos, mientras plegaba cuidadosamente la levita y el pantalón, resultaba mucho más cómico que el verdadero Rollito. La señora Sandra, que se cambiaba en el baño para damas de la Municipalidad, y que tenía todavía menos que ver con la Sandra del mameluco, no era una gorda propiamente dicho, sino algo más grande y confuso y uno solamente podía prestar atención a cada cosa por separado, empezando por los pechos que venían adelante, se comprende, como si los trajera en brazos. En fin, nadie podía creer que hubiesen sido una gran atracción en Europa ni en cualquier otra parte del mundo.
Lo de Europa era lo que decían los carteles, un rollo de amarillentos carteles impresos por La Familia Italiana y que conservaban de alguna gira cuando aquel tipo de comicidad funcionaba todavía, veinte o treinta años atrás (seguramente el chiste del médico sordo ya era viejo entonces). El tipo que hacía de speaker se alisaba la porra, les sonreía a todos como si los conociera desde chico y saltando de golpe sobre la punta de los pies anunciaba a los gritos «¡Señoras y señores!… ¡¡¡Saaandra y Rollllito!!!… ¡La pareja más aplaudida de Uropa!» Revoleaba el brazo de una manera muy curiosa y lo lanzaba con cierta violencia hacia la derecha por donde aparecían Sandra y Rollito como si efectivamente recién llegaran de Europa. Los señores y señoras no parecían muy impresionados y seguramente les habría dado lo mismo que viniesen del Congo, para decir un nombre, o del mismo culo del mundo, para decir todos, porque seguían masticando como si tal cosa.
Bueno, es el caso que viendo a la señora Sandra un poco más de cerca nadie podía tomar en serio ni siquiera los letreros de La Familia Italiana. Era el doble de Rollito, por lo menos, aunque uno solo de sus brazos hacía ya la mitad. La carne le saltaba por todos lados y cualquier movimiento la llenaba de hoyitos.
Sin embargo, el rostro encima de todo aquello parecía el primer sorprendido y era como si nada tuviese que ver con el resto del cuerpo. Conservaba un aire infantil, cierta expresión plácida y traviesa al mismo tiempo.
Rollito terminaba de acomodar las ropas en una caja de madera llena de etiquetas; Sandra lo ayuda- ba a colocarse el sobretodo, porque usaba sobretodo aun en pleno verano, le enlazaba la bufanda como a un chico o posiblemente a un gran artista, un tenor, por ejemplo, de esos que hablaba Silvestre, y luego marchaban tomados del brazo.
Todo a propósito de La Rambla y de la voz errátil de los parlantes a esa hora.
(…)
Dejaron el paquete en el taller y después comieron algo liviano en el bar San Lorenzo. Silvestre echó un sueñito en la misma mesa y después salieron.
—Bueno, ¿qué te parece?, ¿adónde vamos? —preguntó Silvestre, por preguntar, cuando ya estaban caminando hacia Paseo Colón.
Tanto uno como otro sabían muy bien a dónde. Tomaron el 303 y sacaron boletos hasta el Jardín Zoológico. Era allí donde iban. Los lunes, en verano. Los lunes y jueves, en invierno.
A Milo le atraía tanto como los barcos. Silvestre iba por Milo, se comprende; pero de todas maneras a través del muchacho había terminado por ver bajo otra luz aquella especie de enorme corral lleno de animales viejos y achacosos.
El viejo siempre estaba hablando, la vez que hablaba, de un jardín que Milo no había conocido y que, en definitiva, tal vez ni siquiera había existido. Se sabe que a la distancia todo cobra cierta desmesura. El viejo hablaba de aquel jardín como si fuera éste. Es decir, no veía la mugre, ni la miseria. Hablaba, por ejemplo, de un sospechoso y complicado lagarto de Nueva Guinea que cambiaba de forma y color y volaba, o por lo menos planeaba, como un verdadero pájaro.
