Plumas de quetzal

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El calor es insoportable. El sol, en lo alto. Empecemos por justificar los miles de kilómetros debido al cambio de color de arena y agua: acá la arena es refinada, es blanca, no quema la planta de los pies, no se pega. Allá, en lo que dejamos atrás, todo lo contrario: los pies no se salvarían del escaldo ni adornados con plumas de quetzal. Pero no todo es perfecto, acá el clima se mide en dólares, la temperatura no es en Fahrenheit ni la distancia en millas, acá manda el dinero, y así aunque el mar, los pescaditos insulsos, la temperatura óptima y los turistas son cosas que pertenecen a los nativos, las langostas son ajenas. Hay otro chiste que también quedó atrás: allá, en lo que dejamos atrás, se repite como un credo que hay que traer una botella de arena marplatense, vaciarla, y llenarla con esta hermosa arena caribeña antes de volver a casa: con tanto argentino que viaja a México en busca de no sé sabe qué, en un año, año y medio, se cambiaría la arena de ambas playas sin ningún conflicto de aduana ni aliteraciones de ecosistema. Lo puro trocaría por barro, lo áspero por felpa. Pero la revelación es otra, más seria, no menos burguesa: el guía, entre las ruinas de la civilización maya, itzae, o cómo se llame, y a los pies del edificio más imponente de las ruinas de Ek Balam, dice que los dioses mayas eran trece para el cielo y nueve para el inframundo. Y pienso, más allá de la enumeración, que lo sagrado está en el verbo. Los dioses eran. Tiempo pasado. Sinónimo de muerte. Eran, ya no son. No están, aclara el guía. No tienen adoradores ni quién respete su culto, es decir: han muerto. Como los dioses griegos, o los romanos, como todos nosotros, en una remota selva los dioses mayas se revelan mortales y con ellos todos los demás dioses que habitaron Ek Balam y pidieron víctimas para los cenotes valen lo mismo que las cenizas de la eternidad. Todo se mezcla: vale lo mismo la mirada perdida de una bestia que el intento de estafar a los turistas con artesanías de manufacturación masiva. Un dios, un turista valen y tienen lo mismo: una vida, finita, mortal, limitada, absurda. Ek Balam se puede traducir como jaguar negro, dice el guía, y aclara que la lengua, en cambio, no está muerta, los mestizos la siguen hablando. No dejaron morir el idioma, solo a los dioses, pienso. Y entre los dioses, el jaguar era un animal sagrado, un portal: los brujos les enseñaron a los hombres que atravesando las manchas negras del jaguar se podía entrar al inframundo. ¿Y para qué ir al inframundo? Para purificarse y ascender, dice el guía. Para encontrar los cadáveres de los dioses muertos, pienso y no me atrevo a refutarlo en voz alta. Otra puerta de entrada era su boca abierta, aclara el guía, las fauces de babas y dientes filosos custodiaban el umbral. Ahí aparece otra vez el verbo, el pasado: era la puerta de entrada. Era el umbral; significaba algo cuando los dioses eran dioses. Hoy ya no hay inframundo ni regentes, y los guías no se equivocan ni siquiera para convertir sus servicios en valor moneda. Los dioses eran. La entrada al inframundo era. Queda intacta la historia para que la reciten sus descendientes que no son como fueron los devotos ni como los brujos que nombran: ya no tienen la fuerza de darle vida a aquello que invocan. El chiste dice que hay que viajar miles de kilómetros para intercambiar esa arena que purificaría nuestras playas lejanas, pero muchas veces una palabra puede cambiar el mundo. Una palabra, un verbo pasado, puede darte entender que también, como nosotros, de una vez y para siempre, irremediablemente, los dioses mueren. Esperemos no traer sus espíritus ni resucitarlos cuando nos toque esparcir su arena en nuestras playas oscuras.

Sebastián Chilano
Sebastián Chilano
Nació en 1976. Vive en Mar del Plata. Es escritor y médico clínico. Su última novela, Los preparados, fue publicada en diciembre del 2020 por Editorial Obloshka.

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