Sudeste (fragmento)

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Trabajó con el viejo casi hasta la primavera. Hacía nueve años que el viejo vivía en el Anguilas y siete que procuraba vivir del junco. En el 48 bajó desde el Romero, donde, hasta entonces, desde el 34, se dedicaba a la manzana. En el 47 zozobró la Elbita, una chata frutera de seis toneladas, y se ahogó el único hijo que había quedado con ellos. De manera que en el 48, ya demasiado viejo, bajó al Anguilas con el bote de la Elbita. Hizo dos viajes. Uno con las cosas y otro con la vieja y Urbano, el perro, y dos o tres gallinitas. Ocuparon una de las tres chozas vacías, la más próxima a la desembocadura, en el punto donde empalma con el Anguilas ese arroyito ciego que muere un poco más allá, y que los que no conocen el paraje toman generalmente por la continuación del Anguilas. Él mismo se había confundido, cuando bajó en el 48.

La choza era de dos piezas o, mejor, una sola pieza dividida por un tabique de barro. Con los años, el viejo le agregó dos piezas más y una letrina, ubicada al fondo. El tiempo uniformó el conjunto haciendo de él una sola masa abultada y oscura, con dos o tres boquetes más oscuros todavía. La base era muy alta y bastante mal trabada, con algunos travesaños podridos. Poco a poco fue cediendo de un lado, el más débil, de manera que la choza se recostó blandamente en ese sentido.

La angostura del arroyo en ese punto le impedía colocar un muelle. De todas maneras, resultaba du doso que el viejo lo hubiese colocado. En su lugar, afirmó a la costa una escalera de sauce y amarró el bote de la Elbita a uno de los travesaños.

Todo el mundo sabe que el junco, cuanto más se corta, más crece. Cuando cortan muchos y estos muchos cortan demasiado, la plaza se abarrota y nadie da gran cosa por un galpón repleto de juncos. No existe nada más maldito ni miserable. Y, por desgracia, en estas islas parece vivir gente que no sabe hacer otra cosa.

El anteaño había sucedido algo por el estilo, de manera que al año siguiente, el pasado, nadie cortó junco, al menos nadie intentó venderlo.

Tampoco cortó el viejo y casi se muere de hambre. Pero resistió con dignidad alimentándose la mayor parte de esos días con bagres o, en el invierno, con el pejerrey, al que él llamaba latterino o lattarina, y que, después de todo, es un bocado de reyes.

De manera que al año siguiente, este último del viejo, el junco repuntó un poco.

No bien comenzó el corte, apareció el Boga y es- tuvieron trabajando juntos hasta ahora, al borde de la primavera.

En el año muerto, es decir, el anterior, el viejo había terminado de construir un refugio de sauce y paja que había comenzado tres años antes, cuando murió el Urbano. Era muy bajo y sin paredes, ubicado en una elevación del terreno, junto a un ceibo solitario. El viejo cavó el piso hasta una profundidad de medio metro y armó una especie de fogón en una de las esquinas. Se metían allí al mediodía o cuan- do se desataba el mal tiempo. Comían un pedazo de tocino con galleta y tomaban mate. Algunas veces el Boga asaba los bagres que se habían enganchado en la línea, aunque prefería volver con ellos a la casa. Después dormían un rato. El viejo dormía sentado, apoyando la cabeza en las rodillas y los brazos rodeando las piernas.

Ni el viejo ni el Boga hablaban nunca más de lo necesario. Aunque se entendían a las mil maravillas. Los dos se internaban al amanecer en aquella soledad verde y rumorosa que se contoneaba blandamente a cada ráfaga de viento. Cada uno se abría camino por su lado, con los pies metidos en el agua. A veces el agua pasaba de las rodillas, pero ellos parecían insensibles a todo eso. Detrás de la barrera verde, hacia el río abierto, oían el murmullo del agua rodando incansable sobre el banco. El alarido lejano y lastimero de algún carau. El estrépito sofocado de alguna lancha, todavía más lejos. Las pulsaciones acompasadas del motor Diesel de los areneros, navegando por el canal. El hervor en las nubes de los Gloster, que atravesaban el cielo de un salto, perseguidos por su propio ruido.