Milo no había conocido otro en su vida, de manera que aunque veía éste tal cual era, le parecía más o menos notable. No podía establecer comparaciones. Salvo con el dudoso jardín de Silvestre, poblado de árboles majestuosos y animales jóvenes e increíbles que el viejo había conocido y combinado a lo largo de toda su vida.
Silvestre compraba una caja de galletitas Jardín Zoológico y después de echar una mirada al conjunto desde el borde del lago se internaban por la avenida que costea la calle Las Heras.
Al principio Milo se había dejado llevar, como casi toda la gente, por los animales más notables. Leones, jirafas, elefantes, el gran rinoceronte blanco de la India con una carrocería como un carro de asalto, los hipopótamos, los mandriles, el par de orangutanes. Estaba, por supuesto, la jaula de los pájaros. La caja de galletitas no le alcanzaba para nada. Una sola jirafa era capaz de comerse una bolsa.
Al tiempo, cuando se familiarizó con todo aquello, comenzó a reparar en los animales de condición más oscura, y así fue descartando las avenidas de la gente y frecuentó los senderos de las jaulas olvidadas. Inclusive, la jaula de los pájaros y la cárcel de los orangutanes, que eso era, cobraron otro sentido. Es decir, las vio recién entonces.
La jaula de los pájaros, por ejemplo, parecía estar situada entre este jardín y el de Silvestre. De pronto no veía ni la mugre, ni el encierro, sino los grandes pájaros en su adversidad, en una jaula que tanto los apartaba del cielo como de los hombres, donde el aire era de otra naturaleza. Al caer la tarde los barrotes se desvanecían y si los pájaros seguían allí era porque les daba lo mismo estar en una que otra parte. Un buen día, cuando recordaran, iban a remontar el vuelo y desaparecerían para siempre hacia aquellas regiones cuyo camino habían extraviado entre la gente.
Nadie se detenía más de un minuto a observar el turón. Acaso porque era un animal que se parecía a muchos otros, aparte de que despedía un olor ácido y salvaje. Caminaba de una punta a otra de la jaula con aire preocupado como si tuviera una idea fija, igual que el polaco cuando se le metía algo entre ceja y ceja. De vez en cuando se desviaba oblicuamente hacia donde estaba Milo y le alargaba una manita negra y huesuda a través de los barrotes. Milo retiraba la galletita y entonces el animal lo miraba brevemente, como si le diera en los forros que un tipo perdiera el tiempo en aquella puñetería, y seguía caminando.
En general, observándolos con atención, todos estos animales, por grotescos que sean, tienen algún parecido con la gente. Las manos, los ojos o simple- mente la actitud. La gente no ve nada de eso. Es decir, ve tan sólo aquello que los hace distintos y los aparta. Silvestre, cuando sacaba la cabeza de su jardín, veía las cosas como Milo. Era el único que se entretenía con los lobos, por ejemplo. En este caso, como en tantos otros, la gente se deja llevar por el nombre. Al animal en sí le presta muy poca atención. De todas maneras su carácter arisco y su parecido con los perros la aleja de allí. Silvestre, en cambio, elegía uno cualquiera y lo seguía de un lado a otro de la jaula hablándole con una paciencia que no tenía para otras cosas, hasta que por fin el animal se volvía y lo miraba. Los lobos. Los lobos no se molestan por las galletitas, pero Silvestre sacaba algún hueso de una bolsita de papel madera y lo pasaba sin temor a través de las
rejas.
Después del lago, inmóvil y verde como un gran plato de puré con lentejas, con dos o tres cisnes viejos y polvorientos, más o menos a la altura de la jaula del oso polar, con la pata lastimada y que reventaba de calor, partía un sendero oblicuo que internándose entre los árboles iba a terminar en una jaula baja y maloliente que apoyaba en la verja de Acevedo.
