¿Quién ha visto una Navidad?

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¿Estaré muerta?

Una hora antes del amanecer, mientras dormía en el motor home más mugriento del mundo, me despertó el sonido de mi corazón apagándose. Me incorporé de un salto, asustada, el camastro crujió como una rana, toqué mi frente, recorrí mi nariz y los labios: estaba empapada de sudor. Apoyé suavemente mi mano en el pecho, suspiré, el corazón seguía vivo, con su trote fiel, como un caballito de circo.

¿Todo había sido un sueño?

Había un río color cereza que corría muy lento y ese chino que miraba la mujer que sonreía en la costa, me daba cuenta que era yo, tuve que atravesar ese follaje intenso para alejarme del chino que clavaba sus ojos en mis manos, mis manos parecían perros, me quería matar. Ojos afilados de marfil y allá, a los lejos, las llamas de un avión incinerándose.

Irene había decidido no dormir en este carricoche del horror, quería hallar una ruta y algún vehículo abandonado que pueda tener un poco de nafta en su tanque. Se fue dando esquinazos, todavía le duraban los efectos del alcohol. Se dio vuelta y riéndose, me dijo chau con la mano.

Haciendo bocina con mis manos le grité:

Vos buscá un auto, yo buscaré más vino.

Yo soy Liza y también estoy medio borrachita. Bueno, ya se me está pasando. Tengo sed, es la resaca. Aquí no hay demasiada agua, afuera hay una especie de laguna fangosa; fue allí, entre unos juncos que encontramos las dos botellas de vino. Rancios y todo, los bebimos durante casi toda la noche.

Cuando regresamos al motor home para festejar el hallazgo, encontramos un cartón color terroso, desvaído, dónde se leía felíz navidad junto a la cara rechoncha de un gordo de gorro rojo y barba blanca. Sobresalía de uno de los bolsillos de una mochila abierta, vaciada con furia, desgarrada por alguna desesperación perdida que pasó por aquí.

En la penumbra de la mesita plegable del motor home –se colaba por la ventanita la luz sucia de la luna- nos dedicamos a observar un rato cada una y en silencio, el cartón de los deseos navideños. Creo que cada una imaginó cómo sería vivir una navidad, qué actividades emprendería una en una noche de navidad, esas cosas. Irene soltó una lágrima hirviente (lo cuento así porque pareció que cayó hirviendo desde un ojo hasta su pera, allí tembló un segundo y cayó). Mamá…, balbuceó Irene.

¿Vos viviste una navidad? – Irene, delgada y pecosa, a pesar de ser una mujer fuerte, por momentos le emergía el candor de la infancia.

No, ni sé qué cosas se hacen en navidad.

Y soltamos una carcajada.

Cada una empinó su botella y nos echamos un buen trago. Me levanté y fui hasta donde estaba Irene, la miré y la besé, la besé, y la besé cada vez más intensamente, hasta que ella me abrazó, se puso de pie temblando, y su mano huesuda me empezó a acariciar el pelo, luego bajó a lo largo de mi espalda y en la cintura, me atrajo hacia su pelvis con fuerza. La miré a los ojos y le dije gracias. Suspiramos, volví a mi asiento y a mi botella y ella, levantando la suya  murmuró ¡salud!

Los ojos pequeños de Irene parecían bordados en la noche. Dos estrellitas negras sobre el blur grisáceo de la oscuridad. Vi como bajaba la botella después de que se la empinara y dijo:

Yo leí una vez un relato, un cuento sobre la navidad.

Contámelo, dije, ansiosa.

Largando una rápida carcajada me dijo no lo recuerdo y siguió bebiendo.

Sabíamos demasiado bien todo lo que había pasado. Por eso odiábamos el nombre de Valtim, el último hacker, el que disolvió toda la cultura humana en menos de media hora de trabajo.

Desde su escondrijo, el tipo produjo el gran apagón cibernético, el que venía amenazando por años. Nos dejó sin conectividad, quemó cada ramal, secó las redes como quien seca un delta, nos dejó sin telefonía, sin luz, sin nafta, sin escape.

Hace de esto unos doscientos treinta y dos años, según leí en la hemeroteca de  la Biblioteca Central cuando el edificio todavía estaba en pie.

Soy de las que no conoció lo que fue el mundo digital, la que no conoció una computadora funcionando o un celular.  Los ciberataques también perforaron la memoria de la historia misma, nos vaciaron como a Irene y como a muchos con los que solemos tropezar en lo que ahora llaman El Desierto. Somos el descarte, los que el Nuevo Orden no pudo exterminar.

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Irene regresó dos días después a bordo de un camioncito ruidoso y oxidado. Entre el humo negro que tiraba el caño de escape y el polvo que levantaban los neumáticos, hasta que frenó y se disipó la polvareda, no supe que lo conducía un hombre maduro, calvo y de bigotes. Desde su asiento, Irene me saludaba feliz con las dos manos.