El viejo era muy hábil, a pesar de la edad. Recogía los juncos extendidos para secar en lo más alto, en torno del refugio, con una rapidez increíble y hasta con cierta elegancia. Los recogía de un manotazo y con el mismo envión los sacudía y los gavillaba, atando cada gavilla con un junco, en el final del movimiento. El Boga no era tan hábil ni parecía tan re- concentrado en un asunto que no justificaba un arte. Más bien se aburría un poco, aunque poseía una paciencia o, mejor, una indiferencia inagotable. De todo esto, lo que más le placía era contemplar desde el refugio la alfombra de juncos que habían desplegado pacientemente entre él y el viejo y que ahora brillaba oscuramente al sol, dando a aquel paraje desolado el aspecto de una isla tropical.

A su tiempo, el viejo dejaba el junco por la totora o la espadaña. La paja extendida sobre el suelo no hacía el mismo efecto que el junco, pero para el caso era lo mismo.

A veces traían con ellos al perro bayo, pero el viejo prefería dejarlo en la casa porque se internaba entre los juncos y ladraba constantemente, hasta que lo ponía de mal humor. De cualquier forma, el perro aparecía en alguna hora del día y comenzaba a ladrar. El viejo aguantaba un buen rato, como si no hubiese reparado en él. Luego se erguía de pronto, como un resorte, y le disparaba una puteada que pa- recía dar en el blanco. Ellos oían un ruido precipitado entre los juncos, que se alejaba hacia la casa. El vie- jo no sentía verdadero aprecio por este perro bayo, aunque le resultaba útil. La vieja, en cambio, prefería el bayo al Urbano.

Cuando le preguntó si le prestaba la escopeta de dos caños que había visto desde el primer día colgada cerca de la cabecera de la cama, el viejo lo miró a los ojos y no dijo nada. Dos meses después, cuando se puede suponer que había olvidado el asunto, fue y descolgó la escopeta y la puso en el pasillo, contra la pared, al lado del Boga, que estaba recostado fumando uno de sus puchos. Desde ese día, el Boga subía al bote con la escopeta y mientras remaba la mantenía entre los pies, sobre el piso. Trabajaba en el junco con la escopeta siempre al alcance de la mano, colgada de una estaca con una horqueta, que enterraba en el barro. Cuando un carau, o cualquier otro pájaro que valiese la pena se paraba cerca de allí, él cogía la escopeta con sólo alargar el brazo. El tiro resonaba bronco y lastimero, como si alguien hubiese golpeado aquella inmensidad. Rodando y ro- dando sobre la llanura ondulante y después sobre el agua y después sobre las islas más próximas. Una vez en la casa, echado sobre el piso de la galería, se entretenía limpiando y desarmando la escopeta con una minuciosidad agotadora. Era una escopeta belga, Pirlott y Fresart, para cartuchos calibre 12, de 65 mm. Habría dado cualquier cosa por aquella escopeta, pero comprendía que el viejo la apreciaba tanto como él. Lo que tal vez se atreviese a pedirle un día era esa navaja Sheffield que, entre otras cosas, empleaba para cortar los cigarros.

El viejo trabajaba descalzo, con un pantalón raí- do cortado un poco más abajo de las rodillas y dos sacos, uno encima del otro, sujetos con un cordón de hilo sisal. Él usaba una tricota de cuello alzado y un par de calzoncillos con la bragueta cosida. Era un trabajo sucio y muy duro que los embrutecía poco a poco. La mayor parte de los días el viento zumbaba constantemente en torno de sus cabezas, como un enjambre de avispas, aturdiéndolos y rajando la piel de sus rostros.

Al caer la tarde, el Boga recogía las líneas y volvían a la casa, muertos de sueño y fastidio. Él se ponía un pantalón arriba de los calzoncillos, así como estaba, y se echaba en un rincón del pasillo. El viejo, en cambio, se lavaba con excesiva prolijidad, se ponía una camisa limpia de frisa, sin cuello, un par de pantalones enteros y el par de botas Pirelli. Luego se sentaba en la galería, partía un Avanti con la navaja Sheffield y fumaba pausadamente hasta la hora de la cena, con el perro bayo tendido cerca de él, observando el río, observando el cielo, observando la silenciosa entrada de la noche. La vieja encendía un farol.