Después de saludar a los lobos, a la movediza pareja de chacales rayados, que olía peor todavía, y de mimar un rato al cisne tuerto, para quien estaban destinadas la mitad de las galletitas con azúcar impalpable, Silvestre y Milo se internaban por aquel sendero. En lo alto de la jaula, un letrero con el esmalte cascado rezaba «Mangosta canina». Pero todos esos letreros son sospechosos. Una vez habían encontrado un jabalí europeo con un letrero que decía gato de Arabia. El letrero además era viejo, como todo lo que había allí. El animal tenía aspecto de cachorro. Recién había aparecido en octubre. Una tarde sintieron al fondo del sendero unos ladridos como de perro. Más bien parecía el intento de imitar un ladrido. Fue eso justamente lo que les llamó la atención. De cualquier forma, estaban seguros de haber pasado por allí otra fría tarde de
agosto y no había más que la jaula pelada.
Milo recordaría siempre esa primera vez que lo vieron, en octubre, como queda dicho. Estaba sentado en un rincón de la jaula y no se le veían más que los ojos. Al rato se acostumbraron a la oscuridad y lo vieron tal cual era. Él por su parte los observaba con una expresión muy seria, sin que se le moviera un pelo. Aquellos ojos los siguieron alrededor de la jaula y se detuvieron también. Milo le arrojó una de las galletitas con azúcar impalpable, pero el animal siguió sin moverse.
Silvestre, que tenía una disposición especial para los chicos y los animales, se agachó lentamente, le sonrió de aquella manera que Milo tampoco olvidaría en adelante y después le comenzó a hablar en ese estilo oscuro y cariñoso que jamás pudo entender. En ese momento no existían más que él y la mangosta, y el animal pareció comprender al rato esa solicitud del hombre porque alargó el pescuezo, olfateó el aire y avanzó una pata. Después se paró, dudó otro rato, pero al fin comenzó a acercarse. Silvestre lo animaba con su voz, sin impacientarse. Su voz era un verdadero camino. El animal se detenía, vacilaba, pero siempre volvía a seguir. Hasta que se detuvo a un palmo de la mano, alargó el pescuezo y olfateó la galletita.
Entonces Milo hizo un movimiento y la mangosta se espantó. Y vuelta a empezar.
Ahora, a mitad de camino, pareció comprender que Milo era parte de la voz, en alguna forma. Y estiró el pescuezo otra vez y ya no volvió al rincón.
Así fue aquel primer día, esa tarde de octubre.
No resultó fácil de todas maneras aquella amistad. La vez siguiente tuvieron que hacer casi lo mismo, sólo que el animal parecía comprenderlo. Como si obrara así a su pesar.
Lino les había dado un paquete lleno de huesos. Silvestre se vio obligado a usar el viejo impermeable, para disimularlo. El animal comió más bien por gentileza, porque estaba nervioso y no le alcanzaban los ojos para ver lo que hacían Milo y Silvestre.
Hablaban en voz baja, sin moverse, sobre la mangosta canina; es decir, sobre la especie. Silvestre tenía alguna noticia por una vieja enciclopedia que trataba las mangostas en términos generales, sin precisar ninguna variedad y con un dibujo que reproducía a la mangosta sudafricana o gato de las marismas, que tiene el triple aspecto de un lemur, un perro y un oso lavador, lo cual, como se comprende, es más bien un motivo de confusión.
Esta otra, si es que se trataba de una mangosta en definitiva, tenía de todos esos parecidos el de un perro de medio pelo, sobre todo cuando estaba sentada y los miraba desde el rincón con esa mirada alerta y temerosa. El pelo, corto y lustroso, era de un color blanco plateado, salvo en las patas, de color negro. Eso sí, tenía una cola larga y exclusiva, acaso de lemur, pero ciertamente no de perro, lo que le daba un aspecto selvático.
Pero todo esto es secundario. Lo que impresionaba en el animalito era su aire de desdicha. No sabía qué hacer con las patas, acostumbradas a una existencia errante, ni con sus ojos habituados a la complicada profundidad de los bosques. En cierta forma era todo eso también lo que el hombre había encerrado dentro de aquella jaula mugrienta.