Se llamaba Deian y según nos contó había sido desterrado a El Desierto por un asunto que, bueno, dijo frunciendo la nariz, no tenía ganas de explicar. El camioncito era suyo, lo había cambiado por la que había sido su casa.

Cuando me ordenaron exiliarme en El Desierto no tuve más remedio que ser práctico, no necesitaría mi casa y sí me venía muy bien un vehículo, y así fue cómo me hice de este carricoche. Me esperaba recorrer El Desierto, en fin, estoy dando una vuelta por este mundo de desechos.

Lo dijo sin mirarnos, clavando sus ojos en las hondonadas que nos rodeaban. El sol creaba espejismos de cristal en el contraluz.

¿Por qué están acá? –preguntó el hombre.

Quitándose un mechón lacio de su cara, Irene dijo:

¿Y por qué no estar acá? Este acá es todo nuestro mundo. Aquí tenemos nuestra casa –agregó Irene señalando el motor home- con vista a una laguna casi seca. Es lo que hay.

El hombre me miró haciendo visera con su mano, tenía las pestañas casi albinas, andaría en los sesenta años.

¿Quién manda acá? –la frase sonó seca como un terrón de arcilla quemada.

Nos miramos con Irene, la verdad la pregunta nos tomó de sorpresa, y sonreí.

Nadie manda acá, somos nosotras dos y es suficiente.

Pues bien, hagamos un trato. Me quedo unos días en el lugar hasta pasar la navidad. Aquí tenemos a mi chata para salir a buscar nuestra cena de nochebuena. Ahí traigo dos sidras.

¿Cuándo es navidad? –preguntó Irene, anticipándome.

En unos días. Digamos después de dos noches más.

¿Ya estamos en navidad? – me salió una vocecita escolar.

Irene arrugó su cara descreída, me guiñó un ojo y dirigiéndose a Ireneo, le soltó:

¿Quién es usted? ¿Es un viajero del pasado?

Me pareció atrevido que Irene le hablara en ese tono.

No –dijo el hombre- soy un porta-recuerdos.

Irene simplemente sonrió, maliciosa como era. Di un paso hacia él y le pregunté:

Pues hagamos una navidad, alguna de las que usted sepa o recuerde.

Lo haremos si cumplen la otra parte del trato: ustedes tienen a su disposición mi vehículo por un par de días, yo les organizo una navidad y ustedes, en devolución me dejan dormir en su motor home.

Eso no es posible –saltó Inés, el enojo le marcaba los músculos de la cara- no tenemos lugar para una persona más. Y por otra parte, no sabemos nada de usted, ¿cómo confiar entonces?

Deian asintió débilmente. Pareció aturdirse, bajó los ojos y se mareó. Lo sostuve con el brazo izquierdo, lo apantallé con la mano y pude olerle una mezcla de aromas y olores que despedía su cuerpo. Olía a campo fresco, a arboledas, a piretro.

Pero puede quedarse en su camioncito estacionado junto al motor home. Lo ayudé a sentarse en el pasto, adoptó la posición de flor de loto y nos miró. Apantallados por las pestañas casi albinas destellaban sus ojos azules.

Es un trato justo –masculló moviendo la boca como si mascara chicle- falta que nos presentemos. Yo soy Deian Vali, fui muchas cosas en mi vida.

Encantada -dijo Irene- yo soy Irene Swarch y mi amiga es Liza Dorantes, olvidamos a qué nos dedicábamos años atrás. El Desierto es una lija.

¿Son pareja? –la voz de Deian se asomó con vergüenza.

No- dije- somos amigas, ¿es necesario que seamos pareja en esta realidad?

Yo soy mi mejor amigo –refunfuñó y de un salto se paró, se limpió a manotazos las briznas de pasto del pantalón y nos miró, enérgico.

Ahora bien, apurémonos, que vamos a llegar tarde, como decía el conejo.

¿Qué conejo? –Irene me miró como diciéndome este está loco.

El conejo blanco, algo que alguna vez leí- el hombre lo dijo con entera seriedad -y agregó- en diez minutos salimos a buscar nuestra cena de navidad.

¿Era importante la cena en navidad? –Irene.

Según leí y algunos me han dicho, la cena era quizá la navidad misma.

¿Por qué no picamos un poco antes de salir? –dije.

¿Tienen comida?

Algo hay, ya les sirvo. Pasen y siéntense en la mesita.

Media hora después, partíamos a bordo del quejoso camioncito.

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A mitad de la tarde avistamos una casa de dos plantas montada sobre una suave lomada de pasto de un extraño color púrpura. Su parte trasera estaba cercada por un semicírculo de árboles delgados y grises.