El viejo se levantaba antes que el Boga, en el crepúsculo del alba. Él lo oía rondar por la casa (era la única vez que parecía realmente viejo), hasta que sus pasos lentos y pesados crecían en dirección a su cuarto. Descargaba un puntapié sobre la puerta y se volvía. Ésta era la única expresión de su autoridad como patrón y el Boga lo tomaba por eso, porque en otro sentido resultaba perfectamente inútil. Lo sabían los dos. Él estaba despierto desde mucho antes y veía crecer la luz a través de las rendijas de la puerta y, en un punto, la luz y el puntapié coincidían.

 

(…)

 

El viejo murió en el comienzo mismo del verano. Como si hubiera estado demorando el momento, nada más que a la espera de ese tiempo. Muchas cosas sucedieron entonces, en cierto modo definitivas y notables, aunque pasaran inadvertidas.

El Colorado Chico vino a buscarlos con la lancha y todos pensaron que había llegado el momento.

—¡Vamos! —dijo simplemente. Y partieron. Lo habían puesto en un cuartito, solo.

—Parece un personajón —dijo el Bastos.

Hacía dos días que no reconocía a nadie. Todo en él se había consumido mansa y lentamente y sólo brillaban sus ojos, todavía más profundos.

Estuvieron observándolo un par de horas, mu- dos y pesarosos, sin saber qué hacer ninguno de los cuatro.

Entraron dos monjas y se pusieron a rezar el rosario. Ellos se turbaron todavía más. ¿Qué estarían haciendo? Cuando entendieron que había llegado el momento, la vieja se aproximó al lecho y le acarició los cabellos. Había en eso una solicitud y una ternura indecible.

Entonces el viejo se irguió en el lecho y los miró a todos con extraña lucidez.

Parecía sereno y victorioso y tremendamente digno.

Aferró una de las manos de la mujer y dijo:

—¡Vieja!

Fue todo lo que dijo.

 

 

Los hombres saltan fuera de la fosa y se secan el sudor con la manga de la camisa. Jadean. Ellos y el grupito se observan con recelo. El Boga está miran- do sus botines mugrientos y resquebrajados que se hunden en la tierra húmeda del montoncito. Aferran la pala con cierta impaciencia.

Aquello parece silencioso y desierto, como las islas sobre el río abierto. Las cruces blancas y las lápidas blancas se adormecen al sol.

—¡Bueno! —dice uno de los hombres, y aferran el cajón y lo dejan ir al fondo, aguantándolo con las cuerdas.

Se detienen y esperan, nadie se mueve. Entonces el hombre dice:

—Echen la primera tierra.

La vieja recoge un puñado y lo arroja sobre el cajón. Ellos empujan lo suyo con los pies. Los terrones de tierra producen un sonido sordo, en parte semejante a la lluvia, al caer sobre la tapa. Entonces los dos hombres comienzan a palear con firmeza. Cuando terminan, no queda más que un pequeño montículo de tierra removida. Nadie puede entender cómo han hecho tan pronto.

Los hombres se marchan pero ellos permanecen indecisos. Ahí está la vieja, sin una lágrima, sosteniendo ese ramo de flores. Ellos la observan a hurtadillas, esperando un ademán suyo. Por fin, dice el Colorado:

—Mejor vamos, abuela.

Ella eleva hacia él sus ojos, con esa vieja mansedumbre que se resigna a todo. Se inclina y deposita el ramo sobre el montículo de tierra removida.

Salen. Ya cerca de la puerta, el Bastos dice:

—Bueno, se salió con la suya… Cuando se le metía algo en la cabeza ya no paraba hasta que lo conseguía.

 

(…)

 

Tardó una barbaridad en cruzar el Bajo. Tenía el barco constantemente a la vista, pero más bien parecía alejarse. En realidad, estaba oscureciendo, y al menguar la luz parecía alejarse. Con todo, el agua lo desvió un poco hacia el este. Algunas veces dejaba de remar, completamente exhausto, y se quedaba mirando el barco, sin ninguna expresión en el rostro.

«Con mirarlo no lo voy a alcanzar… ni a traerlo hasta aquí…»

De pronto comenzó a crecer y el agua lo empujó hacia el Aleluya.

—¿Quién entiende a este río? —dijo con un leve sentimiento de gratitud.

No sentía ni el muslo, ni el hombro, ni el vientre, sino simplemente un infinito cansancio. Ahí estaba su cuerpo, tal vez ya muerto, y algo muy reducido de él palpitando débilmente detrás de un blando muro de silencio.