Milo se hizo amigo al fin. Silvestre, después de los contactos iniciales, se había retraído y dejaba los alimentos y las efusiones en manos del muchacho. De pie, un poco detrás, observaba los encuentros y las alegrías de los amigos, como si ahora él estuviese de más.
La mangosta parecía más resignada con su suerte. Había encontrado un compañero de encierro. Porque la verdad es ésa. La jaula podía ser bastante más grande, pero de cualquier manera uno se daba contra los barrotes. Él estaba viejo como el oso malayo, que se la pasaba bostezando lleno de legañas y con el pelo gastado igual que un sofá antiguo. Pero los animales jóvenes son movedizos y tropiezan a cada rato.
Eso pensaba Silvestre desde su sitio, mientras armaba un cigarrillo.
—¿No te parece chica esta jaula, pa?
—Claro que sí.
—¿No podemos hacer algo?
—¿Qué, por ejemplo?
—Hablar con el director.
—No creo que resulte.
El chico lo miraba firme a los ojos.
—Podemos hacer la prueba.
—Como quieras. Pero no creo que resulte.
Después de la mangosta, que los veía alejarse cambiando nerviosamente de sitio cada vez que los ocultaba un árbol, Milo y Silvestre se despedían de los pájaros. Estos animales eran más desdichados todavía, porque quién puede ser amigo de un gran pájaro, un cóndor o un águila, por ejemplo.
Era la hora en que las rejas de la jaula se disolvían y los pájaros estaban allí ¡vaya a saber por qué designio!
Silvestre y Milo hablaban muy poco de la mangosta. El muchacho pensaba en ella a menudo. Cada vez que alzaba los ojos y contemplaba las copas verdes de los árboles o cuando el tiempo se ponía perezoso y, sentado en un banco, echaba a andar la cabeza. Pero estaba el río y la gente y la vida caprichosa de los cachorros que cambian de humor a cada rato.
Silvestre pensaba menos, pero pensaba largo con sus maneras de viejo.
Una de las pocas veces que hablaron fue aquella en que decidieron ponerle un nombre.
(…)
Milo se empezó a mover antes de que amaneciera. Apenas se distinguía el hueco de las ventanillas. Se levantó sin esfuerzo, alegre y liviano como un vagabundo. Era una gran cosa eso de no tener ni tiempo ni nada fijo, sino simplemente hacer lo que le viniera engana. Uno podía decir «me quedo aquí» o «me marcho ahora mismo» y así no había tristeza.
Comieron lo que quedaba del paquete charlando y bromeando a su manera. Entretanto la mañana se iba encendiendo detrás de los cristales astillados, y por el lado de los diques se oía el traqueteo de las grúas a vapor.
Milo trató de explicar a su amigo que tenía que esperarlo en el ómnibus mientras él iba y venía del bar Buenos Aires. Estaba seguro de encontrar allí al Roque, si es que seguía cerrado El Rey del Vacío. Cada vez que pensaba en Roque su confianza aumentaba otro poco. No se le ocurrió ni por un momento que tal vez no había venido. Veía las cosas a su medida.
Para probar, puso el animal sobre el asiento, le indicó con las manos que se quedara quieto y caminó hasta la puerta como si fuera a salir. Repitió la operación una o dos veces. Entonces, salió, cerró la puerta, dio una vuelta al ómnibus en puntas de pie, de paso echó una meada, y volvió a subir. Ajeno seguía en el asiento.
—Bueno, ahora sí que voy —dijo con un poco de fastidio, porque de cualquier forma el animal había sentido que daba nada más que una vuelta alrededor del ómnibus.
Salió y cerró con cuidado.
Había aclarado por completo. Un brote de sol asomaba tímidamente por la punta de la calle. Se alzó el cuello del pullover, respiró con ganas el aire fresco de la mañana y se alejó a los trancos.