Sombría, de ventanas desdentadas, parte del techo desplomado, se parecía mucho a las casas de terror de las películas. Miré a Irene, la conozco, tenía un poco de miedo. Me pegó un codazo y sonrió simulando valor.

Unas suaves nubes de organza viajaban en el cielo, deshilachándose hasta desaparecer.

Parece que van bailando El Cascanueces, dije observando las nubes.

Irene me miró con sus ojos hechos de sorna y me dijo que deje de soñar tonterías, el mundo se está acabando, Liza, me dijo.

Escuchamos lo gritos del hombre en el interior de la casa. Nos apresuramos a entrar. Estaba en la alacena de la cocina. Una pila de latas, envases de papel y de metal, de vidrio, frascos de plásticos y envases al vacío, repletaban la mesa de la cocina.

Quesos, patitas de cerdo, tomates, jamones, carne de vaca, yogures, salchichas, latas de arvejas, garbanzos y porotos, frascos de mayonesa, pan lactal, mermeladas, papel higiénico, vasos de plástico coloridos, todo se había derramado sobre la mesa, en la cascada provocada por Deian.

Nos abrazamos riendo con Irene y se nos unió Denian. Lagrimeábamos, tal vez éramos felices pero no lo sabíamos.

Y aquí están las botellas – dijo el hombre con voz impostada.

Abrió la puerta del bajo de alacena y la visión de seis vinos y un whisky.

Qué festín- murmuró Irene.

Chicas, amigas mías, quiero anunciarles que esta noche es nochebuena y mañana navidad.

Pero ¿no era que faltaban dos noches? –dije mientras descubría unos atados de cigarrillos en un cajón.

¿Alguien ha vivido antes una navidad? ¡No! ¿No es cierto? ¿Y a qué demonio le importa si nosotros decretamos que hoy es nochebuena? ¡Festejemos!

Es un milagro de navidad…- dije. Irene largó una risotada, y me abrazó, me dio un pico y me dijo que yo era una romántica perdida.

Deian comenzó a asar en el patio y sobre un elástico de una cama, unos pedazos de carne, las salchichas y patitas de cerdo. Había hecho una hoguera de leños y le debíamos el fuego a una caja de 222 patitos,  fósforos de madera hallados en el baño y un chorrito de nafta del camioncito.

Comida de verdad, dijo Irene y rodeó con su brazo mi cuello y me abrazó.

Había caído la noche y el silencio se extendió por toda la llanura como una plaga negra. Unos grillos y otros grititos de la naturaleza nos llegaban como si nos pidieran auxilio. Me angustiaba la soledad del planeta.

Una luna deslucida y velada nos observaba sin ganas. Toda la luz provenía de las crepitantes llamas del asado del hombre.

Sentadas cerca del fuego, tomadas de las manos, ahora tibias y serenas, parecíamos hipnotizadas por las lenguas vivaces de la hoguera. Una brisa tenue y fría atravesó el patio.

¿Qué es la navidad? ¿Comer y tomar alcohol? – La voz de Irene sonó enojada. Era una escéptica y todo lo que estábamos viviendo le parecía, desde cierto punto de vista, una soberana estupidez. Le dábamos una importancia casi sagrada a ese asado, sin tener idea de qué demonios se trataba la navidad; pretendíamos inventar una como si esa abstracción, de pronto, bajaría a nosotros regándonos felicidad.

Es una mierda – le contesté.

¡Ya casi estamos! – gritó el Hombre toqueteando aquí y allá la carne, iluminado por el resplandor del asado.

Le siguió un silencio hondo.

Tengo un hambre que me comería un elefante- dijo Irene, acomodando sus cubiertos en el plato.

Habíamos desplegado un mantel en el pasto, allí cenaríamos o pasaríamos la nochebuena o como se llame.

Cuando Deian se acercaba con el primer plato de carne para servirnos, muy lejos, una larga y delgada columna de humo blanco explotó y subió a la noche y se abrió en luces multicolores. La explosión se replicó como graves campanadas.

¿Qué fue eso? – dije.

Deian se encogió de hombros y siguió sirviendo la carne.

Otra explosión y otra columna de humo blanco ascendió y se abrió en  formas que parecían flores vibrantes.

¿Eso tendrá que ver con la navidad? –dije, agria.

Qué se yo –contestó Deian- nadie ha visto cómo es una navidad.

Elina Dalteri
Elina Dalteri
Escritora de cuentos, nacida en Charata, Chaco, en 1951. Se conoce poco de su infancia y sí hay datos que indican que sus padres se trasladaron a la Capital Federal en su adolescencia. Su único libro de cuentos, Vidas distintas, hoy es inhallable. De ese libro, es el relato que hoy publicamos. Después de casarse con un ministro de la fe evangélica estadounidense, se radicó en el país del norte llevando una vida de eremita, alejada de su patria de origen y de sus amistades.

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