El bote golpeó suavemente contra el casco y alar- gó las manos en la penumbra, tratando de aferrarse a la borda. El cuerpo se tumbó siguiendo el movimiento de las manos, y quedó colgado. «Creo que no voy a poder seguir», pensó con serenidad. «No doy más…»

Tenía el rostro pegado al casco y sentía el olor del barco, parecido al olor de la zanja.

«Está muerto de punta a punta», se dijo. «Tiene el río metido adentro.»

Las manos comenzaron a aflojar.

Trató de izar el cuerpo antes de soltarse y entonces se reavivó el dolor. Tal vez era lo que necesitaba. El dolor le devolvió un poco de vida y, sosteniéndose de la borda, se puso de pie. Si lograba pararse sobre el asiento, la borda le iba a quedar a la altura de la barriga, y entonces no tendría más que tumbarse sobre ella y quedar colgando del barco. Primero puso un pie y después esperó un rato. Y luego, con el mismo meditado impulso, izó el otro y se echó sobre la borda. No trató de aguantar el golpe, de manera que fue como si se le reventaran las entrañas. Quedó colgando de la borda, como había pensado, y sintió que el bote se deslizaba de sus pies y que la sangre le corría con una tibieza pringona por las piernas.

Lenta y empeñosamente, sin pensar en nada, ni siquiera en el dolor, todavía vivo y exasperado, como si se tratara simplemente de probar a fondo, hasta agotarla y consumirla, toda su porfiada capacidad de aguante, logró izar el resto del cuerpo y quedar ten- dido en la cubierta.

«Ahora sí…», pensó con un amago de sonrisa que no llegó a sus labios. «Ahora sí, viejo…»

Estaba ahí tendido, cuando sintió el fatigado re- piqueteo de un motor entrando al Bajo por El Sueco.

«Es el zurdo», pensó con el rostro pegado a las tablas de la cubierta.

Alzó la cabeza, y por encima de la borda distinguió la oscura silueta de la chata remontando el aguaje en la incierta luz del crepúsculo.

«No necesita entrar por el aguaje con esta crecida», pensó.

Ya no sentía ningún dolor, pero el cuerpo le pesaba increíblemente. Trató de sentarse y todo lo que con- siguió fue golpear ruidosamente con la cabeza sobre la cubierta. Pero era lento y porfiado, y después de dos o tres veces terminó por sentarse. Ahora estaba sentado sobre la cubierta, con la espalda apoyada contra la carroza, y tenía el río por delante.

El viento sopló desde el río. Aquella brisa húmeda y furtiva, semejante al roce de una sombra.

El barco se quejó débilmente. Estaba entrando la noche.

Ahora no sentía el cuerpo para nada, ni siquiera como un peso, sino más bien al barco. Él y el barco, este triste Aleluya, eran ahora una misma cosa que muere con el día. Las viejas maderas y las viejas historias se quejaron a través de él.

Miró al río anochecido con sus grandes ojos de pez moribundo.

Quedaba algo de luz sobre el río abierto, pero en torno del barco era ya de noche.

«El Largo Fourcade debe haber pasado hace una hora», pensó.

Volvió a soplar el viento.

Ya no podía ver el poco de luz que había observado a lo lejos, un rato antes, pero seguía frente a la noche con sus grandes ojos de pez moribundo desmesuradamente abiertos.

 

(…)

Haroldo Conti

Haroldo Conti
Haroldo Conti
nació en 1925 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires. Fue maestro de escuela primaria, profesor de latín, empleado bancario, piloto civil, nadador, navegante y guionista de cine. Se graduó en filosofía. En 1956 publica la pieza de teatro Examinado. Cuatro años más tarde recibe un premio de la revista Life por su relato “La causa”. En 1962 gana el premio Fabril con su primera novela, Sudeste, y se convierte en una de las figuras de la llamada “generación de Contorno”. Publica después las novelas Alrededor de la jaula (Premio Universidad de Veracruz) y En vida (Premio Barral, cuyo jurado integraban Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez) y los libros de cuentos Todos los veranos (Premio Municipal), Con otra gente y La balada del álamo carolina. Colabora con la revista Crisis. En 1975 publica Mascaró, el cazador americano, que merece el premio Casa de las Américas. El 4 de mayo de 1976, tras el golpe militar, fue secuestrado y desaparecido.

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