Un poco antes de la calle Brasil vio aparecer un hombre que se detuvo a la entrada del camino. Esta- ba distraído y demasiado alegre, de manera que en el primer momento no le prestó atención, pero unos metros más allá se paró en seco. El corazón le saltó por la boca. El tipo era un policía.
A partir de ahí las cosas se borraron a los costados y los ruidos crecieron desmesuradamente, como si oyera con todo el cuerpo. No veía más que la lengua de tierra pelada y el hombre en la punta. El policía lo miraba con fijeza. Ladeó la cabeza y le sonrió de una manera forzada. Luego se comenzó a acercar por el medio del camino.
Milo, tratando de parecer natural, dobló por la calle que pasaba delante de los depósitos. El tipo apretó el paso. Milo se sintió perdido y echó a correr.
—¡Eh, pibe! —oyó que el policía gritaba a sus espaldas.
Los tipos del depósito lo miraron con curiosidad. Veía de reojo sus lindas caras de presidiarios que sonreían burlonamente.
Apareció un camión en la punta de la calle y cuando lo tuvo al lado Milo saltó por delante, a un metro escaso del radiador. El camión se desvió a un costado y frenó de golpe. El tipo que manejaba sacó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar como un loco, con los ojos en blanco. Hacía el ruido de cinco o seis tipos juntos. Al mismo tiempo oía gritar al policía del otro lado del camión.
En lugar de seguir hacia el puente, que era la única salida que tenía por delante, Milo giró casi en redondo y volvió a internarse en los galpones perseguido por el ruido de sus propios pasos que rebotaban contra las chapas. Corría pegado a la pared sobre la franja de sombra que quedaba en la vereda. El corazón le bailaba dentro del cuerpo. Le ardían las encías y tenía el mismo gusto amargo del vómito. Se volvió una vez justo para ver al policía que parado en la punta del pasaje miraba a uno y otro lado. Era un tipo grande, como Polito, y si no hubiera sido porque se pasan la vida pateando la calle con la idea fija de embromar a la gente se hubiera caído muerto en los primeros diez metros.
Un perro con los huesos que le saltaban de la piel le meneó la cola desde el medio de la calle y comenzó a seguirlo alegremente.
Milo dio toda la vuelta a los depósitos con el perro pegado a los talones. Sin dejar de correr le largó una patada que lo levantó por el aire, viró en redondo y maldiciendo y sacudiendo el pie que se le había quedado dormido al golpear aquel montón de huesos desapareció en la callecita de tierra.
No había nadie a la vista. Cuando llegaba al ómnibus oyó el bramido de una sirena que venía del lado del puente. Con el mismo empellón abrió la puerta y saltó al ómnibus. Se dejó caer sobre un asiento, apenas un segundo, para recobrar el aliento. El cuerpo le temblaba de pies a cabeza y no había forma de pararlo. No sabía cómo iba a hacer para seguir corriendo. Sintió el hocico de Ajeno en la mano y sonrió tristemente, a pesar de todo. Luego levantó al animal y volvió a salir.
En ese momento frenó el patrullero a la entrada del camino y dos tipos saltaron del coche. No podía al- canzar el pasaje del depósito otra vez. La única salida que le quedaba era por donde había entrado. Es decir, por donde de un momento a otro aparecería el maldito policía. Agachó la cabeza y empezó a correr. Volvió a oír la sirena a sus espaldas que crecía desde el fon- do del camino. Corrió como un loco para alcanzar la esquina. Apenas había doblado cuando vio al policía que trotaba pesadamente por el medio de la calle. Un camión cisterna que salía de los talleres de VN lo ocultó por un momento. Alcanzaba a ver sus piernas que subían y bajaban por debajo del camión. Antes de que asomara el patrullero, y perdido por perdido, Milo se zambulló por uno de los boquetes abiertos en las chapas del depósito.
No se distinguía nada. Solamente un cuadrado de luz, muy lejos. Oyó voces y ruidos que rebotaban por encima de su cabeza, pero sólo algo después, mientras corría hacia aquella claridad, entrevió los rostros burlones de los tipos, los tanques, los cajones y toda esa chatarra que olía a tierra podrida. Cuando salió a la luz casi lo ciega el resplandor blanco del paredón del frigorífico. Estaba otra vez en el mismo lugar y el tipo del camión apenas lo vio se puso a gritar el resto. Esta vez Milo siguió en dirección al puente.
Había gente de uno y otro lado. Cuando lo vieron aparecer comenzaron a gritar y a señalarlo. Sin embargo no se movía nadie, sino que simplemente parecían muy divertidos. El puente estaba vacío y las cadenas atravesadas. Un remolcador esperaba a que lo abrieran, del lado del dique 3. Milo corrió con más fuerza cuando advirtió que el puente comenzaba a moverse. La gente le sonreía y lo alentaba como si se tratara de una carrera. Oyó el silbido de la sirena remontando la calle Brasil desde la Costanera y esquivando al guarda que agitaba los brazos y soplaba el pito saltó sobre el puente en movimiento. La gente gritó toda al mismo tiempo, pero él solamente pensaba en alcanzar la otra punta antes de que el puente se abriera demasiado. Vaciló un instante. Vio asomar el brillo oscuro del agua por debajo. Apretó los dientes y saltó. Cayó hecho un ovillo sobre el borde resbaladizo de la calle, pero no soltó al animal.
Un policía había quedado en el puente y la gente reía y aplaudía. Milo se levantó aturdido, miró con desafío al círculo de rostros que se aproximaban sonrientes y apartando de un empellón al tipo que tenía más cerca reanudó la carrera, esta vez hacia los muelles. Había visto por un lado al grupito de marineros que cubría el portón de salida y por el otro un gran barco pegado al muelle de la derecha. Tenía que llegar allí de cualquier forma.
Estaba ya junto al barco cuando apareció el patrullero en la punta del muelle. Aceleró a fondo y se atravesó en el camino. Los tipos saltaron del coche y se aproximaron con calma.
Milo se detuvo sin saber qué hacer. Desde la otra punta se acercaban corriendo el policía y los marineros, seguidos por la gente.
Un tipo vestido de civil, petiso y rechoncho, que bajó del coche en último lugar se aproximó sonriendo bonachonamente, después de hacer una seña a los otros, que se quedaron quietos.
—Bueno, se acabó la fiesta —dijo como si la cosa lo hubiera divertido mucho.
Se tomó un tiempo mientras estudiaba a Milo con sus ojitos de rata.
—No tengas miedo, hijo; nadie te va a hacer nada. Sos un chico listo y eso me gusta. ¿Verdad que es listo?
—preguntó a los otros, que sonrieron lúgubremente.
Se parecía un poco al Picapiedra, sólo que tenía esa mirada alerta y penetrante.
Un jeep con la carrocería cubierta de parches colorados se abrió camino a bocinazos y paró a un costado.
El tipo siguió hablando un rato, pero Milo no le pres- taba atención. Ni siquiera veía a la gente. Veía tan sólo las crestas blancas de los edificios por arriba de los elevadores, el armazón oscuro de las grúas, las puntas de los mástiles y, más lejos, sobre los árboles que comenzaban a verdear, las torres altas y solitarias.
El tipo le apoyó en el hombro una mano enguantada y lo palmeó con cautela. Sonreía siempre. Luego con un movimiento rápido y preciso tomó al animal por el cuello.
Milo lo miró a los ojos, mientras las lágrimas le brotaban ácidas y amargas.
—Es mejor así, ¿no te parece? —dijo el tipo guiñando un ojito.
Una vez que tuvo al animal aflojó el rostro, que se puso gris, dio media vuelta y se alejó en dirección al jeep.
Un policía se acercó con cara de aburrido.
—Vamos, pibe. Milo no se movió.
—¡Vamos! —dijo el policía cambiando de tono. Y lo empujó hacia el coche.
(…)
Haroldo Conti